HP Lovecraft, quizá uno de los autores de ficciones de horror más recordados de la historia, era un tipo singular; un retorcido puritano de provincia gringa, anglófilo, enamorado de los quinqués y los crepúsculos y más bien aterrado por el siglo XX, sus sueños igualitaristas y sus devociones tecnológicas. Inigualable para tramar historias macabras y repletas de nombres enredados (no hay quien pueda pronunciar “Cthulhu” o “Nyarlathotep” a la primera y sin dudar) y reverenciado por misántropos del calibre de Houellebecq (que a veces parecen no estar muy lejos del pánico del “maestro” ante los inmigrantes de todos colores), era Lovecraft un estilista muy dado a la grandilocuencia y que, a despecho de la timidez patológica de su vida social, al escribir no se arredraba ante nada. Declaraba, por ejemplo, que un paisaje aciago, o un ser avieso proveniente de los abismos espacio-temporales, era indescriptible y procedía, de inmediato, a describirlo. Y afirmaba luego que alguna barbaridad (la aparición de algún engendro tentacular o la repelente violación de las leyes de la física) era inenarrable y, sin más, la narraba. Parte de su gracia como escritor, que no es poca y que aumenta con las relecturas, consiste en esa profusión de contradicciones (también era, el atildado señor, un especialista en el uso de adjetivos y signos de admiración, que prodigaba como los cocineros novatos prodigan la sal, es decir, sin medida alguna, y eso suele darles a los críticos superficiales pretextos para descartarlo como estilista, pese a que en su prosa, como en pocas más, el peso del estilo sea permanente y poderoso). Los personajes de Lovecraft suelen ser tipos desesperados, tipos que entienden demasiado tarde que no tienen posibilidad de resistirse o hacer frente a los horrores que han encontrado en busca de algo más (conocimiento, por lo general) o que, peor aún, se han abatido sobre ellos por azar (¿pero hay en el Universo de Lovecraft algo que no sea producto de la oscura maquinación de una mente atemporal y nociva?). Aunque pueden encontrarse precedentes en la filosofía y la literatura, es Lovecraft quien fija mejor que nadie esa idea, desconsoladora, de la absoluta indefensión del humano ante fuerzas cósmicas que lo exceden y destruyen (apenas si unos seres denominados “Dioses arquetípicos” son capaces de vencer a la fauna malévola de la mitología de Cthulhu, pero no suelen aparecerse por nuestra realidad, no hay manera segura de invocarlos, ni andan por allí repartiendo amuletos). Tétrico asunto: durante años nos hemos empeñado en analizar la realidad mexicana como si fuera una cosa kafkiana, y, así, nuestra indefensión fuera solamente ante una burocracia insensible y ciega, que nos aplasta e ignora. Pero el tamaño del horror mexicano, esa trama diaria de levantones, feminicidios, secuestros, extorsiones y asesinatos de todo calibre, que lo mismo se lleva por delante al que delinque que al que nada tiene que ver, quizá debería hacer replantearnos las cosas. Quizá, en el fondo, somos todos personajes de Lovecraft, arrasados por unos poderes descomunales, crueles y estúpidos, ante los que no parece haber defensa.
Imagen de portada: Fotografía de Robert Coelho, en Unsplash.