Una de las características más destacadas de Berlín, para el viajero, es la cantidad de locos, funcionales o no, que puede uno encontrarse vivaqueando por ahí. Durante los meses de frío (el invierno, desde luego, pero también en ese otoño que para un mexicano está más allá de lo que está acostumbrado a soportar o siquiera a concebir) pareciera que se ocultan en cuevas. O quizá es que resulta demasiado complicado distinguirlos debajo de los pesados ropajes que hay que echarse encima para no helarse. Pero apenas despunta la primavera, los locos florecen otra vez, como si fueran arbustitos de jitomate. Y en verano les llega el esplendor. Hay uno, por ejemplo, al que le gusta viajar en el Ringbahn, es decir, en la ruta del tren de superficie que da la vuelta a toda la ciudad. Se sienta en alguno de los vagones, muy serio, y se abre una gabardina mugrosa para descubrirle al involuntario auditorio que va ataviado con pedazos de papel aluminio. Entonces se encasqueta en la cabeza un gorro hecho con más papel metálico. Estira las piernas, cruza los brazos, clava la mirada en alguno de sus compañeros de viaje y le sonríe como si fuera a decirle buenos días. Pero no: lo que espeta son sólo frases cortas e indiscernibles. Es un loco amable, al parecer, aunque me cuenta una psiquiatra que lo ha atendido a veces que cada pocas semanas monta alguna escenita (o alguien se inquieta demasiado por verlo allí, dando vueltas y babeando a ratos) y la policía lo arrastra ante los servicios de urgencias hospitalarias para que lo valoren. Allí lo medican, se calma y voilá, regresa a las calles y reanuda sus viajes circulares por Berlín. Otra loca notable es una mujer de mediana edad, con el cabello un poco estropajoso, que de pronto se pone a dar de gritos en el metro o en la plaza o donde le agarre la ansiedad (la he visto en tres escenarios, al menos, porque su radio de acción parece caer cerca de mi casa). No le dirige la palabra a nadie en específico pero su tono es hostil y hasta agresivo. Discute con el aire, se queja de que ya nadie le hace caso a los viejos (pero no debe pasar de los cincuenta años) y manotea con tal intensidad que la gente le saca la vuelta. Tampoco parecería un peligro, a primera vista, pero lo es: un día nos siguió al interior de un pequeño centro comercial y trató de darle un empujón a mi esposa. “¡No hablan alemán!”, fue toda su explicación. Así que el performance de la loca tiene tintes, además, xenófobos. Otro día me tocó verla manotearle en la cara a un señor negro de traje y portafolio, muy serio, que se la quitó de encima con unos suaves movimientos de mano, como a un mosco irritante. Y a una mujer que se le acercó para ver si estaba bien y podía ayudarla, la loca le soltó un revés con mueca de frustración. Hablo de dos botones elegidos de un bosque interminable de orates pero hay muchos más, y uno se los topa sin buscarlos: el tipo vestido como una cruza de cowboy con top model que se puso a orinar desde lo alto de un puente peatonal y les gritaba piropos a los extraños que huían de su obsequio… El anciano que sale a comprar el periódico casi desnudo, con los entresijos al aire, y una batita insuficiente echada sobre los hombros… La mujer con ojos azules celeste a la que van dos veces que echan de un parque porque se masturba entre los matorrales y cuando es reconvenida se le lanza a los golpes a su reprendedor… No sé si son solamente la cara oscura de la multitud de genios que han habitado y habitan estas calles. Sé que la ciudad, sin ellos, perdería parte del oscuro atractivo que la singulariza.
Imagen de portada: El Bosco, La nave de los locos, ca. 1494-1510.