Atlántidas

El Mar / dossier / Marzo de 2024

Pablo Raphael

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para Roberto Junco


El sexto continente

La teoría más hermosa que conozco sobre el origen de la luna explica que nuestro satélite fue expulsado de la Tierra en una marejada de magma que poco a poco fue cobrando su forma esférica gracias a la influencia que sobre ella ejercían las fuerzas de gravedad y rotación acelerada de un planeta joven y en pleno proceso de consolidarse. Según esta visión, cada vez más alejada de la realidad, el punto de partida de la luna se sitúa en el lugar que hoy llamamos océano Pacífico, que tras el suceso y una noche de millones de años se llenó de agua, cubriendo la cicatriz sobre la cual se originó la vida. En la hipótesis del hijo de Charles Darwin, la deriva de las masas creó los cinco continentes. La luna vendría a ser el sexto.

​ Mientras que la tarea de regular las corrientes marítimas es verdadera y los postulados de George Howard Darwin tan solo una visión poética, lo cierto es que, en algún momento de nuestra vida, todos los seres humanos hemos alzado la cabeza para contemplar esa masa que cambia de forma. Recordemos que en el término contemplar va incluida la palabra “templo”; recordemos también que en la luna hemos reconocido a diosas y dioses, además de colocar ciudades y seres imaginarios, historias de queso, leyendas sobre conejos y programas Apolo que nos han permitido poner un pie en su superficie, aunque todavía nos resulte difícil explicar su verdadero origen, tanto o más que dilucidar los misterios que suceden al interior del planeta que habitamos, bajo sus olas, en todos los mares, dentro de nuestro cuerpo.

Deportes acuáticos en Noirmoutier, Francia, 2021. Fotografía de Bastien Nvs. UnsplashDeportes acuáticos en Noirmoutier, Francia, 2021. Fotografía de Bastien Nvs. Unsplash

​ La magia, la religión, la ciencia, la filosofía y el arte tienen el mismo propósito: comprender la naturaleza. Explicar el nombre de las cosas es darles sentido y justicia. Atribulada de preguntas, nuestra especie se valió de distintos modos de observación que, en un principio, se enhebraron como un tejido inseparable pero que, poco a poco, con la evolución del lenguaje y el conocimiento, fueron distanciándose del mismo modo que la luna se aparta inevitablemente de la Tierra. Hay quien dice que se aleja cuatro centímetros al año, otros hablan de quince, algunos más creen que eso sería imposible dado el balance y el equilibrio que necesita el sistema de convivencia que ha determinado la relación entre el satélite y el planeta que deberíamos llamar madre agua, porque mientras la masa continental de nuestro mundo representa apenas el 29 por ciento de su superficie terrestre, el 71 por ciento restante es ocupado por 1 386 millones de kilómetros cúbicos de agua, de los cuales tan solo el dos por ciento es potable: sería como si en un balde de diez litros de agua, tan solo un cuarto de cucharadita se pudiera beber.

​ Además este planeta y su satélite, que la ciencia, la magia, el arte y la filosofía han buscado explicar de maneras muy distintas (a veces cercanas y otras equidistantes), viajan montados sobre la trayectoria estelar detonada por el Big Bang. Se trata de un viaje interminable y en espiral, que a su vez se replica en otras espirales como las que observamos en los caracoles, las plantas y en nuestra especie. Pensemos en la forma de nuestras orejas y en los demás reflejos del número áureo Phi —que armoniza las partes con el todo—, desde la distancia que separa los planetas hasta la composición de la alcachofa; desde los centímetros que hay entre el ombligo y los pies hasta la Vía Láctea que viaja a toda velocidad y que es parte de una espiral que a su vez está dentro de otra.

​ A los sucesos del cosmos, sumemos ahora las ocho mil millones de personas que, a veces, miran la luna y simultáneamente respiran sobre la Tierra. Pensemos que la respiración es un ciclo y que nuestra especie también replica la composición del lugar donde se originó la vida: el mar. Se trata de la belleza de la contradicción y el milagro que los seres vivos llevamos en nuestras células.

