Piedras labradas y superpuestas; casas, palacios, templos y calles. Plazas, jardines, trazas urbanas e infraestructuras. Objetos, obras pictóricas, pergaminos, acervos y esculturas. Paisajes. La tarea de definir los significados y los contenidos del patrimonio cultural en nuestros días es tan compleja como infinita: una misión consistente en la formulación de ecuaciones en las que deben conjugarse aquellos recuerdos, imágenes y aprecios que los seres humanos decidimos fijar en un entramado de temporalidades e historias compartidas; relaciones compuestas a su vez por miradas y experiencias disímbolas: victorias, derrotas, olvidos y reiteraciones de sentidos diversos y no pocas veces contrapuestos. No es aventurado afirmar que las nociones que hoy conocemos sobre el patrimonio cultural nacieron de la concepción moderna del mundo. Para confirmarlo, tomemos en cuenta que, al finalizar la Edad Media, la modernidad amplió los horizontes sociales del conocimiento, de la historia y de la ciencia; del pasado, el presente y el futuro en una medida que antes del Renacimiento estuvo atravesada por múltiples murallas; una medida que desde entonces debió cifrarse en los potenciales campos sin fin de la memoria colectiva en relativa libertad. Justo a propósito del pensamiento renacentista y de las ideas de Nicolás de Cusa, Luis Villoro consideraba que en la capacidad de las personas para actuar “como Dios, creando”: imaginando y construyendo entornos, objetos e historias —posibilidad fundada en el arte, la razón y el trabajo— toma forma el factor determinante de la realización humana. Y es que, decía Villoro, al hacerlo, la humanidad da vida a un “mundo nuevo: el mundo de la cultura sobrepuesto a la naturaleza”. Es claro entonces que la cultura y el progreso modernos han evolucionado desde entonces atravesados por la contradicción: de un lado, han sido una semilla emancipadora para la humanidad; en el anverso, bajo la convicción moderna de su poder transformador individual y colectivo, el ser humano ha sometido a la naturaleza a un cruento régimen de explotación que parece no tener freno. Esto sin olvidar que bajo la égida moderna han tenido lugar otras tensiones: por su influjo hemos construido enormes ámbitos de libertad, instituciones democráticas y proezas científicas; paralelamente, la disputa por el rumbo moderno ha entrañado guerras, colonizaciones, desigualdades y violencia. El patrimonio cultural —aquello que en términos generales podríamos describir como el resultado más valioso de las obras que hemos producido en nuestro paso por el planeta: conocimientos, formas y artes heredadas para ser utilizadas y recreadas en beneficio de nuestro presente y de cara al futuro— no es ajeno a esta tensión. El saldo visible de nuestra modernidad —y con ella la historia del patrimonio cultural— entraña cifras ocultas: las de las memorias socavadas, olvidadas, invisibilizadas; las del expolio, el sufrimiento y el pensamiento colonizador.
El patrimonio cultural es nuestro espejo inevitable. Los reflejos que ahí depositamos son fruto de decisiones y albedríos no siempre consensuales. Así, por mucho tiempo se ha declarado patrimonio cultural aquello que tiene significados para el poder y su discurso; lo central, lo monumental, lo que da cuenta de narrativas legitimadoras de uno u otro sistema: la versión de los vencedores y la de la verticalidad patriarcal. En tanto, hemos colocado fuera de los registros a lo periférico, a las construcciones de tierra de las comunidades rurales, las formas de la favela, lo que escapa al canon dominante de la belleza o lo que cuestiona a la historia oficial: a la otredad y las memorias entreveradas de la subalternidad. Han debido pasar siglos para que surgieran las primeras intenciones de entender como patrimonio cultural a lo no construido, lo inmaterial e intangible. La razón de esta tardanza pareciera estar en la persistencia de los afanes culturales hegemónicos por no dar valor a formas de entender el mundo que van más allá de unas supuestas estructuras naturales de la vida humana: la religión, el mercado, la dominación de unos sobre otros. Bolívar Echeverría da cuenta de un intenso debate sostenido al respecto entre Claude Lévi-Strauss y Jean Paul Sartre: ¿la cultura está determinada por la tarea de producción material que la humanidad debe llevar a cabo para sobrevivir?, ¿no son la libertad, el lenguaje y la imaginación