Pandemónium

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Claudia Amengual

El primer demonio llegó a las seis. Sin anunciarse ni pedir permiso, un poco antes de la hora prevista. No necesitaba que le abrieran la puerta. Llegó, estudió la habitación de un vistazo y eligió el mejor lugar, como siempre. Se acomodó en el sofá blanco y apoyó los pies sobre la mesa. Lucía cansado a esa temprana hora de una mañana abrileña, cuando la ciudad apenas iniciaba su ajetreo. Pequeño y amoratado, el demonio del egoísmo se estiró hacia atrás y estuvo a punto de iniciar una siesta. Pero no correspondía a su naturaleza. Es sabido que los demonios no duermen. Allí, repantigado como un gatito, acaso presintiendo el riesgo de la pereza, se dijo que tanto trato con humanos lo estaba pervirtiendo. Milton Iseris vivía como si fuera inmortal, como si tuviera a su disposición el tiempo. Todo lo dejaba para el día siguiente. Así había sido en los últimos dos años desde la inauguración de su vida nueva. No había flaqueado ni una vez, no se había permitido ni un pensamiento. Liberado de sus amarras, se sentía aliviado y casi feliz. Hasta que declararon la pandemia. Oyó la noticia y supo que el problema no sería la soledad, sino el aislamiento. De hecho, la soledad era amable y discreta. Estaban a gusto juntos y en esa paradoja existencial se entendían. Entre ellos no cabían reproches, mentiras ni penas. Mucho menos exigencias. Pero desde hacía unas semanas Milton Iseris había ido cortando los últimos lazos que le quedaban con el mundo y empezaba a sentirse demasiado a gusto con aquel confinamiento. De vez en cuando un demonio insinuaba su cola tras el televisor, bajo la cama o en la alacena. Empezaron a llegar de improviso y hasta el momento no habían sido más que visitas fugaces, sin palabras ni gestos. Apenas un recordatorio de que estaban cerca y podían entrar cuando quisieran. Milton Iseris los intuía y miraba hacia otro lado para ahuyentarlos con indiferencia. Sabía que si se detenía a pensar en ellos estaría cediendo. A decir verdad, no le preocupaba su presencia, siempre y cuando no interfirieran. El desafío sería mostrar que el confinamiento lo afectaba como a todos. Debía ensayar alguna falsa queja. Habría que inventar alguna excusa y practicar frente al espejo hasta parecer convincente. En cualquier momento lo pondrían a prueba. Alguien le lloraría sus cuitas por teléfono. Pero él no estaba interesado en acompañar dolientes. No lo dudó. Estrelló el teléfono contra el suelo y se quedó mirándolo como quien vela a una mascota muerta. Ahora sí estaba solo y eso le daba una paz inmensa. Sí, la soledad era bella. En cambio, el aislamiento… Amanecer sin responsabilidades era un deleite. Cada mañana, apenas abrir los ojos, daba gracias y se decía que su decisión había sido buena. En eso estaba cuando vio llegar al demonio del miedo. Un poco más estilizado, de movimientos envolventes, sabedor de una cierta jerarquía que lo situaba por encima de sus compañeros, rechazó la facilidad de los asientos y se acomodó en el suelo. Su masa esponjosa se expandió por toda la habitación, como una alfombra gris y funesta. De soslayo, con displicencia, saludó al demonio del egoísmo y este le devolvió un imperceptible siseo. Milton Iseris no se molestó en cortesías. No le interesaba entablar ningún tipo de relación con ellos. Sabía de su existencia y había notado el aumento de las visitas en los últimos tiempos. Hubiera preferido que no vinieran, claro, pero sabía que oponerse sería contraproducente. Además, se sentía seguro. Podía mantenerlos a raya siempre y cuando no les diera importancia. Algún día, pensó, se