Me llamo Adam y soy medievalista. No tengo una justificación clara para ello, simplemente hay algo tan ajeno a mí en la literatura medieval que terminó por doblegar mi curiosidad y decidí dedicarme a estudiarla. Lo traigo a colación porque si bien no a muchos nos interesa esa época, somos suficientes como para que exista un evento llamado “Viking Fest” al que asisten varios cientos de personas. Después de la caída del Imperio Romano de Occidente, Europa buscó material en la Edad Media para forjar los discursos nacionales que iban a sostener a los Estados modernos, ya sea por la lengua, las costumbres, las dinastías, etcétera. En opinión del historiador Giuseppe Sergi, la Edad Media en realidad es “poco nacional” y “solo una actitud finalista, historiográficamente ingenua u oportunista, en todo caso inadmisible, puede explicar semejante recurso a tales usos del milenio medieval”. Si bien historiográficamente incorrecto, lo cierto es que el interés por el medioevo durante el siglo XIX no se puede separar de una búsqueda de la identidad nacional. Incluso hoy no resulta extraño que en el Facebook de una amiga italiana muy querida se puedan ver fotos de cuando participó, vestida con un atuendo tradicional, en una fiesta de primavera que se ha celebrado en su pueblo natal (Narni, muy cerca de Roma) durante siglos. Perniciosamente o no, lo cierto es que estas tradiciones se mantienen vivas.
Otra característica de La idea de Edad Media (así, en cursivas, para aprovechar la ocasión de incluir el título del libro de Sergi) es que sirve para crear fabulaciones. En palabras del historiador, el medioevo es un “otro lugar” negativo o positivo; negativo cuando tenemos que hablar de la peste, la hambruna, la pobreza, la corrupción de la Iglesia; positivo cuando hablamos de “torneos, la vida de corte, elfos y hadas, caballeros fieles y príncipes magnánimos”. Por encima de todo, señala que se usa como una premisa tanto para dar a entender que se ha superado su supuesto oscurantismo, como cuando se destaca algún rasgo que desde entonces se perfilaba y ha cristalizado en nuestra era. En resumen, la Edad Media es un cajón de sastre del que sacamos inspiración para todo y sobre el que proyectamos nuestros deseos menos mainstream.
Entonces, ¿cuál es el propósito de tener un festival vikingo en el Valle del Silencio en La Marquesa (parque nacional que abarca terrenos de la alcaldía Cuajimalpa de Morelos, en la Ciudad de México, y de los municipios de Ocoyoacac, Huixquilucan y Lerma, en el Estado de México)? Como medievalista mexicano, despertó mi interés ver en qué consistía una feria de esas en mi país, así que fui para observar qué mecanismos se usan para trasladar un contexto tan lejano al nuestro y qué razones mueven al público a emplear su fin de semana en ir al encuentro.
Son curiosos los caminos que llevan a la Edad Media. Ya decía yo que, en mi caso, me resultaba tan ajena (porque además de todo, soy ateo) que decidí tratar de entenderla y en eso sigo. Pero por lo que pude ver, en este tipo de eventos también hay una búsqueda de la identidad que se satisface por medio del consumo. Lo digo porque si bien hubo recreaciones de combate, charlas sobre runas y actividades sin costo que semejaban entretenimientos medievales, el festival era, sobre todo, un gran bazar. Entre los asistentes pude distinguir al menos tres grandes grupos que llegaron a la Edad Media gracias a sus hábitos de consumo: al primero pertenecen quienes a partir de libros contemporáneos, series y películas se han interesado por el lado maravilloso de lo medieval, entiéndase los fans de Game of Thrones o de El Señor de los Anillos. Gracias a que Thor forma parte del universo Marvel, encontré a uno que otro Iron Man, aunque tampoco faltaron ni el fanático ni la mercancía de Harry Potter, que en nada se relaciona con este periodo histórico. El segundo grupo, quizá más reducido pero que ha ido cobrando fuerza y que no se excluye con el primero, es el de los aficionados a los juegos de rol y de mesa, cuyas interminables partidas suelen nutrirse de fantasía y materia medieval. El tercer grupo es el que más llamaba mi atención: los metaleros. Que el metal sea un puente hacia la Edad Media se explica porque esa época, como decía Sergi, simboliza un “otro lugar” con la flexibilidad suficiente para escapar de lo hegemónico; y el metal es la música a la que uno llega porque ha elegido el camino alterno al pop.
Pues entremos al festival vikingo. Convencí a una amiga de acompañarme y llegar temprano, ya que se advirtió que asistiría mucha gente. Lo más fácil fue manejar hasta el Valle del Silencio. Aunque no sea un lugar recóndito y el festival se ubique en las faldas del bosque, La Marquesa cumplía su función: hacernos creer que suspendemos la rutina urbana para convivir más de cerca con la naturaleza, lejos de la gran ciudad.