las claves motoras de la sociedad?, ¿qué papel juegan en ello el espíritu y el alma que las personas depositan en las cosas y en las formas de ser? En la búsqueda de respuestas a estas interrogantes se han incorporado al inventario moderno del patrimonio cultural rituales, leyendas, mitologías, costumbres, fiestas; técnicas, descubrimientos y sistemas del conocimiento que, a su vez, propician entendimientos polifónicos, asimilaciones y reconciliaciones producidas por una mejor comprensión de las diferencias, de las identidades y de los múltiples cruces y diálogos que entre ellas se han dado y se siguen dando. Para dar un ejemplo, a finales del siglo XX y a la luz del estudio del periodo barroco mexicano, Guillermo Tovar de Teresa se propuso entender el contradictorio ethos novohispano a partir de los significados que podían encontrarse en la pequeña escultura de un caballo alado colocada en lo más alto de la fuente central del patio del Palacio Nacional en la Ciudad de México. Las conclusiones de Tovar dan cuenta de la capacidad del patrimonio cultural para aportar claves contemporáneas que arrojan luz sobre nuestro pasado: aquel Pegaso resultó entrañar una poliédrica narrativa compuesta por alusiones al espíritu soberano de la población criolla, a una dificultosa y cruenta asimilación del origen indígena, a una aspiración dibujada con metáforas y constelaciones que ilustran un proceso de conformación identitaria y de diferenciación frente a España. Entre los siglos XVI y XIX, la modernidad está también hecha de símbolos y códigos que explican y propician búsquedas en el futuro. Con el devenir moderno adquirieron fuerza y amplitud las ideas existentes sobre las artes, la ciencia, el patrimonio cultural y el valor de los paisajes naturales; en contrapartida, el anverso destructor de la modernidad hizo su parte. Al iniciar el siglo XX, la Primera Guerra Mundial arrebató la vida a millones de personas y devastó miles de poblados rurales, además de producir la pérdida masiva de obras de arte, esculturas y objetos metálicos de la vida cotidiana que debieron ser fundidos para fabricar armas. El ambiente pre y posbélico de esos años estuvo marcado por las polémicas entre los defensores de la tradición y los apologistas del espíritu de la modernidad capitalista industrial, entre las visiones libertarias, los nacionalismos y el totalitarismo. Estas tensiones determinaron un punto de inflexión en el rumbo de la humanidad, giro que a su vez implicaría nuevas visiones sobre el patrimonio cultural no exentas de miradas que buscaban deificar pasados míticos o exaltar la omnipotencia del progreso moderno en sus distintas acepciones. De la disputa, sin embargo, surgió un acuerdo básico auspiciado por la Sociedad de Naciones y construido por un grupo de intelectuales aterrados por la destrucción y la incertidumbre: la Carta de Atenas de 1931, primer tratado que pretendió establecer algunos consensos internacionales sobre la conservación del patrimonio cultural en un mundo que comenzaba a desbocarse. La Carta postula que los “Estados defensores de la civilización” deben tener entre sus obligaciones —a través de leyes y de instituciones especializadas— conservar las “obras maestras” que se debieran considerar patrimonio de la humanidad. El documento reivindica el uso de la ciencia y la educación para este propósito, ya que “la mejor garantía de conservación de los monumentos y las obras de arte viene del afecto y del respeto del pueblo”. Estas nociones darán pie a un primer influjo creador de legislaciones y políticas abocadas al patrimonio cultural en el mundo. En México, abrevando del impulso académico e intelectual de la posrevolución, Lázaro Cárdenas decretó la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y así inició una política de Estado capaz de proteger los vestigios paleontológicos y arqueológicos mesoamericanos, al tiempo de afianzar una narrativa conceptual más sólida y multidimensional de nuestro pasado colonial. Al poco tiempo sobrevino de nuevo el terror bélico. La Segunda Guerra Mundial significó la más grande ola destructora de la que se tenga memoria. La marea genocida tuvo como tétrico reflejo la aniquilación de ciudades enteras que, a diferencia de la Primera Guerra, incluyó el bombardeo de polígonos monumentales enteros en las principales ciudades de los bandos en conflicto. Catedrales, museos, conjuntos arqueológicos y barrios