cansarán e irán a otra casa a romper la paciencia. Se preparó un café y cortó una naranja. Aspiró el perfume cítrico con deleite. A esa hora de la mañana el silencio era intenso. Adoraba ese silencio. Adoraba no tener ni una planta de qué ocuparse. Ninguna responsabilidad más que proteger aquel espacio que tanto le había costado construir. Un espacio solo de él, un espacio donde no debía rendir cuentas. Y ahora la pandemia le daba la excusa para evitar los esporádicos compromisos sociales a los que asistía sin ganas, sólo porque le parecía dramático y cursi llevar su soledad al extremo. Pero ya no debía preocuparse por eso. Nadie festejaba cumpleaños, no había bodas ni aniversarios, ni reuniones de amigos, nada. La gente se quejaba del confinamiento, clamaba por ver a hijos y nietos. Algunos se deprimían, llegaban incluso al borde mismo de desear la muerte. Para Milton Iseris era el estado ideal. Mientras tomaba su café y disfrutaba del resplandor rosa que entraba por la ventana, sentía que estaba hecho para eso. Se ducharía y se vestiría sin pensar más que en su comodidad, sin preocuparse por modas o etiquetas. Un pantalón holgado, camiseta de algodón y medias. La barba de dos días y el cabello húmedo. ¿Y qué? Podía andar desnudo si quisiera. Iba a dedicarle ese día a pulir un par de poemas. Sin presiones, seguro de que nadie notaría su ausencia. Tanto, tanto, tanto le había costado construir aquello. Por eso los demonios no lo preocupaban. Sabía que merodeaban y que sus visitas eran cada vez más frecuentes, pero lograría controlarlos. Sólo debía ser indiferente. Entonces llegó el demonio de los celos. Esquivo y poco dado a las demostraciones de urbanidad ―tratándose de demonios no cabe hablar de afecto―, deslizó sin ruido su piel verdosa y se quedó quietecito tras la biblioteca. Desde allí tenía una vista panorámica y perfecta. Sin exponerse demasiado podía observar al demonio del egoísmo y al demonio del miedo, el narcisista de siempre, creyéndose por encima de los otros, con aquella grisura que pretendía abarcarlo todo. El demonio del miedo se sentía superior y no lo era. El demonio del egoísmo, en cambio, solo buscaba su provecho. No le interesaba la competencia, siempre y cuando estuviera claro que su bienestar era lo primero. ¡Habrase visto semejante palurdo!, pensó el demonio de los celos. ¡Poner los pies sobre la mesa! Milton Iseris, taza en mano, de pie contra la ventana, vio cómo la ciudad amanecía y pensó que el aroma del café era balsámico. La pandemia se había instalado hacía cinco semanas y el confinamiento obligatorio tenía las calles convertidas en desiertos. Solo se veía a una mujer que paseaba a un perro y parecía demorarse demasiado en su caminata permitida, cuadra abajo, cuadra arriba, una, diez, treinta veces. El viento hacía firuletes con un periódico viejo que fue a enredarse en las ramas de un álamo y quedó flameando como una absurda bandera. Qué serenidad, pensó Milton. Cuánta limpieza. ―¿Será que podemos empezar? ―dijo el demonio del egoísmo― Ya son las seis y media. No dispongo de la mañana entera. El demonio del miedo se irguió un poco y dejó ver su masa expandida, ahora erizada como un gato alerta. Le disgustaba que el otro hubiera tomado la iniciativa. A él nadie le marcaba el ritmo. Estaba molesto. ―Será ―respondió entre dientes―. Empecemos. El demonio de los celos vio cómo brillaba la pelambre del demonio del egoísmo, y pensó que a él le faltaba un poco de acicalamiento. ¡Pero, claro! Al demonio del egoísmo le sobraba el tiempo. En cambio, él gastaba sus horas en observar a los otros y a envidiar el bien ajeno. Era un esfuerzo agotador. ¿En