29 de marzo de 2019
¿Por qué hay tantos usuarios de las redes que a cada momento dan a sus contactos toda clase de órdenes o instrucciones desdeñosas (“Lean esto”, “No digan que…”, “Basta ya de…”, “Dejen de…”), o de plano los regañan y maltratan, sin conocerlos de nada y con la suficiencia de un profesor desesperado ante la bobera de unos alumnos imbéciles? ¿Y, sobre todo, en qué estábamos pensando cuando aceptamos esa suerte de contrato misterioso, gracias al cual un desconocido adquiere la prerrogativa de infligirnos coscorrones retóricos cada vez que se le antoja? ¿Qué clase de comunicación humillante nos hemos resignado a aceptar? Lo primero es dejar clara una cosa: el que asoma a las redes debe estar consciente de que el paseo podrá ser muy divertido pero no está exento de borrascas. Porque sí, puede ser que las redes sirvan como un púlpito en el que uno logre, al fin, alzar la voz y decir todo aquello que siempre quiso: pontificar sobre vida y sociedad, teorizar sobre lo humano y lo divino o, cuando menos, comentar con más o menos acierto los últimos chismes y enzarzarse en los debates de moda (con esa mezcla de intimidades, barruntos de pensamiento, ideas bien desarrolladas y completas idioteces a la que estamos tan habituados ya). Pero el costo de esa posibilidad de eco (y que no suele pasar de posibilidad, porque la mayoría de lo que se dice no encuentra repercusión y raro es el usuario que pasa de unos pocos cientos de contactos que le sirvan de audiencia) es altísimo. Por ejemplo, el que habla con libertad de sus costumbres y elecciones sexuales quizá se sienta personalmente liberado, pero a la vez se cubrirá de oprobio ante, digamos, el 7.4 o el 9.3 por ciento de quienes comentan sus publicaciones y no faltará el que lo tilde de puerco, monstruo o, peor aún, de persignado o cobarde por lo que sea que se le ocurra decir. Porque ésa es la clave de lo que pasa en la red: no hay una sola idea, emoción o palabra irrebatible ni sagrada para las redes y millones de usuarios sienten la necesidad de embestir todo lo que se les atraviese. Así, vemos a cada instante espectáculos tenebrosos. Como que quien le llora al familiar enfermo o fenecido o, peor aún, a la mascota amada, se lleve alguna mofa en la jeta sólo porque a un tonto, al otro lado de la pantalla, le parece una cursilada insoportable extrañar a un tío o a un gato. O como que quien se lamenta por algún accidente, desastre o tragedia en alguna parte del mundo sea acribillado a recriminaciones (“por qué no te lamentaste antes o por qué no lo hiciste también por aquello otro”) o, directamente, se convierta en motivo de chiste (“ya van a salir de chillones por…”). ¿Tenemos pasta de mártires o por qué toleramos este cotidiano ejercicio de masoquismo? Me temo que por una razón muy simple. Porque, cada cierto tiempo, las tornas giran. Y, según el nuevo tema de moda o el giro de los acontecimientos, dejamos de ser la víctima y nos convertimos en el tonto que da órdenes e instrucciones desdeñosas, regaña y maltrata, inflige coscorrones retóricos, tilda de monstruo o se burla de los demás. Y por esa esperanza, la de dañar sabrosamente y sentirnos poderosos, más que por la libertad de expresarse, millones y millones se arremolinan a cada segundo en las redes y reciben su baño cotidiano de lodo: porque aguardan el momento de ser quien lo arroje a la cara de los demás.
Imagen de portada: Litografía de B. Hummel, Two wild cats in a mountainous landscape, sin fecha. Wellcome Collection CC.