Los peces, los anfibios y los reptiles, por un lado, las aves y los mamíferos de sangre caliente, por el otro, y cada uno de nosotros llevamos en nuestras venas la corriente salina de nuestra sangre, en la cual el sodio, el potasio y el calcio se hallan en proporciones muy semejantes a las que existen en el agua del mar. Esta es nuestra herencia desde el día, hace un número incalculable de millones de años, en que un remoto antecesor pasó de la etapa unicelular a la pluricelular y adquirió por vez primera un sistema circulatorio, en el interior del cual corría un fluido casi idéntico al agua del mar.1

​ Hoy nos queda claro de dónde venimos, pero aún nos es imposible contestar cómo y cuándo sucedió ese preciso instante que Clarice Lispector describe al inicio de su novela La hora de la estrella: “Todo en el mundo comenzó con un sí. Una molécula dijo sí a otra molécula y nació la vida”.

​ Sirva todo esto para preguntarnos si, basados en la evidencia que existe ahora, la humanidad ha decidido emprender el camino planetario del No que aniquilará la vida, destruyendo para siempre las civilizaciones que edificamos sobre tierra firme y a veces en el agua.

​ Antes de asumir que, a diferencia de los dinosaurios, somos nuestro propio meteorito y que los hechos cometidos por la especie humana pueden llevarnos de vuelta al mar, a su destrucción y a ese desastre global que verdaderamente termine con la historia, todavía podemos aferrarnos como náufragos al mito de la Atlántida y su utilidad a la hora de comparar y entender que poseemos el conocimiento, la memoria, la imaginación y las herramientas suficientes para salvarnos del final de los tiempos.

Antiguo pueblo de Halfeti, sumergido bajo las aguas de la presa Birecik. Fotografía Nightstallion03 Antiguo pueblo de Halfeti, sumergido bajo las aguas de la presa Birecik. Fotografía Nightstallion03


Platón, el cartógrafo

Tras mirar directamente a los ojos de la gorgona Medusa, cuya cabeza le muestra el semidiós Perseo, el proclamado rey de Mauritania, llamado Atlas, se convirtió en una cordillera de piedras que terminó por desmoronarse a las orillas del mar que hoy lleva su nombre; pero resulta que el mito del gigante llegaría mucho más lejos, cuando su figura condenada a cargar la Tierra se transformó en mapa el día en que el historiador siciliano Diodoro Sículo escribió su Bibliothecae historicae. En la escuela conocimos esta cartografía como Atlas.

​ La salida al mundo que Occidente descubrió en las puertas del Atlántico, justo en el lugar que Platón describe en su Critias como el sitio donde se ubicaba la Atlántida, terminó por desvelar el verdadero tamaño del planeta cuando los conquistadores españoles y portugueses se arrojaron con sus naves al mar. Mientras la isla mitológica, algo así como un satélite de la Grecia clásica, se hundía en la memoria común, el resto del mundo emergía ante los ojos azorados de los navegantes que creían descubrirlo. Poco a poco fueron emergiendo los templos, las pirámides y las ciudades antes invisibles para nuestro ojo de cíclope eurocéntrico. El cambio cultural que sucedió tras recorrer la ruta atlántica hasta llegar a una ciudad construida sobre un lago donde la palabra “atl”, que quiere decir “agua”, terminó por definir la historia de la humanidad y la visión que intentaría dominar al mundo durante los siguientes cinco siglos. El neoplatonismo, la cristiandad y el renacimiento detonaban así el Big Bang del colonialismo occidental, poniendo a otras Atlántidas en la piedra de los sacrificios, edificando sobre ellas otras piedras, obligándolas a mirar los ojos de su Dios.


El mito y la imaginación

La imaginación tiene siempre un carácter cercano a la verdad, exista o no la Atlántida. El velo marino que cubre el encanto de una ciudad hundida es el mismo que ha servido para hablar de las ciudades edificadas sobre el agua. Pensemos en los canales de Venecia, en Bangkok, amenazada de quedar sumergida antes de veinte años o en la antigua y hoy seca ciudad imperial de Tenochtitlán. A la vez, estos lugares son prefiguraciones del inevitable futuro.

​ Pero mientras algunos arqueólogos intentan comprobar la existencia de una urbe de nueve mil años, como la ciudad sumergida en el golfo de Khambhat (en el mar Arábigo), y ciertas corrientes buscan derrumbar la hipótesis que afirma que durante esa época nuestra especie apenas iniciaba su etapa recolectora, no queda más que seguir apostando por el derecho a la imaginación y su poder múltiple de recordar y ser memoria, de construir mitología y prefigurar la historia. Nombrar la verdad desde la ficción o desde las especulaciones arqueológicas, como hizo Platón al registrar en sus diálogos un antiguo mito, es una de las funciones sociales del arte y del pensamiento que, sin importar la noción de lo verdadero, hacen de los arquetipos (en este caso, las ciudades sumergidas) un mapa de navegación que nos lleva hacia nuestra memoria, pero que también nos guía hacia el futuro.

