Sabemos que hay ciudades inmediatamente literarias, esquinas y calles que te obligan a escribir tu propio relato de exploración o a dejar tu prescindible rastro de selfies y tweets. La medida de lo inmediatamente literario está marcada por el número de narraciones que preceden a la tuya, las toneladas de letras vertidas por anteriores voyeurs que han construido, sobre la ciudad material, otra quizá más importante de imágenes y signos. Así que tu historia tendrá que apoyarse en las que te preceden hasta transformarse en otro ladrillito de esa urbe simbólica tan sólida como la que recorres con las piernas. Por más que te esfuerces, Nueva York, La Habana, Estambul, Barcelona, Londres, Buenos Aires o la Ciudad de México nunca te pertenecerán del todo y quedarás abrumado por el tamaño de sus mirones más ilustres (de Baudelaire a Carpentier, de Pamuk a De Quincey, Laforet, Auster, Padura, Poniatowska, Monsiváis o Villoro), que han explorado con mayor fortuna aquello que Walter Benjamin señaló en Dirección única o el Libro de los pasajes: que la ciudad emerge como un constante entrecruce de gestos y palabras. Como no podría ser de otro modo, Ejercer la ciudad en el México moderno se sitúa en esta misma confluencia entre “la construcción y la representación” (cito a su autor), a partir de una selección de prácticas espaciales y textuales que nos conducen por una particular cartografía desde los años treinta hasta finales del siglo XX en la Ciudad de México. “Ejercer” la ciudad implicaría, según la clave de lectura de Juan G. Gelpí, moverse por un espacio inestable en el que las “prácticas significantes” que dialogan con él, desde el ensayo de Samuel Ramos y Octavio Paz hasta la crónica de Salvador Novo, José Joaquín Blanco o Carlos Monsiváis; la escritura testimonial de Elena Poniatowska, los proyectos arquitectónicos de Mario Pani o los boleros de Agustín Lara proyectan las tensiones entre la alta cultura y la cultura popular, las zonas de máxima visibilidad (las masas en hora pico, el espectáculo público, el colapso automovilístico) y las secretas (las subculturas, el activismo político, los intercambios eróticos, la represión estatal o el crimen), con las cuales se puede trazar un mapa de las subjetividades que concurren en el espacio urbano y el modo en que “ejercen la ciudad”.
En la Ciudad de México este viaje literario se ha enriquecido con ingredientes especialmente alucinatorios. Si las primeras crónicas nos sitúan sobre un territorio mágico, surcado de mitos preexistentes y aventuras épicas, el más reciente proceso modernizador (por el que una capital periférica y anodina se transforma, en tiempo récord, en una de las mayores metrópolis del mundo) no hizo sino reforzar esta inclinación por lo fantástico. Las cifras de población, ocupación territorial, migración, tráfico, contaminación, serán en sí mismas fascinantes, así como las continuas amenazas de apocalipsis: terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, carestía de agua, que abonarán el terreno para la exageración, uno de los géneros más cultivados por el chilango. La sensación es que a partir de la década de 1930 no ha dejado de aumentar el extrañamiento del habitante capitalino ante la ciudad, y no ha dejado de sorprenderse con las múltiples dimensiones de un entorno ilimitado, tan insondable en su pasado como interminable en sus fronteras físicas. Comenzaré a exagerar: la otredad es una dimensión inexistente en la Ciudad de México, donde todo se expande y rearticula; sólo es cuestión de mirar al trasluz o rascar en la superficie, especialmente fina aquí, para abrirse a nuevos universos en progresión infinita. Gelpí parte de las transformaciones propias de lo que se conoce como “la segunda modernidad mexicana” (llámese migración masiva, crecimiento urbano, milagro económico, transformación violenta de la geografía o ascenso de la cultura popular y de las masas citadinas) para establecer la interesante asociación entre escritura y territorio sobre la que gravita su obra: mientras el “ensayo culturalista”, cuyo paradigma lo encarnan Samuel Ramos (El perfil del hombre y la cultura en México, 1934) y Octavio Paz (El laberinto de la soledad, 1950), “se construye a partir de interiores” como un modo de rechazo “al diverso y confuso espacio de la ciudad moderna”, otras textualidades alternas como el bolero de Agustín Lara, filmes urbanos como Distinto amanecer o las obras de Salvador Novo, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y José Joaquín Blanco afirman el acto del paseo, negado por los anteriores, para incorporar su hibridez de voces y alimentarse de la cultura de masas. Mientras el ensayista cultural se relaciona desde “la fobia” con los amplios márgenes sociales, el cronista se interna por sus zonas de contacto con el universo intelectual. A partir de esta dicotomía interior-exterior, Gelpí establece una segunda variable de género que ha gozado de un amplio recorrido hasta nuestros días, y que ya en la “polémica nacionalista” de 1932 se hizo explícita cuando los jóvenes “cosmopolitas” (Salvador Novo, Xavier Villaurrutia o Jorge Cuesta) fueron acusados