dossier Tabús JUN.2018

Erotismo y tabú

Sylvia Covián Villar

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Para la conciencia moderna, un acto fisiológico —la alimentación, la sexualidad, etc.— no es más que un proceso orgánico, cualquiera que sea el número de tabús que lo inhiban aún (reglas de comportamiento en la mesa, límites impuestos al comportamiento sexual por las “buenas costumbres”). Pero para el “primitivo” un acto tal no es nunca simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un “sacramento”, una comunión con lo sagrado. Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano


Lo sagrado y lo profano varían de una comunidad a otra en función de la idea que éstas tengan de la existencia humana y de todo lo que la rodea, es decir, de su cosmos. Los tabús se establecen a partir de qué tanto una cultura le tiene miedo al caos y qué tanto y en función de qué valora su cosmos. El tabú —la prohibición— limita las conductas y conocimientos que puedan poner en peligro el modo de organización de un pueblo. Al objeto del tabú se le adjudican aspectos sobrenaturales, peligrosos e innombrables, fomentando así el miedo a cualquier intento de transgresión, en cuyo caso se aplican castigos de diversa índole, según la gravedad del atrevimiento a juicio de la comunidad. El caos, por su parte, se refiere a un desorden, una alteración considerable en un sistema, movimientos impredecibles que son parte de nuestra naturaleza no sólo en lo individual, sino también en todo lo existente. En la mitología griega, caos era un abismo desordenado y tenebroso que existía antes de la creación del mundo. Se relaciona también con la raíz indoeuropea gheu que significa bostezar, estar abierto. Así, aunque el caos en muchos momentos queda oculto bajo un aspecto de normalidad en el funcionamiento personal o colectivo, antes o después emerge y muestra todo lo oculto que se ha negado. En consecuencia, al surgir y mostrar fuerzas como emociones, deseos o secretos, ofrece la oportunidad de liberar, saber y expresar lo que no aceptábamos en nosotros o no queríamos confesar a otros. Han existido culturas con cosmos muy elaborados y controlados que defienden su orden a cualquier precio con tal de asegurar que su organización, creencias y concepciones se mantengan sin lograr detener, más que por un tiempo, el caos y la desintegración del orden existente. Otras han comprendido que se requieren cambios profundos y fluyen con ese caos hasta reordenar su propio cosmos; además saben que ganan sabiduría con todo este movimiento. En los grupos humanos la importancia de normar la sexualidad es y ha sido una piedra angular. De acuerdo con el tipo de comunidad o Estado, se establecen reglas para controlar no sólo la fuerza del erotismo y sus diversas expresiones, sino también para moldear las maneras de ser de hombres y mujeres. Se impone cómo debe ser el comportamiento en cada situación; con quién, cómo y a qué edad deben casarse; cuál debe ser su relación con el propio cuerpo, con su sensibilidad, con su excitabilidad y con su deseo. Cómo debe ser su acceso a experiencias eróticas individuales como la masturbación, la primera relación sexual, el cortejo, los tipos de relación de pareja que son adecuados y los que son tabú. Se validan modelos deseables para los sexos y cualquier desviación al respecto conlleva castigos sociales, emocionales, familiares, legales. Para normar la sexualidad en las personas, los tabús han desempeñado un papel importantísimo, en unos casos sembrando fuertes represiones, especialmente en pueblos bajo normas religiosas que califican ciertas expresiones de la sexualidad como indeseables, enfermas o pecaminosas. En otros casos, el tabú se ha instaurado para mantener las expresiones sexuales en un ámbito íntimo y de carácter sagrado. Me explico. En la civilización occidental hemos heredado numerosos tabús basados en creencias judeocristianas y en supuestos culturales derivados de mitos que han coartado gravemente el acceso a nuestros más legítimos deseos emocionales y sexuales. Como consecuencia han surgido enormes problemas en la experiencia no sólo de nuestra vivencia erótica, sino también en el saber acerca de nosotros mismos. Nuestra conciencia ha sido diezmada, los tabús a este nivel han empobrecido el conocimiento profundo de ese sí mismo que somos cada uno. “No debes sentir esto o aquello”, “hay sentimientos malos e inaceptables”, “no debes pensar esto”, “no debes desear aquello”, “no debes tocarte ni tocar de esa forma”, etcétera… La culpa derivada de saberse poseedor de sentimientos y deseos “malvados” y la presión de las creencias instauradas con los tabús han generado seres con un autocontrol represivo de su fuerza, su poder, su sensibilidad y, por tanto, con identidades en mayor o menor medida debilitadas. Las “buenas costumbres” son fomentadas por religiones y por ideologías de Estado que desean más que nada controlar la conducta del pueblo por convenir así a intereses económicos, políticos y personales, y no al bien común.

