“Me haré pasar por un hombre normal que pueda estar sin ti, que no se sienta mal, y voy a sonreír para que pase desapercibida mi tristeza” Espinoza Paz Si mañana no me ves
La mañana del 8 de septiembre de 2017, la estudiante Mara Fernanda Castilla fue golpeada, violada y estrangulada. Su cadáver fue abandonado en un predio a orillas de la autopista México-Puebla. Tras el hallazgo de éste, realizado casi una semana después del reporte de su desaparición, se descubrió que en mayo la joven de 19 años había participado en la campaña de protesta digital contra la estrategia de revictimización que la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México empleó al difundir el caso de Lesvy Berlín, una joven de 22 años cuyo cuerpo fue hallado el 3 de mayo en las instalaciones de la UNAM. “#SiMeMatan”, decía el tuit que Mara Fernanda publicó en su cuenta de Twitter, “será porque me gustaba salir de noche y tomar mucha cerveza”. Predeciblemente, además de los mensajes que respondieron al tuit de Castilla con dolor, impotencia y reclamos de justicia, no faltaron voces que incurrieron en la misma actitud que el propio hashtag pretendió denunciar originalmente: resaltando, por ejemplo, las “obvias” consecuencias del “libertinaje”, culpando a la víctima por haber provocado la violencia sufrida, o de plano defendiendo la idea de que toda masculinidad comporta un importante elemento de agresividad del que las mujeres deben cuidarse, o al que deben someterse, y minimizando el asesinato de Castilla bajo el argumento de que las principales víctimas de la violencia en México son los varones, no las mujeres. De este conjunto de “reacciones defensivas” que soslayan el rol que los hombres desempeñan como ejecutores de todo tipo de violencias en nuestro país, me parecen especialmente preocupantes los textos periodísticos que incurren en estas mismas estrategias discursivas a la hora de informar a la sociedad sobre crímenes violentos cometidos en agravio de mujeres. En particular, y desde hace varios años, ha llamado mi atención cierto tipo de relato periodístico que presenta al victimario feminicida bajo el concepto del “hombre normal”: miembros perfectamente funcionales de la sociedad que, provocados por las acciones negativas femeninas, “pierden el control” y cometen violaciones y homicidios. Una de las primeras notas que consignan el asesinato de Mara Fernanda Castilla, publicada en el portal digital del diario Milenio durante la madrugada del 17 de septiembre, se centra en la aparente incongruencia entre la “normalidad” de Ricardo Alexis Díaz, presunto victimario de Castilla, y la brutalidad con que la que despachó la vida de la joven después de haber abusado sexualmente de ella:
No había nada extraordinario en su historia. Tenía un empleo, vivía con su pareja, era un hombre normal [el énfasis es mío]. O lo fue… hasta que se le presentó una oportunidad para delinquir: una joven hermosa, de 19 años, dormida en la parte trasera de su vehículo.
Este relato coloca al presunto victimario en un papel pasivo (la oportunidad de violar y matar “se le presenta” sin que él la busque; llega sola) e insinúa que fue la propia víctima —con su belleza, juventud e indefensión tentadoras— quien provocó su deseo asesino. Propone, además, una idea de la sexualidad masculina como “naturalmente” agresiva e incontrolable, una suerte de impulso o “zumbido” mental contra el que Díaz lucha (“Por espacio de 20 minutos, Ricardo Alexis pensó qué haría con la joven”) antes de sucumbir, impotente y desesperado, a los instintos que todo “hombre normal” generalmente es capaz de contener.
Hace ocho años, en septiembre de 2009, el periódico veracruzano Notiver publicó una nota en donde se consignaba el feminicidio (aunque la nota no empleaba este término) de la maestra de idiomas Alma Luz Sánchez a manos de su novio Juan Andrés Bautista, bajo el titular “La quema viva, cruel venganza”. El relato se concentra en la confesión de Bautista, quien es descrito por el reportero Alberto Ayala Rojas como un hombre “tranquilo” y “seguro”, con un hablar “pausado”. El relato de Ayala inicia con el recuento de las violencias que Bautista cometió contra su entonces novia, Alma Luz Sánchez, y termina con los motivos del sosegado inculpado: al filo de la medianoche, mientras su novia dormía, Bautista la golpeó en las piernas con una pesa de ocho kilos hasta provocarle fracturas expuestas; la ató, amordazó y violó analmente con un tubo y posteriormente bañó su cuerpo con acetona y le prendió fuego, mientras ella aún se encontraba con vida; todo esto “en venganza por celos y porque ella lo humillaba; aunque nunca pensó en matarla, sólo quería castigarla, pero la situación se salió de control”.
