1. Escaramuzas
Toda vida escucha una garganta a punto de abrirse. La duración de su silencio moldea vidas. Claudia Rankine, Ciudadano: un poema americano
El día en que por fin sentí unos mechones de cabello acariciándome la espalda baja todo quedó claro. Aquélla fue una época en la que me permití muchas cosas. Doce meses de osadías en los que me deshice de una timidez exasperante, de la eterna duda del “puede que”. Pero ya no me iba a contener. Puse fin a las quejas por dinero malgastado y necesidades perversas. No más. Hice lo que me dio la gana. Me dejé llevar. Sin detenerme. Porque, si lo pensaba de más, volvería a caer en la indecisión, y no había necesidad porque toda mi vida había sabido qué hacer. Primero estrenar un vestido. Luego un par de tacones de diez centímetros. Ropa interior nueva. Base. Sombra. Medias. Lápiz labial ciruela oscuro. Las compras durante esos meses desenfrenados me revelaron lo poco que sabía de mis propios deseos. Deseaba esos objetos. Deseaba estar en ellos, sentirlos sobre mi cuerpo, con intensidad, con locura. La bacanal de compras me fue llevando a cumplir los dos deseos más peligrosos. Los últimos paquetes que recibí: dos bolsas grises idénticas que aparecieron un día en el umbral de mi puerta. La tarde en que llegué a casa y encontré los dos paquetes peligrosos los quise de inmediato. Pero debía ser paciente. Necesitaba varias horas de privacidad, cosa que no tenía ese día. Al contrario, a lo mucho contaba con media hora, tiempo apenas suficiente para verlos por encima y arrumbarlos al fondo del clóset. El primer paquete contenía el cabello que acariciaría la parte baja de mi espalda y me revelaría todo. Ansiaba saber cómo se sentiría sobre los hombros. Sabía que era una necesidad. Muchas veces, la imagen que veía frente al espejo se sentía incompleta porque sabía que con mi corte de hombre a lo sumo lograría una imagen élfica y asexuada. Sabía que quería cabello de mujer, pero no me imaginaba queriéndolo tan largo, tan desmesurado, hasta que la idea me invadió luego de estudiar tantas cabezas con el cabello hasta los hombros. Me dije que no. No. El mío jamás sería suficiente. Tiene que ser largo. Quería sentir la melena en todos lados. Antes de aquellos meses de apertura me habría planteado los pros y los contras de comprarlo, incluso habría cuestionado el costo. Pero en ese momento me dejé arrastrar por la emoción.
Las primeras veces que “me puse” aquel cabello me dominó su rebeldía. No tenía la más mínima idea de cómo manejarlo, tal como lo haría una mujer que ha llevado el pelo largo desde niña. Cuando me acomodaba el pelo que me estorbaba en un ojo, un mechón me tapaba el otro, luego intentaba sujetarlo, pero me caía en la cara. El cabello me disciplinaba, restringía mis movimientos, me invitaba a mirar en el espejo para refrescar su apariencia. Llegué a entender que se trataba de una tecnología de control ideal, porque si alguien creció sin saber lo que era llevar el pelo corto, sin darse cuenta de lo fácil que uno podría operar sin esas fibras cayendo en cascada desde el cráneo, nunca imaginaría a qué grado controla. Me encantaba cuando me llegaban esos pensamientos. Eran evidencias que me convencían de que no se trataba de ornamentar mi cuerpo con símbolos culturales superfluos. No estaba jugando con mis sentidos, era un aprendizaje. Mi cerebro sucumbía ante la nueva lógica. Éste era el verdadero propósito de mis compras tan extravagantes; era la única manera en que podría lograr el cambio. Mis necesidades no eran compatibles con la lógica arraigada en mi cabeza desde siempre y dependía de mí cambiarlas. De nadie más. Y nadie más que yo era responsable de mi éxito o mi fracaso. Lo único que sabía con certeza era que no abandonaría la empresa hasta culminarla. Debía terminar el cambio. No me detendría hasta lograrlo. Había pasado un año desde que comencé a derribar el muro. Un año de compras y experimentos que mejoró con los días. Me había costado hallar el ritmo, así que no iba a perderlo, pues era todo lo que tenía y era crucial mantenerlo hasta que otras cosas ocuparan su lugar. No sabía a dónde iba. No sabía si quería ser mujer, si quería ser una persona en cuerpo de hombre que se viera sexy en un vestido, si quería algo más. Sólo sabía que iba asimilando deseos latentes desde siempre. El cabello fue el penúltimo objeto que pedí. Me asustaba. Nunca imaginé que llegaría al punto de comprar una peluca; era una declaración de mi compromiso que a veces me parecía transgresora. Pero incluso ésta fue opacada por el último objeto, ansiado por tanto tiempo, el más peligroso de todos. No sabía cuántos años había fantaseado con él o cuánto tiempo pasé preguntándome cómo sería. Se me quería salir el corazón de tan sólo abrazar el paquete y sentir las intransigentes varillas de acero que escondía y apretarían mis costillas con firmeza hasta acortar y afeminar mi respiración. Este cuerpo soso y plano finalmente exhibiría forma de mujer. Tuvieron que pasar tres días desde que llegaron los dos paquetes peligrosos antes de que pudiera hallarme en soledad y, al calor de las horas vacías, al fin libre de probármelo todo a la vez. Había algo muy especial en el acto. Nunca lo había hecho, así que por primera vez en mi vida lo usaría todo junto. La energía aumentó con cada pieza que me ponía. Entre más elaboradas y complejas eran las preparaciones, más me iba borrando, más puntos de contacto en los que sentía los productos aferrándose a mi cuerpo. Las mallas recubrían mis piernas, las bragas se aferraban a mis caderas y nalgas, el corsé apachurraba mi cintura, el brasier abrazaba mi pecho, la falda colgaba por mis rodillas, las mangas se prendían a mis brazos, sentía la frescura del maquillaje sobre mi rostro, el cabello cosquilleándome la nuca, y los tacones, obvio, los tacones, le dieron gracilidad a mi cuerpo. Ya no necesitaba de un espejo para saberme una criatura femenina porque cada uno de estos productos constantemente me recordaban que ante el mundo me veía como una mujer. Mi estado mental masculino no podía hacer nada ante tantos argumentos. Era mi celda, perfecta y pequeña, ajustada con precisión a las dimensiones de mi cuerpo. El día en que sentí los mechones de cabello contra mi espalda fue el de mi victoria. Miré hacia abajo desde la cima. Había pasado un año desde mi decisión de darle rienda suelta a mi deseo. Habían pasado varios años desde que me dije que debía descubrir el alcance de mi dolor. Y habían pasado casi treinta años desde el primer recuerdo consciente de mis compulsiones. Al fin había encontrado el camino a la cima. Bailé. Bailé frente al espejo y contoneé mis caderas y saqué tantas fotografías como quise. Y después miré a mi alrededor y vi que la cumbre de mi montaña no era más que una colina insignificante hundida en roca cavernosa.
Éste es un fragmento de la traducción que publicará próximamente la editorial Argonáutica.
Imagen de portada: Dante Gabriel Rossetti, Lady Lilith, 1868, Delaware Art Museum