Foto: Juan José Herrera, de la serie Silvestres, 2013

La vergüenza sobre el propio cuerpo y los más íntimos deseos es muy frecuente. Este sentimiento carga al individuo de culpa, pérdida de valor y de dignidad por la “falta cometida”, y también le infunde gran confusión. El esfuerzo por llegar a ser iguales a los modelos que se presentan como deseables, con tal de saberse valiosos y “ser aceptados”, es la constante. La culpa y la vergüenza por lo que se es y se siente genera una lucha interna sin tregua. Cada persona suele crear una imagen de sí misma para defenderse de ser vista y descubierta en su angustia. Se establece en nosotros una conciencia moral severa, donde los tabús y la autocensura son la regla. El conocimiento del erotismo, del deseo, es el mayor peligro, el mayor tabú, la gran prohibición. La moral que reprueba y desacredita los sentidos, la sensibilidad, la sensualidad, el gozo, toda emoción “inadecuada”, es instaurada hasta lo más profundo. La doble moral sexual polarizada: los hombres deben tener todo el sexo que puedan con el mayor número de mujeres, deben saber todo del sexo; esto los hará más hombres, más valiosos. Por otro lado, las mujeres deben abstenerse de exploraciones sexuales, ser vírgenes y castas, ser decentes hasta con el marido y en todo caso esperar a que él les enseñe lo que deben saber; ésa será la mujer valiosa. Esta posición aún permea más de lo que creemos en el ejercicio sexual de ambos sexos. Las secuelas de la desinformación, la ignorancia, el miedo, la represión afectivo-sexual han sido muy graves. La violencia del control y el desconocimiento sobre uno mismo, y en muchos casos sobre el otro; el abuso en mil formas, desde el sometimiento familiar y social a las “buenas costumbres”, la moral restrictiva y culpígena, hasta el abuso sexual infantil y la violencia sexual entre adultos: todos estos temas dolorosos son confesados en los consultorios de especialistas de la salud sexual, emocional, médica e incluso con consejeros espirituales. Y todo ello favorecido por tabús asociados con falacias como “de eso no se habla”, “los adultos saben, el niño no”, “debes obedecer a tus mayores”, “debes ser un caballero”, “el hombre manda, la mujer a obedecer”, “debes ser una dama”, etcétera. La vergüenza, el deseo reprimido, el desencuentro amoroso, los complejos con respecto al placer y gozo erótico y al propio cuerpo, la frustración, están siempre presentes. Por fortuna, en las últimas seis o siete décadas la divulgación de temas sexuales y de salud sexual ha contribuido a derribar tabús y a transgredir límites en la búsqueda de recuperar aquello por tanto tiempo perdido: el poder personal sobre sí mismo y la ansiada libertad de ser, lo cual no puede llevarse a cabo si el erotismo está cargado de barreras y demandas de control. Sin embargo, hay otro fenómeno que se puso de manifiesto al conocerse los resultados de la investigación científica sexual a partir de los años cuarenta con el Informe Kinsey y, posteriormente, con los estudios de la respuesta sexual humana de Masters y John­son. Por ejemplo, al descubrir que muchas mujeres pueden tener no sólo uno sino múltiples orgasmos, se desató en muchísimas mujeres la necesidad de “ser multiorgásmicas”, y la que no lo lograba se sentía en desventaja y con menosprecio hacia sí misma. La presión para ser perfecta físicamente aumentaba con la presión para desempeñarse espectacularmente. Es decir, parece que los tabús cambian: ya no es malo y prohibido que la mujer busque el orgasmo, la presión se fue al otro lado. Se impone la demanda de ser multiorgásmica. Ser en función de llenar un molde. Ansiedad por tener un adecuado desempeño con la pareja, no importa si se es hombre o mujer, tampoco importa la orientación sexual, la propia valía siempre en juego. La meta: ser el perfecto objeto deseado. Los hombres también han sido presionados a calificar como buenos amantes, cualquier cosa que ello quiera decir, cada uno con su modelo. Sigue operando el “deber ser”, sólo que con postulados diferentes. La atención y el pensamiento entrenados a buscar recetas. Sin embargo, no considero que eso no debería suceder: después de tanta represión e ignorancia, transgredir los límites fue un camino necesario y justo para buscar nuevas respuestas, nuevo conocimiento, y sobre todo, para dar luz verde al individuo, para explorarse. ¿Dónde quedan entonces los tabús? Una cosa son las reglas sociales públicas y otra muy diferente las costumbres reales en la intimidad personal. En nuestra civilización se establecieron normas sobre la mesa y otras por debajo de ella. Por fortuna, han existido siempre quienes escapan a la tentación de verse atrapados por estas presiones, y prefieren conocerse, aceptarse y gozar en la experiencia, ésa es la “meta”. Al fin y al cabo, el tabú y la trasgresión van siempre de la mano.

