Yo siempre he querido ser normal. Yo sé que no me ha resultado demasiado. Sé que a primera vista soy más bien estrambiotico. Ni hablo, ni escribo, ni camino, ni pienso como todo el mundo, pero juro que me encantaría hacerlo. Gran parte de lo que escribo intenta averiguar qué piensa el hombre común, qué piensa el hombre de la calle. Con el tiempo me he dado cuenta de que ese hombre común, este hombre de la calle no existe. Pero sigo empeñado en inventarlo, en refugiarme en él. Mi verdadera fobia por lo raro y los raros nace en el seno mismo de mi familia. En ella la rareza siempre fue cultivada con verdadera fruición. Entre mis parientes un hijo sólo empieza a ser querido cuando no habla hasta los diez años, o dibuja perfectamente a los tres, o llora porque dios no existe a los cuatro.
La cosa empezó con mi bisabuela, que se dedicaba a enseñarle inglés a la gente en la micro y a bañar en una tina a los pretendientes de sus hijas. Un día decidió que odiaba el campo y obligó a su marido, agricultor, a abandonar todas sus tierras para venir a Santiago, cuidad donde decidió que el día se acaba a las seis de la tarde y que el papa no podía ser el vicario de Cristo porque usaba capa de armiño. Entre sus hijos se desarrollaron dos facciones, los que aceptaban la locura como una fatalidad y los que trataron de ser católicos y normales hasta que la vejez les quitó la careta y quedaron las excentricidades a vista y paciencia de los mortales. Catolicismo y locura quedaron para mí mezclados en una sola realidad. Nada impresionante que los más excéntricos de mis parientes sean del Opus, o el Schoenstatt, o recen compulsivamente.
Todo en mi familia se hace compulsivamente, todas las fes son asumidas con fanatismo incendiario. Entre mis tíos hay siloístas, esotéricos, inventores, izquierdistas, nietzscheanos, todos están permanentemente haciendo discreto pero constante proselitismo de alguna panacea universal que les salvó la vida. Otra fe familiar, más repandida aún, es la inactividad pasmada, la flojera hecha estado karmático en que todos y cada uno en algún momento de su vida se hundieron.
Más allá de en qué creen o quieren creer mis parientes, lo que sobresale en ellos es una verdadera pasión por ser diferentes. Una inevitable necesidad de hacer todo al revés de los mortales. Disimulando, claro, para que no nos pillen. Mi abuelo fue un diplomático con un buen pasar y una cara de gentil caballero chileno. Era también el inventor de un completo sistema de trenes con imanes (estaba obsesionado por encontrar cualquier forma de evitar la esclavitud del petróleo), del computador con la letra del usuario, y varias patentes que paranoicamente sabía que le estaban robando. Quiso querellarse contra Fellini porque según él le robó el argumento de su única novela de éxito (La luna era mi tierra) en Amarcord (1973). Murió golpeándose el pecho seguro de que así, a puro golpe e insultos, lograba romper el tumor que se alojó en sus pulmones. Los últimos años de su vida apenas podía moverse porque llevaba debajo de la ropa una armadura de cobre que él aseguraba lo curaba de todos los males.
En su juventud fue administrador de fundo; ahí un día se dedicó sin razón especial, sin motivo, a hacer un agujero. Pero no era sólo raro, sino coleccionista de raros. Con unos amigos inventó una empresa que solucionaba desde problemas de gasfíteres hasta problemas existenciales. Tenía toda suerte de amigos del círculo hermético o simples tarambanas borrachos. Pero la mayor excentricidad de mi abuelo fue tener quince hijos. Con ellos la recolección de casos excepcionales se hizo frenética. Uno que chupaba chupete hasta los 26 años (porque su esposa se lo prohibió), un primo que adquiere la personalidad de su interlocutor, todo tipo de inventores, sexólogos argentinos, y otro pariente que sólo cree en San Pablo pero no en Cristo, y su hijo que cree que vive en la corte de Luis XIV. Mi madre contribuyó con el extraño museo de estos ciudadanos extraviados casándose con mi padre. Él aportó otra colección completa. El senador tímido, la señora bien que deja mojones de caca en los asientos de taxi, los gemelos que remataron los bienes del arzobispo mientras éste dormía siesta, la mujer que paraba aviones en plena pista para preguntar si iban o no a donde ella quería ir.
Podría seguir la enumeración hasta el infinito. Sé que a esta altura puede parecer excesivamente literaria. Y es cierto que en mi familia es imposible separar la parte del relato que es real y la exagerada, la deformada, la delirada. Es justamente la base de la rareza de mis parientes: su incapacidad de distinguir lo que sienten de lo que ven, lo que piensan de lo que dicen, lo que hacen de lo que quieren evitar hacer. Yo porto esa confusión, pero escribo. De alguna forma la literatura es un medio de encontrarme con mis parientes, sin la incomodidad de sus destinos, del dolor sufrido por cada uno de ellos en el ajuste con el mundo. La literatura, en que cierta rareza es normal, es mi manera de volver al mundo sin excentricidades demasiado profundas, mi modo de ser normal contra los genes, la sangre y las mismas ganas. La literatura es una defensa, otra más, contra la raza.
Imagen de portada: Ilustración de Santiago Solís, de la serie Caretas