Resulta francamente escalofriante la manera en que Ayala Rojas presenta el crimen de Bautista como una “venganza”, que según la Real Academia de la Lengua hace referencia a “una satisfacción que se toma del agravio o daño recibido”. Al emplear este concepto, el reportero implica que, antes de haber sido ejecutor de la tortura y el asesinato de Alma Luz Sánchez, el victimario fue primero objeto de las reiteradas agresiones de su novia, que la nota consigna in extenso: Alma Luz Sánchez “constantemente lo menospreciaba”, “lo sobajaba, lo humillaba, pues le decía que él no era el hombre adecuado para ella, ya no quería seguir la relación, sobre todo porque él no encontraba trabajo”. Además, “el ahora detenido guardaba mucho rencor contra la maestra, con quien llevaba una relación enfermiza, llena de celos por parte de él”, en gran medida porque en algún momento de su relación “ella se embarazó de otra persona viviendo en Estados Unidos, mientras que Juan Andrés Bautista trabajaba en Canadá, pero ella no quiso tener el producto, aunque él le propuso que lo tuvieran, también por problemas económicos”. La relación de causalidad que el relato establece entre las humillaciones y desprecios de Alma Luz Sánchez y la violencia feminicida de Juan Andrés Bautista presenta esta última como la consecuencia lógica y hasta natural de las primeras.
Inevitablemente me viene a la memoria la crónica “El joven que tocaba el piano (y que descuartizó a su novia)”, publicada en septiembre de 2014 en la revista Emeequis, y que trata, según afirma su introducción: “De cómo un joven de 19 años, deportista, amable, educado, talentoso, se transformó en alguien que no era él y terminó por encajar un cuchillo en un cuerpo sin vida”, un desafortunado eufemismo para referirse a las acciones que Javier Méndez cometió en agravio de Sandra Camacho, una joven de 17 años a quien golpeó, estranguló, descuartizó y arrojó en bolsas de basura en basureros y andadores de Tlatelolco. La crónica fue recibida con grandes muestras de indignación por parte de lectores que acusaron a su autor, el premiado periodista Alejandro Sánchez, de presentar a Méndez como la víctima de la agresión de Sandra Camacho, quien supuestamente (en la versión que Méndez rinde ante las autoridades al momento de su detención) lo había atacado mofándose de él y de sus logros excepcionales. La muerte y mutilación de Sandra Camacho, se infiere en el texto, fue el resultado accidental de una reacción defensiva e instintiva ante una serie de ataques que fueron escalando, pero que iniciaron como agravios al amor propio de Méndez.
Él trata de defenderse como puede. Es lo único que quiere. No le quiere pegar, sólo defenderse, pero la golpea en la cara. Ha sido un accidente (…) Como si no fueran suyas, las manos de Javier se aferran al cuello de Sandra. Aprietan, más y más. Javier no lo ve en ese instante, pero se comporta como si otra persona tomara posesión de él.
Una vez más se nos presenta al victimario como víctima de las agresiones y desprecios de una mujer, y víctima también de su propia rabia desbordante: “[Méndez] no sabe qué le ocurrió, por qué lo hizo. Ha llorado, ha pedido que le crean, que no es una mala persona, que no entiende, que no tenía mala intención, que perdió el control”.
Tal vez parte de la fascinación que algunos periodistas sienten por estos “hombres normales que pierden el control” proviene del contraste entre la aparente funcionalidad de estos sujetos “normales y ordinarios” y la fantasía racista y clasista, cuasi lombrosiana, de que los criminales violentos, especialmente los que incurren en la tortura y el abuso sexual, son mayoritariamente pobres, incultos, intelectualmente deficientes y poseedores de características físicas que la ideología dominante considera “racialmente inferiores”. Durante mucho tiempo, esta “anormalización” o “monstrificación” del feminicida ha servido para disfrazar la terrible y recurrente violencia contra las mujeres, presentando sus manifestaciones más graves como excepciones, en vez de exhibirlas como el extremo de un continuo de abuso generalizado y socialmente aceptado hacia el género femenino, resultado de relaciones de poder históricamente desiguales y de una cultura que tradicionalmente promueve la idea de la inferioridad de la mujer. La “normalización” del feminicida es la cara seductora de la “monstrificación”, la reproducción romántica, “en positivo”, de una misma estrategia discursiva cuyo poder de seducción tendríamos que esforzarnos por confrontar y desnudar.
Imagen de portada: Emil Nolde, Naturaleza muerta con máscaras III, 1911.