Sacan las últimas piedras de cimiento, excavan hasta el fin de los postes, luego los izan. Han llegado a lo más hondo de la casa, donde sus moradores nunca estuvieron. Ellos vivían la casa olvidados de cómo ésta entraba en la tierra.
Por los alrededores clasifican restos encontrados. Hay pedazos de loza doméstica, un picotillo indistinguible de cerámicas y una vieja botella de cerveza saca el pico. Han descubierto muchas, usadas en la construcción como relleno. En el calor del día se piensa en la sed de albañiles de hace siglos y la gente vuelve a empinarlas, huelen sus picos a ver qué queda de la vieja beer.
Toda la tarde criban sin que aparezca nada, se aburren. La tierra pierde olor vegetal, es más parca en señales y se hace menos suelta. Si antes llegó a apestar a grasa de lombriz, a apricot (humus, el plancton de las tierras), ahora sube de ella un olor mineral. Es como si cruzáramos de una edad a otra. Como si afilaran un lápiz de grafito sobre una hoja en blanco.
Encuentran un hierro, la hoja de hierro de un instrumento de trabajo. Del mango de éste no queda ni una astilla. Lo único que persiste es mineral: loza, botella, hierro. La tierra se demuestra fiel a sí misma, avara, vengativa. Del viejo bosque aquí no queda nada, lo vegetal ardió en la boca del tiempo.
El hallazgo de hierro parece una excrecencia, mierda de tierra que limpian con cuidado. Transcurrida la tarde en descubrimientos pequeños, ahora nada es más justo, más hermoso que esa lámina de hierro. Regresa limpia, elemental, la adoración del hierro por los hombres.
Casi al final de la jornada descubren unos huesos. Pequeños, enrevesados como los del oído humano. Un estrato tan hondo se presta para conjeturar ritos desconocidos, luego identificarán el lugar como un cementerio de quelonios, como un lecho de río. (Y aquellas jicoteas de Masabo, que no las tengo y siempre las alabo… Excavando en el deseo).
De noche el sitio queda solo. Llueve, y a pesar de las previsiones, la excavación se llena de agua. Después de tanto tiempo la lluvia llega al bosque que no existe.
José Lezama Lima escribió que, al comer, el cubano se incorpora el bosque. Lo dice un personaje suyo en unas páginas de novela donde abundan las etimologías descabelladas (‘yuca’, jugo de Baco; ‘boniato’, del latín bonus) y las más fantásticas hipótesis sociológicas, como aquella que divide en dos tipos, en dos bandos del gusto, a los campesinos cubanos: los que abusan del café y los que abusan del boniato.
También en otro texto suyo, Corona de las frutas, Lezama partió en dos a propósito de gustos. Inventó güelfos y gibelinos del paladar: quienes ponen la piña sobre el mamey y quienes ponen el mamey sobre la piña. Aclaró que no podía ser de los segundos y siguió con el elogio de la piña. Llamó allí a la papaya mantequilla de las frutas.
Al manejar de esta manera una razón binaria, no podía andar muy lejos de prestar a los sabores diferenciaciones aceradas, sexuales, pues lo que está en el fondo de todo binarismo es la irreconciliación del uno y el cero, lo macho y lo hembra. Por eso viene luego, en esas mismas páginas de la novela Oppiano Licario, la relación que tiende el cubano entre comer y templar, entre comida y sexo.
Incorporar, meter en el cuerpo, es verbo que cumple con esas dos devoraciones.
Incorporarse el bosque… La caza furtiva y el encuentro secreto de los amantes. Cuando el cubano come, cuando ama, cruza el horror que esconde el bosque en las viejas leyendas, la pesadilla en que los árboles avanzan hacia el castillo. Comer y amar son formas del delirio.
Lezama Lima tenía un modo especial, personal en muchos casos, de tratar con palabras. Incorporar, sinónimo de amar y de comer, debió parecer un raro, caprichoso uso lingüístico en los años en que escribió Oppiano Licario, una voluta más de su barroquismo.
En la Cuba de los años setenta incorporarse no podía ser otra cosa que volverse sumando de organizaciones políticas, entrar a la obligatoriedad del servicio militar o marchar a cortes de caña. La propaganda gubernamental repetía ese verbo, no ha dejado de repetirlo. Designaba con él la desaparición del individuo por requerimientos históricos. No debía existir otra meta personal que la de convertirse en un grano del tazón donde vendrían a comer fuerzas mayores, sobrehumanas.
En las páginas de su novela, José Lezama Lima subvirtió tal estado de cosas. Desde su propia hambre, desde la marginación y la pobreza, confió en que el hombre era la boca principal. Soñó que toda la naturaleza servía al apetito del hombre y que, al comer, el bosque le penetraba por la boca. Era, sin duda, un sueño erótico. Una especie de anunciación: la madre del Buda soñó en la suya que un elefante de muchos colmillos le entraba por un costado.