Foto: Kika Pérez

Cuando pienso en erotismo viene a mi mente la imagen del Éxtasis de Santa Teresa, magnífica obra maestra de Gian Lorenzo Bernini. Casi enseguida viene a mí una segunda imagen, Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, obra no menos genial del mismo autor. Este incomparable artista se inspiró en los testimonios de ambas mujeres para recrear sus experiencias análogas. Entonces recuerdo al pensador, antropólogo y escritor francés George Bataille con su descripción del erotismo como esa fuerza que se pone en juego en la búsqueda de experimentarse a sí mismo de múltiples formas y que va más allá de patrones establecidos como norma. En la actividad erótica hay una búsqueda psicológica (independiente de la reproducción), dice él, de alcanzar al ser en lo más íntimo, experimentando el deseo de desear hasta el punto de desfallecer. Al nacer, somos toda esa sensibilidad en exceso, nuestro aparato psíquico está presente como un potencial que se irá desarrollando al madurar en contacto con la madre y con el mundo. A decir de María Zambrano en Los bienaventurados:

La vida se arrastra desde el comienzo. Se derrama […] el cuerpo […] busca espacio en ansia de desplegarse y todos los puntos cardinales parecen atraerla por igual hasta que encuentra el obstáculo para proseguir su despliegue. En principio no tiene límite y los ignora hasta que los encuentra en forma de obstáculo infranqueable, primera moral que el hombre entiende llamándola prohibición.

Desde el nacimiento, o quizá desde el vientre materno, somos todo deseo que nos impulsa a vivir, a experimentar, a devorar la vida y parece inevitable encontrar el tabú, la prohibición de alguna forma, pero hay tabús y tabús. Existen aquellos que van contra el deseo de ser, para domesticar. Al otro tabú le interesa que la vida florezca en cada uno, que el ser no se despegue de su erotismo, que no aprenda a negarlo, que mantenga el contacto con lo más íntimo de su ser, con toda su sensibilidad, con todos sus sentimientos, con todo ese caos que es cada uno. Para lograrlo se requieren madres, padres y una cultura que comprenda cómo ayudar a ese ser a desarrollar un aparato psíquico que comprenda el bien y el mal de una forma diferente. No con la negación y represión de los instintos, de los impulsos, de los deseos y sentimientos, sino con el desarrollo del entendimiento y la sabiduría de encauzar todas sus fuerzas para el bien personal y común, y con una profunda visión del valor de la vida. En un antiguo libro encontré la descripción del “mal” que prefiero: “el mal es dejar de ser uno mismo”. El tabú, en este caso, tendría que establecerse ante todo aquello que interfiera con esta posibilidad y con reglas claras, todas arriba de la mesa. En hebreo, la palabra sagrado tiene que ver con la palabra qadash, que significa “poner aparte” o “consagrar”, es decir, manifestar que aquello que se consagra conlleva el reconocimiento de su carácter divino, relativo a Dios, a esas fuerzas que nos rebasan y a las que hemos puesto distintos rostros según las propias creencias. Muchos grupos humanos “no civilizados” han comprendido el erotismo como una experiencia sagrada, como expresión de lo “divino” en nosotros. Los tabús que han establecido procuran mantener la experiencia erótica en la mayor intimidad, “poner aparte”, pues es considerada como un acto único cada vez que surge. Bataille no profesaba religión alguna. Para él la experiencia erótica se caracterizaba por una de trasgresión de lo establecido en esa búsqueda de alcanzarse a sí mismo en lo más real e íntimo. Esto no quiere decir destruir las instituciones, sino no mantenerse dentro de ellas sin poder ser ese sí mismo real. También postula la experiencia interior como la única autoridad y valor. Le llama erotismo místico a ese estado de éxtasis, práctica liberadora que no tiene ni objeto, ni otro fin que la experiencia interior misma. En nuestra civilización suele reprimirse la sexualidad en forma miserable, o establecerse nuevos modelos que se tratan de alcanzar en la búsqueda ansiosa de una suerte de completud o felicidad que no siempre llega. La experiencia sagrada del erotismo puede estar presente en cualquier acto erótico y eso sólo depende de la experiencia interior de cada persona. No requiere de la bendición de nadie, ni de la legalización de la relación con otro, ni de jurarse amor eterno, ni de otro permiso que el de los seres involucrados. Lo sagrado está en todo el universo, y por ello en nosotros, aunque no lo veamos.

Imagen de portada: Kika Pérez