Hay algo encantador en la sonrisa de un hombre que inicia una conversación diciendo: “Soy vegetariano, sin guacamole moriría”. Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) es el tipo de humano que abraza el disparate y ejerce el absurdo. Antes de empezar la charla, le pido un par de fotos. “¿Quieres fotos locas o normales?”, me pregunta. Elijo las primeras y él salta sobre la mesa y gesticula una serie de muecas inimitables. Entusiasta de la simpleza, Keret ha construido su trayectoria con libros de historias cortas, elogiadas lo mismo por la crítica que por el gran público. La penúltima vez que fui hombre bala (Sexto Piso, 2019) es su colección de cuentos más reciente.
Etgar, para mucha gente —críticos incluidos— tú eres la voz de una generación. ¿Comulgas con esa idea? ¿La percibes como una carga?
No, porque creo que es muy complicado hablar de esa idea. Cuando hablas de una generación, generalmente te refieres a un grupo específico, pero las personas de mi edad pueden estar en Wall Street tratando de hacer dinero, o ser terroristas de ISIS que buscan asesinar gente, o ser estudiantes que hacen un doctorado en teología… Hay algo reduccionista cada vez que se habla de que alguien es la “voz de una generación”. Yo escribo sobre la debilidad humana. Y suelo escribir sobre lo que los estadounidenses llaman “perdedores”. Odio esa palabra, pero escribo sobre perdedores. Creo que cualquier persona que esté conectada consigo misma se da cuenta de que es una perdedora, porque la vida es un juego de perder. Nadie va a ganar, al final todos morimos. Muchos de nosotros lo haremos con gran dolor, después de perder a nuestros seres queridos. Así que creo que mi escritura es algún tipo de manual sobre cómo perder con dignidad.
Es interesante que hables de pérdida porque muchos de tus personajes en este libro me dan la impresión de estar cercanos a la muerte. En ocasiones es una idea que expones de forma muy explícita, pero en otras esa sensación simplemente está sugerida.
Creo que el libro se trata, en buena medida, de cómo se experimenta hoy esa palabra: muerte. Basta con mirar a la sociedad de hoy; decimos que queremos un mejor trabajo, una mejor pareja, un burrito más sabroso…, pero en cierto sentido somos como alguien que está buscando conseguir una mejor habitación en el Titanic. Vivimos la vida dentro de esta dinámica, pero a veces no podemos escapar a la sensación de que el barco entero se está hundiendo lentamente.
¿Y no hay nada que podamos hacer para detenerlo?
Creo que, para empezar, lo que podemos hacer es ser conscientes de nuestra situación. Vas a sentirte muy estúpido si pasas los últimos segundos de tu vida peleando por un postre gratis mientras el agua te llega a la cabeza. Lo que hay que entender sobre la condición humana es que hay cosas que puedes cambiar y otras que no, pero sumirse en la depresión total es una falta de respeto a la vida. Decir “quiero un departamento más grande y tener más dinero, pero me importa un carajo la globalización y que haya gente que no pueda acceder a la comida” o “no me importa el hecho de que las personas por las que voté sean racistas, xenófobas o fascistas” para mí es un abuso a la vida. Se nos da la vida para cambiar lo que podemos, para admitir la derrota cuando podemos, pero meter la cabeza en una cubeta y decir “estoy en el paraíso” es irrespetuoso.
Especialmente en estos tiempos, ¿no?
Sí, creo que lo que ocurre es que con los medios de comunicación masiva hay dos tendencias: una de ellas es que solemos ser más pasivos, lo cual significa que consumimos las ideas de otras personas y nos ensoñamos con ellas. Seguimos a gente en Twitter y replicamos lo que dicen y hacen, queremos comprar productos que algún tipo en Estados Unidos recomendó. Tenemos que pelear para ser siempre atractivos. Por otro lado, las plataformas digitales siempre nos orillan a ser egocéntricos. ¿Para qué hablar de los problemas cuando puedo mostrarte el increíble postre que acabo de preparar o el maravilloso atardecer que pude ver durante mis vacaciones en Tulum? Las páginas de Facebook son la epifanía de una celebración del ego, de alguien que presume a su mascota o a su bebé, y dice “Esto es el mundo”. Pero eso no es el mundo. En el momento en que la única narrativa que te interesa es tu propia historia reduces tu existencia. Es como si quemaras tu pasaporte y dijeras “Nunca voy a irme de la Ciudad de México porque es el mejor lugar del mundo y no me interesa saber cómo viven otras personas ni lo que piensan”. Sería una pena. Sólo vives una vez, así que ¿por qué no tomar el grand tour?
