No hablo del abuelo y su breve lozanía, de sus manos ariscas, no hablo de su longevo padre, ni de la tía solterona que ordeñaba a las vacas, ni de aquella cuya muerte a la mitad de otoño interrumpió el cultivo de zarzas. Tengo demasiados huesos en la boca. Hablo de mis otros ancestros: Lucy, la chimuela, sus cincuenta y dos huesos, su muerte milenaria de veinte años, todas sus fracturas. Hablo de sus hijos no sabemos cuántos, dónde, y de sus allegados: Ardi, la de largas manos, hallada junto a un río, su cadáver recogido por partes y sus huesos constelados sobre un fondo negro son apenas el gesto borroso, movido de un cuerpo. Hablo de ese carnal agradable que primero encontró en su cara la sonrisa e hizo de la amenaza de los dientes una señal ambigua de afecto, y de una zarigüeya con nombre de tía, Juramaia sinensis, escasa ascendienta de apetito fúnebre, animalia chordata, rápida, trepadora, dúctil, eutheria, la primera bestia verdadera. Y también de los otros, ése de nombre y vocación heroica, Hynerpeton, el primero en dejar el agua. Hablo del reino animalia, celebro con ardor y arrebato a ese antecesor fogoso que inauguró el sexo un buen día hace millones de años, pero también a los ancianos platelmintos, hermafroditas, parásitos, parcos, con su acumulación humilde de neuronas. Hablo de la simbiosis parasitaria de eucariotas y procariotas, de la incipiente mitocondria. Celebro, al fin, a esa primera célula organizada, a la primera huérfana y la última, a ella, inmaculada madre unicelular, sin pecado concebida, bendita entre toda la materia estéril. A ella, he olvidado su nombre, Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María, y bendito es el fruto de su vientre.
Imagen de portada: Friedrich David Caspar, Monje a la orilla del mar, 1809