El murmurar del agua se percibe a modo de música o palabras, como es posible apreciarlo en ciertas piezas de Debussy o de Schubert, pero en algunos pueblos las voces del agua realmente tienen algo que decir. En muchas comunidades de México es recurrente la presencia de fuerzas o espíritus conocidos coloquialmente como los “Dueños” o los “Señores del Agua”, que se encargan de producir la lluvia, el granizo y el rayo, entre otros fenómenos relacionados. Su poder es tal que, desde tiempos prehispánicos, los pobladores han mantenido rituales que involucran enormes esfuerzos colectivos para producir la comida y las ofrendas para los Dueños del Agua a cambio de sus dones de lluvia, crecimiento y abundancia, o del favor de abstenerse de destruir las cosechas con sequía, granizo o huracanes. Se trata, pues, de una meteorología cósmica que es a la vez sumamente práctica. Los cerros, las cuevas y los volcanes son los lugares de origen y las viviendas de esas fuerzas o potencias. En particular, los cerros se consideran las ollas donde los Dueños almacenan sus tesoros. Tanto los cerros como los Dueños del Agua son considerados con frecuencia personas similares a los humanos, aunque de tendencia caprichosa y de trato difícil. Por esto se requieren los servicios de especialistas rituales, a quienes podemos imaginar como diplomáticos o gestores que con astucia y perseverancia se encargan de llegar a acuerdos con los Dueños.1 Una de las regiones más exuberantes del país es la Huasteca meridional, un territorio de apasionantes investigaciones antropológicas donde conviven grupos con filiaciones etnolingüísticas tepehuas, otomíes, nahuas, totonacas y por supuesto, españolas. En esta región multiétnica, la imagen de la Sirena es prominente y se conoce también como san Juanita. Su aspecto es una figura híbrida femenina, mitad pez y mitad humana, que toma nombres diferentes en cada grupo étnico. Como personificación de la Dueña del Agua, la Sirena está al acecho de los humanos, a quienes desea atrapar y llevar a su mundo acuático. La podemos considerar sucesora de deidades antiguas como Uixtocíhuatl, la divinidad de las aguas saladas, y la inconfundible Chalchiuhtlicue, diosa del agua terrestre, los manantiales y los lagos. Ambas guardaban parentesco con Tláloc, el dios identificado con una olla, de donde emanan las nubes, la lluvia, la tormenta y el rayo. Para los huastecos la Sirena es la dueña de un mundo de abundancia, rico en siembras y lleno de minerales, que se extiende hasta las oquedades más oscuras de las cuevas y los manantiales conectados con el mar. Según los especialistas, es posible recorrer su reino a través de un flujo ininterrumpido de caminos de agua considerados las venas del mundo. Entre los nahuas de Chicontepec, Veracruz, el antropólogo Arturo Gómez ha documentado la ritualidad en torno a la patrona del agua, Apanchaneh, imaginada como una mujer joven pisciforme, de piel blanca o morena, pelo largo y con remolinos de agua sobre su cola.2 El cerro Postectitla es su lugar de nacimiento y el sitio donde tiene su cueva. Apanchaneh enseñó a los primeros hombres a trabajar la tierra y a producir sus propios alimentos. Se dice que éstos le daban los frutos de su trabajo en la agricultura y ella, a cambio, les regalaba sal y mariscos que brotaban de su cuerpo al bañarse. Intrigados por su capacidad generativa, los hombres acudieron a espiarla de noche y descubrieron su transformación en pez. Este hallazgo les molestó tanto que decidieron desterrarla y lapidarla. Su séquito de truenos (tlatomonianeh), relámpagos (tlapetlanianeh), nubes (miztli) y vientos la salvó y la llevó a la costa de Tuxpan, Veracruz, donde se dice que ahora reside. Después de este cruento suceso la deidad envió castigos a los humanos: ahogos en ríos, sarampión, varicela y todo tipo de enfermedades respiratorias, que los nahuas relacionan con el agua. Para solicitarle abundancia de lluvias, los chicontepecanos llevan a cabo el Atlatlacualtiliztli (“acción de dar de comer agua”), un ritual de petición de aguas que tiene lugar en diversos sitios sagrados. Anuschka van t’ Hooft y Arturo Gómez han documentado este ceremonial, que también involucra ofrecimientos para Tlacatecolotl (“hombre-búho”), su madre, Tzitzimitl, la Muerte, y los aires malignos integrados por fuerzas negativas, producto de envidias y hechicerías que es necesario aplacar y mantener en calma.3
Las cuantiosas ofrendas elaboradas por hombres y mujeres incluyen flores, rezos y abundante comida, así como sangre de guajolotes y pollos, alimento esencial y dador de “vida” a las figuras de papel cortado que encarnan dichas potencias. Cortando el papel se sacrifican las deidades que después, con la sangre de las aves, dejan de ser un simple objeto y recobran vida. Para personificarla, Apanchaneh es recortada en papel verde, blanco y azul y en su figura se delimitan los elementos acuáticos que la definen. Durante dicho ritual se hacen dos figuras, una masculina y una femenina, que son vestidas y atadas por la espalda para luego ser depositadas dentro de una olla que, a su vez, es ofrendada dentro de una cueva en el nivel más alto del Postectitla, donde se localiza su morada. Asimismo, en la cumbre de esta montaña los ritualistas visitan la cueva del trueno, en la que también se realizan ofrendas.