1967 fue el año en que naciste. Fue también el año en que los Beatles lanzaron Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y, además, el año de la Guerra de los Seis Días en Medio Oriente. Es una contradicción cultural. Mientras pensaba en eso, se me ocurría que tu literatura está llena de esos contrastes: ocurren cosas buenas mientras ocurren cosas malas. Así es como transcurre la vida…
Sí, creo que la belleza de la vida está en su naturaleza polifónica. Traigamos a la mente una imagen de 1967: el Medio Oriente es una zona de guerra, el Sargento Pimienta está peleando en el frente y una mujer embarazada me está dando a luz… Eso podría ser una gran película. Me gusta esta idea de ser capaz de mezclar el pensamiento popular con una imaginación ilimitada y con un individualismo muy firme. Aquél fue un gran momento en el cual el entretenimiento y el gran arte finalmente se cruzan. Eso prueba que puedes decir cosas valiosas y al mismo tiempo ser comunicativo. No significa que si tienes algo furibundo que decir tengas que hacerlo de una forma que excluya a los demás. A pequeña escala, diría que ése fue un año terrible para Israel. Muchas veces, a causa de la ansiedad, una víctima se puede convertir en victimario. Ése fue el año en que pasamos de ser un país pequeño que luchaba por subsistir a ser el país que ocupó e impuso un estilo de vida a otra gente. Creo que ese trauma, que ocurrió hace poco más de cincuenta años, es todavía algo que nos persigue hasta estos días.
No es exagerado decir que tu país ha estado en guerra durante toda tu vida. ¿Qué significa para ti escribir desde esa perspectiva, pertenecer a una nación en conflicto permanente?
Nací en medio de la guerra del ‘67, fui a la escuela en la guerra del ‘73, fui a la preparatoria durante la guerra de Líbano… toda mi vida ha estado marcada por guerras y conflictos. Lo que siempre me ha frustrado es que la gente en mi región ve el ciclo de la guerra del mismo modo en que ve los ciclos del clima. A nadie le gusta mojarse en la lluvia, pero ¿qué puedes hacer? A veces llueve. Y la idea allá es que a veces hay guerra. Sin embargo, eso no es verdad, porque el clima no está bajo nuestro control, pero las guerras son siempre un producto humano. Creo que la materia prima de la guerra es opuesta a la de la literatura. Son casi como materia y antimateria. Si la literatura se trata de reconocer otras narrativas —porque cada vez que lees un libro ves el mundo desde los ojos del otro—, en la guerra te cierras a cualquier narrativa, y dices: “Yo soy el bueno; el otro es el villano de mi historia, es estúpido y malvado”. Si somos capaces de reconocer que nuestra narrativa es importante, pero no la única, sería el primer paso para terminar el conflicto en el Medio Oriente. O cualquier otro conflicto.
A veces los lectores esperamos y demandamos mucho de nuestros escritores favoritos, de nuestros ídolos en general. ¿Tenemos derecho a demandarle algo a la literatura?
Si la literatura es una fuerza, es una fuerza muy débil. A pesar de que la literatura es tan importante para la vida, no se puede aprovechar. Yo no puedo escribir cuentos que acaben con las guerras o con el racismo, sólo puedo escribir historias que sean como susurros en el viento. Si alguien quiere escuchar, puede escuchar, pero no puedo forzarlo a aceptarlas. A menudo, cuando enseño escritura a mis alumnos, tomo un libro y les pregunto: “¿Qué pueden hacer con él? ¿Pueden cocinar un huevo en él? No. ¿Pueden cortar el pan con él? No. ¿Pueden dispararle al enemigo con él? No”. No sirve para nada y eso es lo que lo hace tan importante. En la vida nos aprovechamos de todo lo que hacemos. Ahora estoy hablando contigo, y digo: “Si puedo sonar realmente listo, entonces la gente que lea esta entrevista comprará mi libro”. Tengo un interés sobre lo que puedo ganar o perder. Cuando escribo una historia, que es pura ficción, no tengo qué ganar ni qué perder. Eso me permite ser totalmente honesto, estar en la experiencia en sí y no en el resultado de esa experiencia.
En Polonia hay una casa del arquitecto Jakub Szczęsny, llamada Keret House, que se inspira en tu literatura. Todavía es, si no me equivoco, la más estrecha del mundo. ¿La idea de lo compacto es algo con lo que sigues comprometido?
Sí, creo que la estética de mis historias es totalmente instintiva, no ideológica, pero viene del hecho de que estudié matemáticas, donde la prueba más estética es la más accesible y la más corta. Todos conocen el Teorema de Pitágoras porque es muy simple y podrías explicárselo a un niño de cinco años. Yo crecí con la idea de que la mejor historia es aquella que le interesa tanto a un intelectual como a un niño pequeño. Siempre con la idea de agarrar la emoción en sí, de tomar el corazón de las cosas. Ése es el ideal. No siempre tengo éxito, pero es a lo que aspiro.
Imagen de portada: Etgar Keret. Fotografía de Ángel Soto Ⓒ