No veo por qué alguien tendría que avergonzarse por mirar las telenovelas, si es que le gustan. Mi abuela, con todo y que era muy lectora (y digo esto porque, para muchos, la lectura es como la vacuna de la gripa pero en escala intelectual y quien la practica se convierte, en automático, en Umberto Eco o Susan Sontag), las miraba con frecuencia. Se desesperaba con ellas, a veces, y terminaba por decir que eran todas iguales (lo que tiene bastante de verdad) pero nunca, que recuerde, dejó de hacerlo. Y ni pensé entonces (ya hace años que falleció), ni pienso, ahora, que mi abuela, que era maestra y de las buenas, tuviera alguna clase de tara mental. Como no la tienen, o no por ese motivo, los millones que ven telenovelas, cada tarde o noche, a lo largo del planeta. Sencillamente se trata de personas que encuentran divertido, entretenido o satisfactorio suspender su incredulidad (y a veces su raciocinio) y consumir el tipo de historias que presentan las telenovelas. ¿Pero no es en esencia lo mismo que hacemos, por ejemplo, los aficionados al futbol, a las Monster Trucks o la lucha libre, es decir, entregarles horas y horas de vida a actividades que no son precisamente las más refinadas en la historia de la Humanidad? Otra cosa muy distinta es que las telenovelas sean productos artísticos de primera línea y haya que ponerlas en un pedestal. Y digo vuelos artísticos y no culturales, porque productos culturales son lo mismo las manteconchas que los camarones al mojo de ajo, el hip-hop o los textos en el blog de esos chamacos que todavía no terminan la tesis pero ya creen que descubrieron el hilo negro de lo que anda mal en el mundo gracias a las invaluables lecturas de su programa escolar. Pero el arte es otra cosa. Los melodramas (y eso son las telenovelas, por más que algunos se empeñen en asimilarlas a la tragedia griega o el teatro isabelino) contienen dos elementos irrenunciables: el primero es el maniqueísmo ético (los personajes que los pueblan suelen ser buenísimos o terriblemente viles, aunque es común que unos y otros “oculten” su condición, es decir, que el bueno sea un poco rudo, de entrada, y el malo obsequioso y sonriente, pero acaben, uno y otro, por mostrar el cobre, es decir, el corazón de oro del bondadoso y el podrido de la contraparte, porque las apariencias que engañan y la hipocresía son plumas que suelen adornar el penacho del melodrama). El otro es el uso de la música de fondo (de ahí la etimología de la palabra melodrama) o cualquier otro recurso (la cámara lenta, la apelación a las ideas morales en boga, sean éstas reaccionarias o progresistas, según el caso…) que exacerbe y, si se puede, que soborne las emociones del espectador, para que se disparen y el corazón le brinque en el pecho como si fuera a pegarle un ataque del mal de San Vito: en las telenovelas, por ejemplo, las frases reveladoras de un secreto, o las declaraciones de odio o los juramentos de venganza suelen ser acompañados por estridentes fanfarrias; los besos o las miradas encendidas, por un fondo melódico celestial; la muerte de alguien, por una pieza llorona, etcétera… Moralismo, sentimentalismo y efectismo son las galas del melodrama, pues. Nada, siendo estrictos, de lo que carezcan las tragedias o dramas “serios”, pero en dosis como para poner a gimotear a los rinocerontes más bragados. No hay que confundir: es común que la narrativa “seria” comparta elementos como la estructura capitular, los caracteres antitéticos y los conflictos morales y también que ejerza alguna clase de tensión emotiva para con su lector/espectador, que puede llegar a ser muy intensa. Ni es tampoco menester que una telenovela sea “pobre” en cuanto a valores de producción o salarios del elenco (muchas de ellas cuestan más que las series reputadas). Pero la narrativa “seria” (me choca el entrecomillado pero de algún modo hay que delimitar) evita incurrir en la obviedad (cuando no en la zafiedad y la ramplonería) que el melodrama, por definición, procura. ¿Cuál es el límite? Pues es tan flexible o riguroso como lo sea el criterio del espectador (o el crítico). No creo que haya muchas dudas de que algo como La rosa de Guadalupe es un melodrama y algo como Hamlet una tragedia, sí. Pero a partir de allí, casi todo está abierto. ¿Son telenovelas esos programas de Netflix como Luis Miguel o La casa de las Flores? ¿O son series a la altura cultural y artística de The Wire, Breaking Bad o The Sopranos? Me abstendré de dar mi opinión. Usted olvídese de tonterías como los “valores de producción”, que no son un criterio estético, y pregúntese: ¿su show favorito apela a sus emociones exacerbada y continuamente? ¿Hay villanos reventones y abnegados y sufridos héroes? ¿Hay sentimentalismo a puños (y alivios cómicos ocasionales, entendidos como eso, como valvulitas de seguridad, y no como un humor permanente, subversivo y retador)? Entonces, está usted justo donde estuvieron su abuelita y la mía: en su sofá, mirando una telenovela. No se avergüence: nadie tiene por qué humillarlo. Si la vida se tratara nomás de leer a Platón y observar dibujos de Da Vinci, estaríamos fregados casi todos. Pero tampoco se crea que eso que ve es lo mismo que Shakespeare, Jarry o Elfriede Jelinek. No se haga eso. A nadie le aplauden y le ponen coronas de laurel por sentarse a ver cómo las Monster Trucks pisan chatarra.
Imagen de portada: Atribuido a Stephen Jenner, An old woman seated, sewing, with a cat on the back of her chair, sin fecha. Wellcome Collection CC.