qué momento podía permitirse el lujo de ocuparse de su belleza? Cómo detestaba al demonio del egoísmo, solo preocupado por su provecho. Y aquel pelo brillante y sedoso. Tendría que averiguar cómo lo mantenía de ese modo. Lo detestaba, pero ese pelo… ―Empecemos, sí. A mí tampoco me sobra el tiempo. Milton Iseris oyó el intercambio de voces como si viniera del pasado. Fue al baño a cepillarse los dientes y se descubrió algo demacrado en el espejo. Se dijo que un poco de vitamina D suplantaría la falta de sol y que quizá no estaba alimentándose bien. Un recuerdo olfativo vino desde lejos. Era el olor de su hogar, el olor de la comida recién hecha, el inconfundible olor de las personas queridas. ¿Queridas? ¿Acaso no había dejado de quererlas? ¿Acaso no había decidido cortar con todo eso? Ahora no iba a ceder a la facilidad de la queja. Ahora que el confinamiento le permitía evadir los encuentros sin necesidad de inventar excusas, no iba a dejarse ganar por nostalgias ni arrepentimientos. Había roto con su vida anterior, dejado esposa e hijas, y no había vuelto a saber de ellas. Había cambiado de trabajo. El sueldo era bastante menos, pero le bastaba. Solo debía preocuparse por él. Esa era su vida elegida y no cabía el remordimiento. ―Es lógico que no quiera salir de casa ―dijo el demonio del miedo―. Yo mismo se lo he recordado hasta en sueños. Afuera anda el virus y el virus es la muerte. Cualquiera puede tenerlo. Un estornudo, una tos, un abrazo y ¡se acabó! El virus entra. ―Contagiarse no es tan grave para un hombre joven ―terció el demonio de los celos―. En cambio, debería pensar en su trabajo. Mientras él permanece aquí dentro, algún compañero estará ganándose la voluntad del jefe. Ya le pasó una vez con aquel pelirrojo, ¿lo recuerdan? Hay que ver la vida que se da el tipejo. Cambió el auto, novia nueva… ―A mí me da igual lo del trabajo. Lo importante es que haga lo que quiera. Si está a gusto encerrado, que se encierre ―el demonio del egoísmo casi dictó sentencia. ―¿Y las hijas? ¡Dos años sin verlas! Van a odiarlo. O peor, van a olvidar quién era ―dijo el demonio del miedo. ―Las hijas ya entenderán cuando crezcan. No tuvo opción. O se alejaba o… Milton Iseris pensó que estaban llegando demasiado lejos. Podía soportarlo todo, pero el recuerdo de sus hijas estaba instalado en el territorio fangoso de la culpa y él luchaba por mantenerse a salvo de esa ciénaga. Trataba de no pensar en ellas. Un día, sin premeditación ni estrategias, se apartó de todo. Renunció a lo que tenía e inauguró una vida nueva. Solo solo, solo, la soledad y él, extraña pareja. Pero ahora, los demonios se habían excedido. Ya no eran aquellas apariciones efímeras. Ahora se le habían instalado dentro. Y uno de ellos tenía los pies sobre la mesa. ―Éste termina mal ―dijo el demonio del miedo. ―¿Y cuál es la opción? ¿Volver con la cola entre las piernas? La mención a la cola hizo sonreír al demonio de los celos. Pero se contuvo. No iba a darle un triunfo al demonio del egoísmo. No iba a regalarle un motivo de satisfacción a ese egocéntrico. Salió de su escondite tras la biblioteca y se ubicó bajo el único haz de luz que formaba un círculo en la alfombra. Su cuerpo verdoso adquirió un brillo amarillento. ―Hay que ver cómo le está yendo a su hermano, al menor, me refiero. No sé si saben, pero en la universidad es el profesor estrella. Acaban de contratarlo de una universidad extranjera. El orgullo de los padres, sí. En cambio, éste… El demonio del egoísmo no soportaba al demonio de los celos. Lo consideraba inferior, un pacato de poco seso. Dedicaba demasiada energía a los otros en lugar de ocuparse de sí. Y