de “maricones” y “jotos” por el bando “nacionalista”. Gelpí asocia los espacios interiores del ensayismo cultural, su núcleo de referencias, sus redes sociales e institucionales, con un universo “masculinista”, una “homosociedad intelectual y urbana” constantemente retada por las posiciones exteriorizantes de los cronistas mencionados (Novo, Monsiváis, Blanco), quienes ven en el caos citadino y la multitud el terreno ideal para desarrollar un homoerotismo con el que signan su mapa de la ciudad. La voz de quien mira sin mezclarse se opone, física y simbólicamente, a la del paseante gay y su “sexualización del espacio urbano” en busca del contacto con lo diferente, excitado ante la novedad, estimulado por el juego de mirar y ser visto, atraído por los espacios de exhibición y ocultamiento. En el caso de Poniatowska, Gelpí se interesa sobre todo en libros como La noche de Tlateloloco o Hasta no verte, Jesús mío, por el testimonio como lenguaje de la ciudad diversa e inclusiva, que a través de la inscripción de la oralidad desafía a esa otra ciudad que se esfuerza por marcar quién puede tomar la palabra en el espacio público, ordenar su diversidad constitutiva en los términos de la tradición intelectual, la institución cultural o la competencia lingüística. ¿Ejercer la ciudad en el México moderno es un ensayo sobre las diversas textualidades que han construido la Ciudad de México de las últimas décadas?, ¿sobre el discurso de género en relación con la más rutilante tradición de la crónica y el ensayo?, ¿una propuesta de lectura de aparatos textuales que trascienden el objeto impreso? Yo diría que sí, insistiendo en que el recorrido que nos propone es una apuesta por analizar la cultura urbana como un entramado de signos que dialogan entre sí y merecen una mirada de conjunto. Las confluencias que Gelpí aborda entre la escritura, la música, el cine y la arquitectura muestran cómo el tejido de la ciudad relaciona orgánicamente (aunque no de manera armónica), los más diversos lenguajes. Y es que quizás una de las claves principales de lo urbano resida en esta red secreta que vincula las oposiciones aparentes, y que no se detiene en las fronteras disciplinares con las que el mundo universitario suele interpretar estos fenómenos. Ejercer la ciudad en el México moderno prolonga una serie de acercamientos que, desde ámbitos académicos diferentes al mexicano (el libro se publica en Buenos Aires y Gelpí es catedrático en la Universidad de Puerto Rico), se incorpora a un amplio panorama investigativo en torno a la modernidad mexicana y los discursos culturales y de identidad que la acompañan. Los trabajos ya canónicos de Ignacio M. Sánchez Prado y sus Naciones intelectuales. Las fundaciones de la modernidad mexicana (1917-1959) (2009), Rubén Gallo con sus Máquinas de vanguardia (2005/2014) y Freud en México (2013), Claudio Lomnitz con La nación desdibujada. México en trece ensayos (2016), o Joshua Lund y su El estado mestizo. Literatura y raza en México (2017), añaden un interesante aparato historiográfico a los estudios que surgen desde México. En este caso destacaré trabajos como Los contemporáneos y su tiempo, extraordinario catálogo de la exposición homónima que acogió el Museo de Bellas Artes (2016), o los completísimos volúmenes que con el título de Segunda modernidad urbano-arquitectónica editó la UAM-Xochimilco (2014). Desde el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), Ricardo Pérez Montfort ha estudiado la construcción de la identidad moderna en obras como Cotidianidades, imaginarios y contextos: ensayos de historia y cultura en México (2008) o Expresiones populares y estereotipos culturales en México. Siglos XIX y XX (2007). También conviene citar la contribución del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM con la publicación de algunos trabajos de Aurelio de los Reyes en torno a la historia social del cine mexicano, o de Enrique X. de Anda Alanís sobre la arquitectura y los proyectos urbanos del México moderno. Bajo la coordinación de Alicia Azuela y Guillermo Palacios, este mismo instituto publicó en 2009 La mirada mirada. Transculturalidad e imaginarios del México revolucionario 1910-1945, que explora los imaginarios nacionales desde el intercambio entre México y Estados Unidos. Recomiendo estos títulos como parte de un corpus de plena actualidad. La misma excepcionalidad que impactó a quienes experimentaron el “milagro mexicano” (como ocurre en todo milagro y catástrofe) aparece como una fuente inagotable de interés por la Ciudad de México en su primera eclosión como sueño del desarrollo periférico y ejemplo de la urbe latinoamericana. La fantasía, tan cercana a la pesadilla, que precedió a la urbe moderna, no deja de reformularse en el siglo XXI a través de reflexiones como Ejercer la ciudad en el México moderno, que vuelve a reclamar desde el título una ciudadanía también dislocada entre los pliegues de la urbe disfuncional y caótica. Ahora bien, ¿acaso este desmadre no provocará la extraordinaria riqueza de escrituras que la recorren?
Imagen de portada: Juan O’Gorman, detalle de La ciudad de México, 1949.