​ Cuando hablo de los mapas que permiten viajar hacia el pasado pienso en la Alejandría que reposa en las costas de Egipto. Esta y otras ciudades ubicadas en el delta del Nilo se hundieron a causa de terremotos y marejadas. Gracias a los avances de la arqueología subacuática, hoy es posible reconstruir la parte sumergida de la urbe fundada por Alejandro Magno y recorrer las habitaciones de Cleopatra; contabilizar cientos de barcos, anclas y esculturas monumentales; reunir joyas, cerámica y monedas; mirar detenidamente las columnas que formaron la mítica biblioteca; sacar a la luz los restos del faro que durante siglos condujo el destino de las naves hacia el Portus Magnus o rescatar para la realidad lugares mencionados en los libros, tal como sucedió con la isla de Faros, referida por Homero en la Odisea. Y, cuando pensamos en el futuro, vale la pena utilizar los mapas de la memoria para planificar, es decir, detenerse ante el diluvio anunciado. El futuro puede adivinarse si sabemos leer nuestra memoria.


La imaginación vuelta desastre

Desde la niñez me persigue la visión de un pueblo bajo el agua. En la cúpula de su templo se hace un vacío de oxígeno. Ahí habitan miles de murciélagos que han cubierto los frescos del techo con mierda, ocultando las imágenes divinas y creando una nueva obra, hecha de arañazos y manchones. Hablo de la iglesia de San Juan Bautista en el lago de Tequesquitengo. Debajo del vacío que hace su cúpula flota un grial mientras que en el fondo los santos vestidos de liquen observan con sus ojos de canica lo que los pobres mortales hicimos por ellos. En una mesa de piedra reposan viejos y pesados libros de piel que dan cuenta de profecías, diluvios, guerras e incendios. Los reclinatorios bailan en el centro de la bóveda, del órgano emergen peces, las algas y medusas se amontonan en la zona del coro y las bancas de madera se han convertido en coral, en un organismo vivo con forma de mueble. En el mundo existen cientos de casos como el de Tequesquitengo. Nadie hizo caso a las advertencias de profetas y científicos, esas Casandras contemporáneas. Tampoco escucharon el impecable oráculo que habita en la garganta de los poetas. Desaparecieron el cementerio marino de Paul Valéry y los peces del aire altísimo de Vicente Quirarte.

Basura submarina. Fotografía de rorozoa. FreepikBasura submarina. Fotografía de rorozoa. Freepik

​ Aunque parezca ficción, hoy suceden cosas similares por culpa del calentamiento global. El concreto es una piel que arrolla a la naturaleza; la industrialización piensa mucho en la producción masiva de coches, edificios, alimentos y plástico, pero poco en las personas. Basta ver los tesoros que terminan en el drenaje profundo. Si sumáramos todo lo que ha construido la humanidad, veríamos que pesa mucho más que la biomasa, todo aquello creado por la naturaleza. En esa ruta, muchos problemas ambientales orillan a la migración forzada. Mientras escribo esta parte de lo que en algún momento se convertirá en el ensayo titulado “La catedral sumergida”, pienso en Aaluk Edwardson, artista iñupiaq de Alaska y sami de Noruega, quien creció a las orillas del océano Ártico frente a un lugar hoy cubierto por el mar, en cuyo lecho reposan los restos de sus abuelos. Su denuncia va más allá de la relación entre el arte y la naturaleza. Se trata de alguien que vive en carne propia el desastre de las Atlántidas romantizado por Platón, remasterizado por Bacon y convertido en entretenimiento por James Cameron. La estabilidad del centro desconoce la diversidad de las periferias, aunque todos vayamos a naufragar juntos. Cuando hablamos del pueblo de Aaluk Edwardson, estamos hablando de una historia que se repite una y otra vez, en la que comunidades de más de cuatro mil años han ido quedando sumergidas bajo el agua. No importa si se trata de las migraciones multitudinarias provocadas por el fenómeno El Niño, de los cenotes y el patrimonio natural y cultural abatido por el ecocidio del Tren Maya o de la destrucción y la amenaza constante del agua que, algún día, terminará por cubrir a los habitantes de Tokio, San Petersburgo y Nueva Orleans.