Un sueño como éste de José Lezama Lima se encuentra en el principio de las letras cubanas, en el cortejo de comidas del Espejo de paciencia. Allí desfila el bosque animizado. Se echan de menos los dones del mar en Silvestre de Balboa, también en Lezama. Esta ausencia parece aludir a la interioridad de las comidas cubanas, a su carácter de monte adentro. Al comer, el cubano se asegura una continentalidad que no posee. Come como si lo respaldaran extensiones mayores, se considera dueño de un imperio tan vasto como el de Carlos V. El mar, las costas, forzosamente tienen que hallarse lejos.
Las comidas cubanas aluden poco a un afuera. Son centrípetas más bien. Un plato es un apetito desmesurado de tierra, se convierte en un pozo, un corredor a no se sabe dónde. Al Lugar De Donde Vienen Las Comidas Sabrosas posiblemente. A Cuba o como quiera que lo llamen.
Comer es hundirse, excavar, sacar afuera raíces, cimientos, postes. Las materias más ligeras se mineralizan al hundirse en grasa. Las comidas cubanas son el bosque al aceite, es decir, a la luz del sol. Son el bosque entre la luz lunar de la manteca.
Lo vegetal, cortado en lascas, en rodajas, vuelto frituras, se escarcha, cristaliza, cruje, y un poco antes de llegar a lo chatarriento al color del hierro oxidado, se extrae del fuego, tan mineral a veces que lleva el mismo nombre que cigarras pequeñas: chicharritas. El bosque llueve así en monedas avivadas. Las grasas prestan una cubierta dura a las carnes vegetales, las atraviesa el diente para que después la lengua (no hay placer sin obstáculo) consiga lo suyo: el corazón tierno, los brotes y las yemas, la pasta de las savias.
Entre finales del siglo pasado y principios de éste, una marquesa cubana ofrecía cenas en su casa de Madrid. Su nombre era María de la Concepción Domínguez Cowan, su título el de Marquesa de Mont-Roig. Había nacido en Cuba y de este accidente le quedaban, además de otros rasgos de carácter, el apego por las comidas lejanas.
La marquesa estaba en el secreto de que sus antecesores habían vuelto al revés la isla en busca de metales preciosos, de que encontraron poco y de que la única minería que daba frutos suficientes en aquella tierra era la que sacaba de ella raíces y tubérculos comestibles. Y su apego iba hacia aquellas comidas, casi imposibles ya.
Conseguir alimentos tan raros en Madrid, alimentos para los que no arribaría nunca estación favorable, costaba sumas importantes a la marquesa y bastante trabajo a sus criados. Las tiendas de ultramarinos se encontraban avisadas y a los ojos de sus dependientes la marquesa de Mont-Roig debió tener fama de excéntrica, de coleccionista de pájaros raros.
Poco a poco, por aquí y por allá, acopiaban yucas y ñames y malangas. Los criados españoles de la casa empezaban a abrir la despensa como si se tratara de un gabinete de egiptología. Pues aquellas piezas lucían como momias y, si habían de creer en la palabra de la dueña, se trataba de alimentos aunque momificados. Una mesa descubierta en Pompeya o Herculano podía estar servida con aquellas cosas. La marquesa llevaba sus caprichos gastronómicos más lejos que el emperador ante la piña.
Y llegaba el día, un día especial, en que todo aquello avanzaba hacia la mesa. Ocurrían entonces las cenas más pensadas de la casa. Con sumo cuidado se elegía el nombre de los invitados. Sin faltar golpe de efecto, entraban las fuentes al comedor. La dueña de la casa se extendía en palabras acerca de los manjares ofrecidos. Debió conocer ese poco de historia natural que precisa una mujer de mundo. No ha quedado referencia de esos discursos suyos a la mesa, podemos imaginarlos mitad alabanzas y mitad instrucciones. (Emilio Salgari hizo una vez que un personaje suyo huyera de enemigos en un paisaje tropical y se ocultara tras el árbol, frondoso según él, de la malanga).
Ha llegado, en cambio, hasta nosotros el comentario con que uno de los invitados de la marquesa de Mont-Roig, extrañado seguramente, agradeció una de aquellas cenas. Le tenía confianza a la anfitriona (dar y tomar confianza con relativa soltura pudo ser otro rasgo de nacimiento de la marquesa) porque la llamó Concha.
—Concha —le dijo—, muchas gracias por el plato de maderas de su tierra que comimos.
¿Qué habían servido aquella noche? ¿Yuca dura de tronco leñoso? ¿Ñames endurecidos por el frío español? Frente a su plato, mientras lo masticaba, aquel invitado de la marquesa de Mont-Roig percibió algo semejante a lo que vería un personaje de novela de José Lezama Lima. Las maderas cubanas, que cerca de Madrid, en El Escorial, tenían su templo, y cerraban en la propia ciudad la basílica de San Francisco el Grande, penetraban por la boca a llenar el apetito. Los cubanos se comían sus bosques. El mismo sobrecogimiento de quienes vieron por primera vez cómo un hombre fumaba hojas de tabaco, debió venir de aquellos platos. Entre esa gente de la isla y todo lo vegetal que les rodea —pudieron decirse los comensales de la cena en Madrid— parece establecida una relación contranatural, desordenada.
Antonio José Ponte, “Tres”, Las comidas profundas, Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 2017, pp. 23-30. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Raíces de yuca, 2005. Fotografía de David Monniaux. CC.