No pretendo engañar a nadie: lo primero que quise revisar fueron los puestos de comida. Si nos tomamos en serio eso de que “somos lo que comemos”, yo tenía mucha curiosidad por saber qué comeríamos cuando pretendiésemos hacer un viaje de más de mil años y no ser quienes siempre somos. La necesidad de entrar en el juego se apropió de nosotros, así que nos dirigimos a un lugar donde vendían hidromiel, una bebida en la que se fermenta una mezcla de agua y miel con levaduras. Nosotros, en todo caso, solo estábamos interesados en sus propiedades etílicas. Resultó ser muy refrescante y sin duda puso una buena nota inicial a la experiencia. Recorrimos los puestos de comida y vimos varios que ofrecían carne asada, como era de esperarse. Había conejo, salchichas artesanales, costillas y piernas de pavo para recrear la escena en que se toma el hueso con la mano y se muerde efusivamente la parte con más carne.
Vimos los demás puestos. La variedad de vendedores iba desde quienes habían fraguado cuchillos y espadas con sus manos utilizando huesos de animales que, nos dijeron, habían encontrado ya muertos cerca de las vías de un tren, hasta los que vendían peluches de Hedwig con etiquetas que declaraban la autenticidad de la mercancía. Donde encontramos mayor diversidad y recreación de motivos medievales fue en la joyería. Medallitas de símbolos celtas como el trisquel o el wuivre con representaciones del Yggdrasil, que es el axis mundi nórdico; y también dijes con imaginería satánica, como representaciones del macho cabrío en una estrella de cinco picos —porque el imaginario de la Edad Media, recordemos, es ese “espacio otro” que se desvía de lo hegemónico—. Había, además, accesorios para casa, adornos de madera y libretas. En los puestos, las playeras de Slayer y HammerFall se encontraban con las manos de quienes tiran un natural 20 y de los que más de una vez han dicho “No sabes nada, Jon Snow”. La feria, en fin, era el espacio preciso para portar un disfraz y hacer cosplay o para usar playeras que quizá uno no lleve a una junta de trabajo; un lugar de encuentro donde podía presumirse: “Esto es importante, esto me gusta, este soy yo”.
Pero sobre todas las cosas, lo que más se podía hacer era consumir. Había actividades como tiro con arco, lanzamiento de hachas, carrera de obstáculos o combate (simulado y regulado). Nosotros decidimos hacer tiro con arco (había que pagar antes, dicho sea de paso). No importa cuántas veces hayas visto a Légolas lograr un tiro perfecto, aquello requiere técnica, coordinación y concentración. No lo hicimos tan mal, después de un par de intentos nuestras flechas dieron en las dianas, aunque no en el centro. Afortunadamente, los objetivos estaban en el límite de la feria, así que si una flecha se escapaba, nadie saldría herido. Ya envalentonados por nuestras manos de guerrero, fuimos al área de lanzamiento de hacha (otra vez pagando). Ahí nuestra fortuna fue otra. No solo nuestras hachas no dieron en el blanco, sino que los troncos, aunque a una distancia prudente, estaban delante del área donde se ejercitaban los practicantes de tiro con arco. Los hados quisieron que una de las hachas de mi amiga errara el objetivo y rodara cuesta arriba, justo hacia donde había una niña sentada al lado de su mochila. El arma rodó hasta golpear con la mochila. El padre de la niña vio lo ocurrido. Tomó el hacha. Caminó cuesta abajo. Nos dijo: “Se pasan, deveras”.
Eso fue suficiente para que dejáramos el ejercicio de las armas y decidiéramos reencontrarnos con nuestra verdadera vocación, el hidromiel. Bebimos un poco más e hicimos cuentas; trasladarnos a la Edad Media costó más de lo que imaginábamos: tuvimos que llegar a La Marquesa, pagar la entrada y tener dinero para hacer cualquier cosa excepto ver la simulación de combate. Constaté que forjarse una identidad no es barato. Observamos a nuestro alrededor. Había familias y adultos que probablemente vieron en la feria la oportunidad de un paréntesis en sus vidas de trabajo cotidiano, las más de las veces tedioso.
Mientras salíamos y escuchábamos música de gaitas gallegas, que lo mismo podrían ser una recreación juglaresca que el puente de alguna canción de metal, me daba gusto ver que la gente se reuniera para ir a fabular un momento con una época que, aún siglos después, sigue siendo un espacio donde proyectar nuestras ensoñaciones.
Imagen de portada: Ilustración de The Tudor Pattern Book, 1504. Bodleian Library, University of Oxford