​ Por lo pronto, en el lecho marino del pueblo de Aaluk Edwardson descansan, además de sus ancestros, restos de platos y otros objetos de la vida cotidiana, instrumentos rituales y sedimentos de la medicina herbolaria y la cultura alimentaria, así como distintas inscripciones que dan cuenta de su lenguaje. Esta desaparición hace desaparecer los conceptos que esa civilización tenía del tiempo, el espacio público y el hogar, su idea del trabajo y de lo sagrado. Qué decir sobre lo que es aún más difícil de rastrear, como su cosmovisión o los temas asociados a las emociones y la sensibilidad. Todo bajo el agua.

​ Las historias se repiten por razones del clima, pero también porque la imaginación pertenece a la especie que apela a la necesidad del agua sin cuidarla y a un futuro donde será imposible llegar si no somos capaces de disminuir la velocidad y voracidad con la que consumimos los recursos del planeta. Ya no podemos negar que la idea del desarrollo frenético que nació con la última Revolución industrial ha cambiado al mundo de manera irreversible. Por ejemplo, no es casual la presencia fantasmal de cientos de pueblos y ciudades hundidos para crear presas y sistemas acuíferos en todo el planeta: Shi Cheng, también conocida como Ciudad León, fundada hace mil años y ahora sumergida en el lago artificial de las Mil Islas en China; el asentamiento romano Vilarinho das Furnas, erigido en el siglo I y hundido por la Compañía Portuguesa de Electricidad en 1972; la mezquita y el pueblo de Hafelti, que el gobierno turcó dejó sumergidos bajo la presa de Birecik o la iglesia románica de Sant Romà de Sau que, en Cataluña, emerge durante las épocas de sequía. A estas obras pueden sumarse el denominado Mar de Castilla, bajo el cual descansan distintos pueblos, y la llamada catedral de los peces; los más de diez pueblos en México que fueron sumergidos para crear el sistema nacional de presas Lerma-Cutzamala y del río Grijalva, entre ellos, Quechula, construida por los dominicos en el siglo XVI, Jalapa del Marqués, San Luis de las Peras, Valle de Bravo o el pueblo de Churumuco, donde José María Morelos solía dar misa. A esta cartografía de Atlántidas sumemos los dos pueblos hundidos en Nueva York que sirvieron para crear reservas de agua. Uno se llamaba Bittersweet y el otro, irónicamente, Neversink.

Desastre natural. Fotografía de FreepikDesastre natural. Fotografía de Freepik

​ Sobra decir que el desarrollo nunca llegó a las comunidades que fueron exiliadas de sus antiguos pueblos. El agua escasea en las presas y los habitantes cercanos han descubierto que exhibir las Atlántidas a los turistas es un buen negocio. El archipiélago de estos sitios despierta el morbo de la arqueología subacuática, nos muestra la realidad del presente y sirve para darnos una idea del desastre que viene. Para quienes creen que el apocalipsis sucederá como un solo espectáculo, habrá que decirles que todo será lento, que en algunos lugares la caída será por sequía y en otros por diluvio. Mientras algunas ciudades reaparecen, otras se hunden. A las urbes mencionadas podemos sumar un rosario de sitios míticos y templos sumergidos que dan cuenta de una posibilidad: la desaparición. Desde la legendaria ciudad del golfo de Khambhat en la India hasta la Pavlopetri, ubicada en Grecia (amenazada estos días por el turismo de aventura y los cazatesoros); desde Port Royal en Jamaica, que puede ser entendida como el antecedente de Nueva York, hasta la incomprensible y dudosa ciudad de pirámides encontrada en el lecho marino de Cuba (llamada Mega), todos estos hundimientos pueden ponerse en perspectiva para explicar las posibilidades que el azote del mar y del agua nos ofrecen: el atlas universal de las Atlántidas y el recuento de los pueblos desaparecidos, no importa si se trata del lugar donde nació Aaluk Edwardson o Alejandría, la ciudad tan amada por Cleopatra, cuyo faro y biblioteca perdidos aún lamentamos.

​ El dilema filosófico se convierte en un dilema para la sobrevivencia de nuestra especie. De cara al apocalipsis que el mar puede provocar, aún estamos a tiempo de preguntar si es utópico considerar los retos de un cambio cultural incluyente y sostenible. No se trata de pensar para entender sino de pensar para evitar. No hay tiempo para poner narrativas a competir (periferia-centro, norte global vs. sur global, homogeneidad vs. diversidad). El presente se trata, más bien, de pensar en las posibilidades de una idea de cultura que se nutra de las tradiciones milenarias. Y de hacer que estas sobrevivan gracias a la cooperación de los pueblos, por encima de una idea de cultura global —sin nociones de su origen y amarrada al capitalismo gore— que se refleja en las Atlántidas de nuevo cuño: esas islas infinitas de basura que flotan a la deriva en todos los océanos del planeta.


