Hilacha de otras preguntas
Se me permitirá la siguiente imagen, aun truculenta — al fin y al cabo, la Malinche vio escenas de similar violencia—: los Hombres de Mimbre (wicker men) eran estatuas antropomorfas gigantescas, huecas antes de ser rellenadas con víctimas que arderían entre los mimbres y la leña. El impacto que generaba en el espectador era, quizás, el de un efecto Droste inverso. En vez de replicarse hacia un fondo infinito, las imágenes saltaban hacia adelante, hacia los ojos de quienes contemplaban, temerosos, aleccionados o satisfechos. Tomo sólo esa imagen del paganismo galo, discutida históricamente, para reformularla y visualizar cómo los materiales de la exposición Malinche / Malinches 2020 / 2021, trabajados (etnográfica, testimonialmente) desde finales de octubre del año pasado y plasmados este agosto en el recinto del Museo Universitario del Chopo, podrían formar un cuerpo colectivo. No sería una Malinche de mimbre; quizás sí un cortafuegos hecho de 109 participantes (no sólo artistas, sino periodistas, académicas, etcétera) que, al asumirse “malinches”, se insertan en la corriente histórica (un manto ya transecular) sobre este personaje/mito. Sin la pandemia, ¿qué tipo de proceso compositivo habría sido el que vemos en el museo? El encierro y las nuevas tecnologías que nos han ido adelantando los resultados —sin internet, ¿por qué ojos de cerradura habrían salido estos materiales?— permiten que la “biografía colectiva audiovisual” (y “falsa”, también, en denominaciones del resultado alentado por La Máquina de Teatro) se componga de retazos. “En el collar cada hormiga era un animal para el ojo”, completaría la Herta Müller de La piel del zorro. La Máquina de Teatro informa, un centenar de participantes traducen, la Marina siglo XXI dicta y este escribiente escribe, por remedar la fórmula que Margarita “Margo” Glantz Shapiro, mexicana con papás de la ucraniana Odessa, recoge de Diego Muñoz Camargo (Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala: “El indio informa, Marina traduce, Cortés dicta y el escribiente escribe”). Pero, ¿qué nos está sugiriendo Marina en el siglo XXI? Glantz —la iniciativa homenajea a la estudiosa de artículos tan influyentes para este proyecto como “Las hijas de la Malinche”— aplica a doña Marina el nombre de “faraute”, en la línea de López de Gómara, por las tareas que realizó entre los grupos con que interactuó. Quizás, el encauzamiento y la intermediación sugeridos por Glantz los captaría mejor una palabra con menos aire a corte medieval. Si adjetivamos a la Malinche como “trujamana”, palabra de origen árabe, podríamos connotar —e iluminar, como fuegos de artificio cíclicos pero fugaces, luces y sonidos instantáneos para volver a la oscuridad y al silencio— el choque y la interrelación entre lo español y lo indígena, choque de fuerza similar a lo godo y lo árabe medio milenio antes de la Malinche. El resultado del proyecto no es unívoco, aunque puede que sí lo sea su impulso: tasar cuántos trozos de pan o piezas de tela —Glantz: “trabajo el fragmento como se ensamblan los mosaicos, obra elaborada con teselas, es decir, con trocitos de piedra, cerámica o vidrio”— de “protofeminismo”, “mestizaje”, “plurilingüismo” y otros guiños al presente desperdiga la construcción de la figura de Malinche durante medio milenio. Redimensionar estos trozos y piezas como acicates, críticas o ideas es el mencionado cortafuegos contra la “construcción de la enemiga” y “traidora nacional” —expresiones corváceas que debaten Lydiette Carrión y Daniela Rea, dos periodistas que saben acotar y contar—, un proceso que se opone a la desmitificación que, a nivel de política estatal mexicana y por degradación, ha estatuizado a Malinche como antesala a quemas cíclicas. “¿Qué hay del otro lado del mar, Malinche?”, pregunta en un video Alicia Laguna, mientras nuestros papeles caen sobre el lecho. La imagen es de sueño retroactivo e hilacha de otras preguntas: si en el museo no se nos cuenta un centenar de veces la historia de Malinche, ¿qué se nos está contando? ¿Una pretensión de segregación de Cortés, como se sugiere, en broma militante, en uno de los conversatorios? ¿O el reforzamiento de marcos íntimos, otro efecto Droste de “cómo fugarme de mí/ si de mí fui segregada”, en versos de Cruce de cebra de Luisa Govela recreados por Sandra Muñoz? En esta propuesta de La Máquina de Teatro en El Chopo basta el vocativo para ser Malinche y, por principio catalogador, es Malinche todo lo que entró en esta exposición. El resultado es irreductible y multipropósito; las coincidencias, esfuerzos en la órbita de interpelaciones mexicanas, universales. Por ejemplo, si Hayde Lachino asume que “las desapariciones de mujeres tienen que ver con que el cuerpo femenino produce valor”, debemos preguntarnos por lo verdaderamente definitorio de ese tipo de desaparición violenta. Ni la respuesta inspirada en Rita Segato ni otras pueden ser generales, sino biográficas. Lo son las piezas de esta exposición, túmulos o pararrayos portátiles, aunque algunas aportaciones dejen tan estupefacto (una participante bajo la lluvia, perdón: bajo la ducha) como me deja el vendedor de pararrayos del cuento de Melville. “¿Somos prisioneros de nuestras palabras, Malinche?”, continúa cuestionando Laguna. Sí, lo somos, pero no porque las palabras nos encierren, sino porque unas veces nos hacen deudores y otras, acreedores. Sin duda, “los tiempos de manzana de corazón puro” (Govela/Muñoz) nunca han regresado. ¿Estarán escribiendo, entonces, las participantes cartas retroactivas a la Malinche, soliloquios pasados por el ojo de la cerradura, folletos ígneos a las mujeres que les preocupan en este México siglo XXI? A veces, la crudeza de esta Malinche máquina es tal —“pasen, vean a la niña convertida en araña por acostarse con su padrastro” (Govela/Muñoz)— que le veo contrapuntos en la inflamable Ofelia de La Máquina Hamlet: “Ayer paré de matarme”. Pero la furia es al miedo lo que el esqueleto de ballena al de persona. Insistamos en que la Malinche no es estatua de mimbre y que puede inclinarse, horizontalmente. Toztli Abril de Dios, en los alrededores secos del Guanajuato más sangriento —enero de 2021, de pandemia y de tiempos tan violentos que en el Bajío se instauró la pena de las lenguas cortadas— legó dentro de un vaso de unicel a un muñequito, sobre un lecho, a la voz de “este hijo nuestro se llamará Martín” Cortés Malintzin. Una mujer tecleará por otra mujer y no tiene por qué deberse a la mudez, ni al dolor (que, como el robo, es, al fin y al cabo, una deuda incobrable), sino a algo más. Entendible fácilmente si se acepta que la Malinche se dobla, dispuesta horizontalmente como barcaza.1
Imagen de portada: Grabado de la Malinche, 1885