Por otra parte, entre los otomíes de Ixhuatlán de Madero, en Veracruz, la Sirena es llamada Xumpf Dehe. Para ofrendarla, las personas se dirigen tanto a los cerros sagrados como a los diversos cuerpos de agua donde gobierna a los peces, las acamayas y otros animales acuáticos. Aunque es comúnmente relacionada con la Virgen católica, en su forma de agua del cielo es san Juanita y es recortada en papel blanco. En cambio, en su personificación nefasta se asocia con las aguas sucias y contaminadas; en ese caso, la figura se recorta en colores propios de las aguas ominosas. A la Sirena, sostiene el antropólogo Israel Lazcarro, se le teme por su doble potencia para dar vida y arrebatarla igualmente.4 En su labor de Sirena Mala, por ejemplo, envía enfermedades a las embarazadas y se mantiene al acecho en ríos y en barrancas donde caen sus presas y comúnmente mueren ahogadas. Para los otomíes de San Bartolo Tutotepec, Hidalgo, al morir así te transformas en un muerto “no completado”, en un mal aire que se dedicará a recorrer lugares no domesticados por el hombre como las barrancas y malezas. Los malos aires acompañan en su reino al Zìthü, el “Señor de los Muertos”, otra poderosa potencia que comparte los lugares de culto junto a la Sirena, tal y como ocurre entre los nahuas durante el Atlatlacualtiliztli. Los cerros son quizá los lugares más importantes para los huastecos. Se trata, pues, de unas grandes ollas en donde está contenido todo: semillas, dinero, fuego, agua. Son grandes torres de control en las que la geografía sagrada se divide en diferentes planos. El cosmos otomí se recorre en la peregrinación a Màyónníja, un sitio sagrado al que se acude a hacer rituales de petición de lluvias cuando se avecinan tiempos difíciles. Los otomíes saben, por ejemplo, que las primeras lluvias no vendrán a tiempo cuando en febrero hace calor, por lo que se tienen que realizar diversos rituales, conocidos como “Costumbres”, sostiene Patricia Gallardo, también antropóloga.5 Las preparaciones para este complejo ritual se realizan con meses de antelación y requieren la coordinación de mayordomos y varios especialistas rituales y de mujeres encargadas de vestir a la Sirena y cocinar los alimentos de la dádiva. Durante la peregrinación se dejan obsequios de flores, ramos, velas y comida a todas las potencias que habitan en las cuevas una vez que se monta el altar en estricto orden jerárquico. Con las ofrendas, el canto y la danza se celebra un convivio con las potencias. Humanos y divinidades se dan la vida mutuamente, pero si surgen rencores de parte de los dioses esto puede ser fatal para las personas.
Festejar juntos y a gusto, los hombres en compañía de los seres del agua, es parte de trabajar unidos en el mantenimiento del cosmos. Esta faena permite que el agua fluya en cantidades controladas y en los tiempos calendáricos precisos para lograr una buena y abundante cosecha y también para prevenir posibles sequías. De esta manera, la llegada de la lluvia es resultado del trabajo coordinado entre dioses y humanos.