ocuparse de sí ―el demonio del egoísmo lo tenía claro―, al final del día, resulta la elección más inteligente. En tanto su bienestar estuviera asegurado, el mundo podía explotar afuera. Decidió que ya estaba bien de tanta cháchara. Los tres sabían por qué estaban ahí. Había que hacer lo que había que hacer y dejarse de perder el tiempo. ―No sé ustedes ―dijo el demonio del egoísmo―, pero yo no tengo toda la mañana. Por mí, que haga lo que quiera. Si está a gusto así, que así se mantenga. ―De acuerdo ―agregó el demonio del miedo y los otros dos se sorprendieron por tan abierta coincidencia. ―Que haga lo que quiera. Además, afuera está el peligro. No solo por el virus. Lo peor es la gente. La gente con su maldad, ¿entienden? La gente con sus sombras. En momentos así, aparecen. ¿Salir a la calle para qué? ¿Para enfrentar la hipocresía, la traición, los celos? ―Eh, eh, eh… un momento ―intervino el demonio de los celos. ―Yo no me meto con los miedos. ―Votemos― sugirió el demonio del egoísmo mientras prolongaba un sonoro bostezo. ―Votemos ―dijo el demonio del miedo, como si fuera necesaria su palabra para legitimar un acto tan solemne― Voto porque se quede adentro. ―¿Para siempre? ―preguntó el demonio de los celos que temió quedarse sin trabajo si Milton Iseris perdía todo interés por la vida ajena. ―Que no salga. Que se quede ―votó el demonio del egoísmo, aunque le importaba poco y nada el asunto. Ahora todos sus pensamientos estaban puestos en saber si en su próximo destino ―la casa de un jardinero― habría un sillón tan cómodo como éste. El demonio del miedo notó la vacilación en el demonio de los celos. Como la unanimidad era la regla, creyó necesario interceder. ―No hay de qué preocuparse. Si no sale, tendrá más tiempo para pensar en los otros, imaginar lo que hacen o lo que tienen. Y lo que se está perdiendo. El demonio de los celos no había pensado en eso. Había que reconocer que el demonio del miedo tenía sus méritos. Accedió con un suspiro. —Sea. Que se quede. La situación estaba resuelta y los demonios festejaron con un chillido espeluznante que se expandió por la habitación de pronto coloreada por la bruma del amanecer. Una bruma morada y verde. El chillido se le instaló a Milton Iseris como una punzada en el pecho. Ese fue el límite de su tolerancia. Aquella caterva de indeseables no iba a manejarle la vida como si fuera de ellos. No iba a permitirlo, no. Que se fueran. Que lo dejaran en paz. Malditos. ¿Con qué derecho? ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! Arremetió contra el sillón, pisoteó la alfombra, dio puñetazos a su biblioteca ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! Sintió que se le partía el pecho. Un grito de animal herido brotó de su garganta y se estrelló contra las paredes. ¡Fuera, malditos! ¡Fuera! Rompió cuanto tuvo a su alcance, arañó, rasgó, estrelló cristales y no sintió dolor ni notó la sangre que iba marcando sus huellas. ¡Fueraaaaaaaaaa! Quedó tendido en el piso, exhausto, como muerto. Un tiempo indefinido que pudo haber sido un par de minutos o una vida entera. Y aquel rayo extendiéndose en el pecho. Un dolor insoportable, intenso. Un teléfono, necesitaba un teléfono. Ya sin fuerzas, buscó a su soledad, pero no había rastros de ella. En su lugar, inundándolo todo, ocupando cada milímetro, el sillón, la alfombra, la biblioteca, sonreía como un rey en su trono el peligroso aislamiento. La bruma se volvió gris. El último en irse fue el demonio del miedo.

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Imagen de portada: Máscaras japonesas y demonios. Grabado de Kunisada Utagawa, 1860/1920. Wellcome Collection CC