históricos fueron borrados del mapa. Es sabido que al finalizar aquella guerra fue diseñado el orden mundial que regiría buena parte del siglo XX y que, para garantizarlo, se fundó en 1945 la Organización de las Naciones Unidas. Como respuesta al trauma producido por la barbarie, se acunó un influjo diplomático e intelectual —en el que participó destacadamente el mexicano Jaime Torres Bodet— del que nació un organismo especializado de la ONU dedicado a la educación, la ciencia y la cultura: la UNESCO, cuyos postulados fundacionales señalan que “puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz […]. La amplia difusión de la cultura y la educación de la humanidad para la justicia, la libertad y la paz son indispensables a la dignidad del hombre”. Para ello la UNESCO se propondría, entre otras cosas, fomentar “la conservación, al progreso y la difusión del saber, velando por la conservación y la protección del patrimonio universal de libros, obras de arte y monumentos de interés histórico o científico”. En México, en 1946, siendo secretario de Educación Pública el propio Torres Bodet, Carlos Chávez, Blas Galindo y Salvador Novo fundaron el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. La posguerra fue un periodo prolijo en la creación de instituciones educativas y culturales en Occidente y particularmente en América Latina. Como ejemplo, en la capital mexicana nació el Museo Nacional de Antropología en 1964, concreción reivindicativa del pasado indígena y preludio de los primeros reconocimientos formales de nuestra diversidad cultural. En el mundo, tras una sucesión de aproximaciones y manifiestos, en 1972 fue adoptado el instrumento de derecho internacional vigente más importante en el tema que nos ocupa: la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural. A la luz de la preocupación por las amenazas destructivas provenientes de los ya temibles efectos avasalladores del progreso económico sobre la naturaleza y los paisajes históricos, en la Convención del ‘72 se amplían nociones largamente incubadas y se definen categorías: el patrimonio cultural, dice el texto, está compuesto por
los monumentos (obras físicas, vestigios arqueológicos y rupestres) que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia; los conjuntos (de construcciones y arquitecturas cuya unidad e integración en el paisaje les confiere valor) y los lugares: obras del hombre u obras conjuntas del hombre y la naturaleza así como los lugares que tengan valor desde el punto de vista histórico, arqueológico, estético, etnológico o antropológico.
Destaca en esta Convención la inclusión del patrimonio natural vinculado al cultural, concepto plausible así sea desde una visión antropocéntrica. El documento define como patrimonio natural a
los monumentos naturales constituidos por formaciones físicas y biológicas que tengan un valor universal desde el punto de vista estético o científico, las formaciones geológicas y las zonas que constituyan el hábitat de especies amenazadas, […] los lugares naturales que tengan valor desde el punto de vista de la ciencia, de la conservación o de la belleza natural.
Ese mismo año en nuestro país es promulgada la ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, vigente hasta hoy. En ella se establece que el INAH tendrá a cargo la investigación y protección de los vestigios arqueológicos y paleontológicos, así como de los monumentos históricos: los que datan del fin de Tenochtitlan en 1521 hasta el final del siglo XIX. Al INBAL la ley le confiere velar por el patrimonio artístico, aquel que fue creado a partir del siglo XX. No será sino hasta 2017, con la creación de la Secretaría de Cultura del Gobierno Federal y la aprobación de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales, que en México se establezca la protección del patrimonio cultural inmaterial. La historia mexicana confirma que nuestras herencias autoritarias y una enraizada cultura de la ilegalidad han hecho que la aplicación de este amplio conjunto normativo haya sido inconstante y desigual, frecuentemente sujeto a la injerencia del poder económico y los intereses del poder político. A ello hay que agregar un estrangulamiento presupuestal histórico agudizado en los tiempos del modelo neoliberal. Si bien hemos logrado conservar cientos de miles de construcciones y objetos, zonas de monumentos y zonas arqueológicas, decenas de prácticas