Los graniceros, “los que trabajan con el tiempo”
En la zona volcánica del centro de México existen especialistas rituales cuyo trabajo es, sobre todo, controlar el temporal de lluvias. En la sierra de Texcoco los “Dueños del Agua” o ahuaques son los encargados de producir la lluvia, mientras que los graniceros reciben el don de controlarlos. A diferencia de las potencias de la Huasteca, que se manifiestan en muchas partes del entorno, el etnólogo David Lorente señala que los ahuaques son espíritus percibidos como pequeños humanos que viven en un mundo miniatura dentro de un manantial. A este mundo se accede a través de los sueños y son los propios graniceros —que también se desempeñan como curanderos— los que acceden a él. Se trata, pues, de mundos de abundancia poblados por milpas, viviendas, ganado, coches, carreteras, tractores, luz eléctrica, joyas, oro, kioscos, edificios gubernamentales e incluso hasta una línea de metro, según cuentan los informantes: una suerte de mundo inverso a la superficie terrestre, donde abunda la gente guapa y el dinero. Debido a su naturaleza miniatura, los también hijos de Tláloc son conocidos como “duendes”, “niños”, “chaparritos” o “muñequitos”. Cuando todo va bien se nutren de aromas, frutas y semillas dispuestas en ollitas, platitos y cazuelitas de barro que los curanderos dejan como ofrenda bajo la superficie del agua. Los ahuaques que viven dentro del manantial necesitan “esencias” procedentes de la superficie de la tierra. Para obtener lo que deseen y transportarlo a su mundo, los Dueños del Agua utilizan los rayos y el granizo como herramientas. Arrojando estas armas, se apropian de las esencias de las personas, animales y objetos que les hacen falta y se los llevan a su mundo. Por ejemplo, si vemos un árbol en el camino partido por un rayo es muy probable que no haya muerto sino que simplemente su “esencia” haya sido robada y trasladada al otro mundo. David Lorente llama este fenómeno la razzia cósmica.6 Los rayos se usan especialmente para obtener espíritus de humanos y llevarlos como trabajadores al manantial. Además, con el rayo los ahuaques solteros capturan espíritus de hombres y mujeres para “casarse” con ellos. Las personas cuyo espíritu ha sido “agarrado” de esta forma desarrollan una enfermedad muy especial: permanecen en un estado de encantamiento que precisa los servicios del granicero para que se comunique con los ahuaques y negocie la devolución de las almas robadas. Pero también existe la intención de reproducir el ritual. El relámpago captura los espíritus de hombres elegidos para convertirlos en nuevos graniceros y curanderos. Estos rayados reciben el don de los ahuaques para controlar el granizo, desviar los rayos, los vientos demasiado fuertes y las nubes que traen consigo las tormentas. Los graniceros en tanto “controladores del tiempo” actúan sobre fuerzas que, más que invocar, es necesario aplacar. Los ritualistas viajan a través de los sueños al mundo de los ahuaques y con ello mantienen lazos de amistad que terminan en compadrazgos rituales. Esta buena relación permite a los graniceros, cuando sea el caso, realizar curaciones y así lograr que regrese el espíritu del humano que ha sido llevado al manantial. Cuando ocurre esto la víctima sufre fiebre, pérdida de conciencia y conductas extrañas. Para diagnosticar este mal la persona es examinada por el ritualista, y si los síntomas son positivos se confirma un padecimiento llamado la “enfermedad de lluvia”. La recuperación del espíritu del enfermo involucra una serie de trabajos que culminan con la entrega de una ofrenda miniatura al manantial. Durante este proceso desarrollado con sigilo, la cooperación de la familia y la buena gestión que el ritualista establece con los seres del inframundo son la clave para regresar la esencia perdida del enfermo. En el centro de México el inicio de la temporada de lluvias se corresponde con la fiesta de la Santa Cruz. En esta temporada se inicia la preparación de las milpas. Mientras que los humanos siembran, los Dueños del Agua también comienzan a trabajar intensamente en los campos, produciendo la lluvia y el crecimiento de las plantas. En la medida en que los temporales de lluvias generen buenas cosechas, habrá alimento para todos: hombres, sirenas, ahuaques y potencias podrán seguir trabajando para traer agua al mundo.
Imagen de portada: Don Alfonso Margarito García Téllez mostrando el espíritu del chile, San Pablito, Pahuatlán. Fotografía de Iván Pérez Téllez, 2018. Cortesía del fotógrafo
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Ver Annamária Lammel, Marina Goloubinoff y Esther Katz (eds.), Aires y lluvias. Antropología del clima en México, CIESAS/Institut de Recherche pour le Développement, México, 2008. ↩
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Ver Arturo Gómez, Tlaneltokilli. La espiritualidad de los nahuas chicontepecanos, Programa de Desarrollo Cultural de la Huasteca, México, 2002. ↩
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Ver Anuschka van ’t Hooft, “Comida para Apanchaneh: Alteridades y la petición de lluvia en la Huasteca veracruzana”, Anthropology of Food, 2014. Disponible aquí ↩
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Ver Israel Lazcarro Salgado, “Las ventas del cerro: El agua en el cosmos otomí de la Huasteca sur”, en Israel Sandre Osorio y Daniel Murillo (eds.), Agua y diversidad cultural en México, Instituto Mexicano de Tecnología del Agua/UNESCO, Programa Hidrológico Internacional, Montevideo, 2008, pp. 89-104. ↩
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Ver Patricia Gallardo Arias, Ritual, palabra y cosmos otomí. Yo soy costumbre, soy de antigua, UNAM, Ciudad de México, 2012. ↩
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Ver David Lorente y Fernández, La razzia cósmica. Una concepción nagua sobre el clima, deidades del agua y graniceros en la sierra de Texcoco, CIESAS/Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 2011. ↩