1
El ingeniero de Robot; se dijo:
“Hagamos a Robot a nuestra imagen
y nuestra semejanza”.
Y compuso a Robot, cierta noche de hierro,
bajo el signo del hierro y en usinas más tristes
que un parto mineral.
Sobre sus pies de alambre la Electrónica,
ciñendo los laureles robados a una musa,
lo amamantó en sus pechos agrios de logaritmos.
Pienso en mi alma: “El hombre que construye a Robot
necesita primero ser un Robot él mismo,
vale decir podarse y desvestirse
de todo su misterio primordial”.
Robot es un imbécil atorado de fichas,
hijo de un padre zurdo y una madre sin rosas.
2
No es bajo el soplo de la indignación
que refiero esta historia sucia como el uranio.
Yo no maté a Robot con la sal de la ira,
sino con los puñales de la ecuanimidad.
No me gusta el furor que se calza de viento
solo para barrer golondrinas y hojas:
el furor es amable si responde a un teorema
serio como Pitágoras.
Yo viví en una charca de batracios
prudentes y sonoros en su limo.
Cierta vez pasó un águila sobre nuestras cabezas,
y todos opinaron: “Ese vuelo no existe”.
Yo me quedé admirando la excelsitud del águila,
y construí motores de volar.
Los batracios dijeron: “Es orgullo”.
Les respondí: “Batracios, la mía es altivez”.
El orgullo es un flato del Yo separativo,
mas la altivez declara su propia elevación.
3
Y aquí estoy, agradable de aforismos,
tal un árbol que empuja sus yemas reventonas.
La casa de Robot está en el polo
contrario del enigma,
y el que a Robot destruye vuelve a mirar el rostro
perdido de la ciencia.
Yo fui un ser como todos los que nacen de vientre:
rosa más rosa menos, era igual mi niñez
a todas las que gritan o han gritado
junto a ríos cordiales.
Un día mis tutores, fieles a la Didáctica,
me confiaron al arte de Robot.
Mis tutores murieron: eran santos idiotas.
Yo he regado sus tumbas con yoduro de sodio.
4
Pensando en el astuto cerebro de la Industria,
Robot era un brillante pedagogo sin hiel,
un conjunto de piezas anatómicas
imitadas en cobre y en tungsteno.
Su cabeza especiosa de válvulas y filtros
y su pecho habitado por un gran corazón
(obra de cien piedades fotoeléctricas)
hacían que Robot usase un alma
de mil quinientos voltios.
En rigor, era nulo su intelecto
y ajena su terrible voluntad.
Pero Robot, mirado en sus cabales,
era un hijo brutal de la memoria,
y un archivista loco, respondiendo a botones
o teclas numerados por la triste cordura.
Imagen de portada: Henrique Alvim Corrêa, Máquina de combate marciana en el valle del Támesis, en La guerra de los mundos, 1906