Lo sabemos: las redes han democratizado la posibilidad de emitir juicios públicos y, como un Prometeo (aunque un poco sifilítico, diría quizá don Renato Leduc), han arrancando el fuego de la opinión de las manos celosas de los especialistas para dejarlo al alcance de los simples mortales. Como uno. Y uno, qué le vamos a hacer, suele decidir que el fuego sirve lo mismo para prenderse un tabaquito que para poner al mundo a arder. Ser capaz de emitir opiniones a los cuatro vientos da poder si otros nos escuchan (o, al menos, si tenemos la ilusión de que sucede: acabo de leer a un tipo sin cien seguidores que persigue en Twitter a los asesores de un candidato presidencial exigiéndoles “cinco minutos” con él para explicarle con lujo de detalles lo que tiene que hacer para ganar las elecciones…). Así, hoy día cualquiera se siente un Aristóteles o una Hannah Arendt de bolsillo. Y por eso, abrir cualquier red significa recibir, de golpe, un aluvión de recomendaciones, consejos y sugerencias, cuando no órdenes, indicaciones y señalamientos urgentes emitidos desde el púlpito virtual de alguien llamado, por ejemplo, “Cascarita de limón” (su imagen, claro, no corresponde a un rostro humano, sino al borde decorado con sal de un coctel), que, por lo general, nos resulta totalmente desconocido. Y que puede tener veinte seguidores o diez millones: lo mismo da. Lo que no da lo mismo es que, antes de la existencia de las redes, la posibilidad de que un “Cascarita de limón” quisiera dictar nuestro comportamiento, se acercaba más bien a lo nulo. Hemos debido sufrir las ganas de regirnos de reyes, sacerdotes, aristócratas, profesores, líderes, artistas, pensadores, y aspirantes, desde luego, a ejercer cualquier de esas bonitas actividades. Pero que se les equiparen en sus pretensiones de hegemonía una serie de absolutos don nadies importa una novedad. Alguien dirá que eso “horizontaliza” el debate. Alguien más, acaso, pueda oponer que lo que hace es, solamente, multiplicar el número de personas que nos piden cuentas y nos afean el comportamiento. Y, claro, resulta bastante improbable que un “Cascarita de limón” posea credenciales que respalden tanta arrogancia y tanto andar por la vida lanzando sentencias como si se tratara de un mandarín. Pero lo hace. Y nosotros también. Hemos leído un millón de veces y, seguramente, escrito otras tantas, toda clase de exigencias perentorias y necias hacia esa parcela de la humanidad con la que nos unen las redes: “Amigos, no vayan a…”. “No seas de los que…”. “No me salgan con que…”. “Paren con…”. “Basta con ustedes y su…”. Las redes lo facilitan y a nosotros nos gusta el saborcito que deja en la boca decir lo que se nos pasa por la cabeza (por no mencionar otras localizaciones anatómicas). El problema de este tipo de mensajes, además del autoritarismo digno de un catequista con el humor de un búfalo, no es (al menos, no solamente) que “Cascarita” se equivoque cada vez que tiene a bien teclear. O que sea la peor brújula filosófica del mundo, porque ni siquiera es infalible en el error, sino que en ocasiones acierta (existen “Cascaritas” de todos los colores, pero digamos que alguno de ellos es progresista, noble y de buen corazón y que, de pronto, se le juntan los cables y atina). Y eso lo hace aun peor. El problema es que millones de personas mostramos un ansia irrefrenable por abrir la boca y opinar. Aunque lo hagamos sin tomar la precaución de tener algo que decir. Y nos quejamos de la falta de diálogo en las redes, encima, cuando, por regla general, juzgamos instantáneamente cualquier matiz en una discusión como imbecilidad o cobardía, y además tenemos la loca esperanza (no albergada ni siquiera por filósofos poco contemporizadores, como Platón) de que nadie nos toque ni con el pétalo de una refutación. Estamos incapacitados para el diálogo, sí, pero porque no queremos oír. Queremos hablar y hablar y hablar. Porque para ese “Cascarita” que hay en cada uno de nosotros, llegó la hora de pasar al centro del escenario. Que venga, pues, el do de pecho.
Imagen de portada: Emilio Pettoruti, Arlequín, 1925.