Las nuevas Atlántidas

Con una extensión de más de diecisiete millones de kilómetros cuadrados, flotan a la deriva cinco islas que, sumadas, casi rebasan el tamaño de Europa y Estados Unidos. Hace quince años nadie diría que las tareas de aliviar la sed, empaquetar la comida, recorrer caminos, bucear o imprimir libros fueran a traducirse en una colección de masas plásticas, pallets, botellas y redes de pesca capaces de tejer los detritos producidos por nuestra civilización hasta convertirlos en espacios planetarios nutridos por todo aquello que escupen los ríos, desechan los barcos, esparcen los adultos y olvidan los niños en la playa.

​ Las corrientes oceánicas han formado una masa de ochocientos billones de toneladas que son otro espejo de la cultura universal y su capacidad para imponerse sobre todo lo vivo. Las redes y los plásticos evitan que la luz del sol llegue a las plantas marinas, los peces se alimentan de materiales tóxicos y microplásticos. En el fondo del mar se forman museos irresponsables de nuestra expansión humana: contenedores de barcos, naves naufragadas, computadoras cuyas carcasas llegan hasta la orilla de islas lejanas; manchas de petróleo y aceite que forman piezas dignas del ready made y del apocalipsis. Si la arqueología de la basura ayuda a comprender de qué estamos hechos, la basura sobre el agua es el alma liberada de las ciudades, su fantasma flotante, una inmensa Medusa despeinada que mira nuestras ciudades de piedra mientras se cocina el caldo que nos disolverá, tarde o temprano. Si las cosas no cambian, las últimas Atlántidas serán también nuestra Necrópolis.

Mosaico de monstruos marinos. Museo Arqueológico de Timgad, ArgeliaMosaico de monstruos marinos. Museo Arqueológico de Timgad, Argelia


Todo principio es el final

La mitología mexica relata que antes de los territorios solo existía un mundo acuático habitado por Cipactli, un monstruo marino de muchos ojos y escamas que vagaba por la inmensidad del mar sin encontrar alimento. El animal era tan miserable que dos de los cuatro hijos del principio creador, Ometéotl, decidieron ayudarle, es decir, terminar con su vida. Tezcatlipoca metió el pie al agua para atraer al monstruo, que lo devoró de un bocado. Mientras el dios destripaba a Cipactli desde su interior, Quetzalcóatl le brincaba encima para desgarrarlo por el lomo. Así los hermanos mataron a la bestia y con su piel formaron la tierra, donde sus ojos se convirtieron en lagunas y estanques, sus fosas nasales en cuevas, su piel en cordilleras y tierra; sobre la cual nacieron las personas que luego construyeron ciudades y dominaron al mundo.

​ Dice Aaluk Edwardson que todos somos seres multiculturales y a la vez venimos de culturas originarias; por lo tanto no necesitamos integrar estas últimas sino refundar la cultura. En este sentido, quizá no sea indispensable regresar al mito de Cipactli o reinventar la Atlántida. En cambio, si todavía queremos bucear en el optimismo, debemos reconocer que la crisis amaga la oportunidad. Aunque tres mil lenguas se sumergirán en el silencio antes de que termine el siglo —una lengua cada dos semanas según la Unesco— y la destrucción de puertos y ciudades sea ya una amenaza cumplida — pensemos en el reciente huracán Otis en Acapulco o Katrina en Nueva Orleans— aún estamos a tiempo de que la Atlántida no se convierta en una profecía planetaria. Más que imaginar autos voladores y robots de inteligencia artificial que ayuden a un mundo de súper tecnología, debemos entender que el desarrollo sostenible no se logrará sin el diálogo entre todos los acentos, la comprensión de la naturaleza y el ejercicio de cooperación que demanda una Babelia organizada capaz de construir la inteligencia social suficiente que, aprovechando la tecnología, haga de las lecciones de la historia el regreso a la naturaleza y el desarrollo del pensamiento, la ciencia y el arte, herramientas suficientes para impedir el hundimiento de los lugares que habitamos y, sobre todo, evitar que la llamada aldea global se convierta en una piedra azul haciendo su viaje eterno por el infinito, sin nosotros.

Imagen de portada: Mosaico de monstruos marinos. Museo Arqueológico de Timgad, Argelia

  1. Rachel Carson, El mar que nos rodea, Editorial Crítica, Madrid, 2019, p. 19.