culturales y sitios inscritos en las listas del patrimonio mundial de la UNESCO, la tarea está inconclusa: la destrucción y la incuria nos han asestado dolorosas pérdidas (baste el caso del patrimonio moderno como ominosa prueba) a lo largo de casi cinco décadas. Los sismos de 2017 evidenciaron nuestras insuficiencias a la hora de atender en la emergencia los más de dos mil monumentos que resultaron dañados. Evidencia materializada en la falta acumulada de mantenimiento y en el déficit de una participación ciudadana formada en los retos de la conservación. Signo también de nuestros lastres fue que la devastación ocurrió con mayor gravedad en los pueblos indígenas más alejados, quienes tampoco tuvieron herramientas o apoyo para poner en pie sus antiguas viviendas de adobe. En el terreno global el panorama tampoco es sencillo. El cambio climático, las guerras, la voracidad inmobiliaria, la lógica del consumo que todo lo mercantiliza y lo desecha son sólo algunas de las amenazas que se ciernen sobre el patrimonio cultural y natural en un mundo que además se ha vuelto predominantemente urbano. Como respuesta inicial, en 2003 la UNESCO aprobó la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, a propósito de la cual, Lourdes Arizpe ha apuntado:
el patrimonio cultural intangible […] consiste en una propagación de significados alojados en lo profundo de la memoria colectiva. […] La principal premisa en su definición es que las culturas están en constante cambio, a medida que quienes las practican […] crean nuevas formas y se adaptan a las circunstancias históricas.
En esta misma tendencia la propia UNESCO reconoció en 2011 la insuficiencia de las medidas adoptadas a lo largo de las últimas décadas para proteger dinámicas culturales ahora caracterizadas por una acelerada metamorfósis. Así, partiendo de la urgencia de entender que en las ciudades se conforman el presente y el futuro humanos fue emitida la “Recomendación sobre los Paisajes Urbano Históricos”, en la que, trascendiendo la noción de lo patrimonial como lo central y monumental, se define al paisaje histórico como la totalidad del territorio de las ciudades: un tejido cultural en movimiento; un andamiaje de valores y conocimiento del que forman parte todas las comunidades humanas.
¿Qué le deparan nuestros convulsos tiempos al patrimonio cultural? Para contestar la interrogante podríamos comenzar por advertir que en momentos de crisis la memoria colectiva nos ha permitido volver a iniciar una y otra vez recordando los puntos de partida que nos han llevado a puertos menos inciertos. La memoria histórica compartida en tiempos globales nos puede ayudar a reconstruir lo destruido; a aprender de los otros a partir del diálogo y la cooperación.
Resignificar el patrimonio cultural es vital para la humanidad y para el planeta. Al hacerlo debemos imaginar un nuevo paisaje: parafraseando a Saskia Sassen y a Carlos Monsiváis, la tarea es trazar una geografía policéntrica que, desde abajo, pueda integrar lo marginal en un plano horizontal, igualitario, que tenga a la diversidad cultural como valor fundamental. Ese paisaje debe ser un espejo creativo, mucho más grande y no fragmentario, habitado equitativamente por las culturas de las ciudades y el campo, por todas las expresiones del arte en libertad, por los excluidos y los diferentes, por las mujeres, los pueblos originarios y los habitantes de los barrios empobrecidos, por la academia y por instituciones cimentadas en la transparencia y la ética de la responsabilidad. Aprendamos con humildad de las chinampas que, sobre el agua y durante siglos, produjeron el sustento que daría origen a nuestra gran ciudad; de las comunidades indígenas que han sabido vivir en sociedad respetando y agradeciendo a la Tierra. Para construir ese paisaje hagamos un uso sostenible de las mejores enseñanzas que el patrimonio cultural ha puesto en nuestras manos: conocimiento científico, comunicación infinita, tecnologías e ideas democráticas en movimiento. Reinventarlo todo es posible usando los puentes de la memoria, sólo no olvidemos que en ese paisaje, junto a nuestra creación cultural y como parte de ella, debe haber árboles, ríos, flores, animales, mares e insectos. En juego está el patrimonio biocultural del futuro: la reproducción de la vida misma.
Imagen de portada: Eduardo Abaroa, fotograma de Monolito de Coatlinchan, 2012. Cortesía del artista y kurimanzutto