El fenómeno mediático causado por el filme Roma de Alfonso Cuarón, anterior al gran impacto popular que representan los Óscares de la Academia estadounidense, llegó incluso a oídos del teórico contemporáneo Slavoj Žižek, quien le dedicó una reflexión que salió en las dos versiones, británica y estadounidense, del blog The Spectator1. Mi incomodidad al leer la nota, pese a coincidir casi con todas sus apreciaciones, radica en que a Žižek le falló una cuestión de orden casi elemental: conjeturar sobre la película desde una posición evidentemente eurocentrista o, más en corto, desconocer la clase de realidades a las que Roma alude en una dimensión amplia por no ser ni latinoamericano ni mexicano. La acusación general de Žižek al filme es la ambivalencia presente en ciertas situaciones en las que Cleo “vive” desprovista de una conciencia ideológica, sin llegar a entender, con todo y que el teórico en cuestión estuvo casado con la hija de un psicoanalista lacaniano argentino, que de este lado del mundo vivimos inmersos en ese tipo de relaciones contradictorias: el vínculo de odio-amor entre Cleo y su patrona o el hecho de que Cleo, como muchas trabajadoras domésticas de hoy y antaño, es al mismo tiempo el pilar emocional de una endeble estabilidad familiar y un ser prescindible o desechable (tarde o temprano, si se va Cleo, aparecerá otra trabajadora que la sustituya). Mi propósito no es caer en una apología de carácter formal, estético, ni cinematográfico alrededor del largometraje en cuestión, pues eso ya se ha hecho de forma extensa. Žižek cierra la crítica referida con una cita de T. S. Eliot (“The greatest sin is to do the right thing for the wrong reason”: “El mayor pecado es hacer lo correcto por la razón incorrecta”) que, en mi opinión, apunta directamente a la coyuntura sociopolítica que Cuarón aprovechó para escribir, dirigir, producir y lanzar su última pieza. Si bien se trata de un tema que han tocado sensiblemente numerosos géneros artísticos desde la modernidad, como las literaturas decimonónicas francesa y rusa, lo que llama profundamente mi atención es la serie de producciones cinematográficas realizadas en un lapso relativamente corto en México y Latinoamérica que refieren de forma directa o indirecta al mismo tema.2 Ejemplos de ello son La Nana, película chilena dirigida por Sebastián Silva (2009), La camarista, ópera prima de Lila Avilés (2018) tristemente opacada por el ciego fervor que recibió Roma y, de forma más indirecta, Las niñas bien, basada en el libro de Guadalupe Loaeza y dirigida por Alejandra Márquez (2018), sin olvidarnos de la obsesión temática por la clase social, presente en los principales filmes de Amat Escalante, como Sangre (2005), que siguen la retórica de su conocido mentor Carlos Reygadas, en producciones como Post Tenebras Lux (2012) o el corto Éste es mi reino (2010).
A mi modo de ver, Cuarón se sirvió de un movimiento generalizado en contra de las políticas migratorias y raciales del presidente Trump que ha tenido visibilidad en las campañas hechas por personalidades mexicanas destacadas en Hollywood, como las que promueve Salma Hayek por medio de sus redes sociales, en las que posó con una piñata hecha a imagen y semejanza del presidente estadounidense, o por medio de su aparición en el show del conductor de TV Stephen Colbert en 2017, en el que frases como Mexican Pride o Mexicans Are Everywhere hicieron eco en las principales comunidades intelectuales y artísticas de ambos países. En una continuación inesperada de ese movimiento, Yalitza Aparicio se volvió el emblema en contra de la injusticia, la explotación, el racismo y el clasismo a nivel global. En la fotografía que eligió para promover su película, Cuarón aludió a efectos tan dramáticos que no sólo emulan la representación, trivial en este caso, de una suerte de Sagrada Familia. También se hacen manifiestos ciertos tintes preñados de un romanticismo nacionalista, que recuerdan a momentos estelares en la historia del arte: la famosa fotografía de Joe Rosenthal en Iwo Jima (1945) que, asimismo, fue previsiblemente construida a partir de la composición formal y teatral de cuadros como La balsa de la Medusa de Géricault o La Libertad guiando al pueblo de Delacroix. Enumerar estas fuentes de inspiración en esa representación de vencedores-vencidos no hace más que reducir el talento de Cuarón al optar por esa imagen —que no la estética prístina del filme en blanco y negro que muchos han aplaudido— a un resultado visual carente de inventiva, meramente simplista. Contrario al caso de Roma, en las películas ya mencionadas somos capaces de advertir el complicado entramado de relaciones entre una familia chilena acomodada y su “nana”, en cuya descripción tenemos mayor oportunidad de desentrañar el complejo no sólo social sino afectivo de quien se representa, a partir de un presupuesto irrisorio si se le compara con el que Cuarón tuvo. En el mismo tenor se encuentra el filme de Lila Áviles, con una estupenda caracterización hecha por la actriz Gabriela Cartol que, combinada con un renovado manejo de la cámara, pretende reflejar de modo simbólico la exclusión del personaje principal —una camarera de un hotel de lujo— por medio de tomas que fragmentan su cuerpo o la subordinan a la presencia de personajes más privilegiados que ella. Esta estrategia recuerda el proyecto 97 empleadas domésticas de la artista visual peruana Daniela Ortiz, cuyo formato es un álbum en el que la presencia de estas mujeres ha sido cortada o anulada por medio de los encuadres fotográficos de sus patronas. Al igual que Catalina Saavedra, actriz de la película chilena, el papel de Gabriela Cartol es mucho más interesante que el de la Aparicio. Cabe decir que no es falta de talento de esta última, sino la pobreza del guion escrito por Cuarón. Por último y aunque se relacione de forma más indirecta, está la producción de Alejandra Márquez que logra envolvernos en un ritmo y una atmósfera monótonas, vacuas al grado de ser desquiciantes. Y si hay más que recriminar en la glosa de Žižek es, justamente, lo que Márquez permite entrever, pero que Žižek no vio: un agudo sentido de conciencia social y el reconocimiento de la propia explotación en un par de momentos sutiles, no más, en los que la patrona de la casa venida a menos es confrontada por su ama de llaves y su chofer. Probablemente lo más salvable del fenómeno Roma sea la contribución al movimiento por la defensa de los derechos de las trabajadoras domésticas que apenas ahora ve la luz en las iniciativas recientemente aceptadas por el Senado a través de la Ley del Trabajo Doméstico Remunerado; una suerte similar al fenómeno provocado por el libro Cabeza de turco del periodista y escritor alemán Günter Wallraff que movió a la sociedad alemana a impulsar leyes para los inmigrantes más desprotegidos. Sin embargo, queda por ver si este conjunto de películas surte algo más que un mero efecto catártico a corto plazo. Algo equiparable al fútil destino de Yalitza Aparicio que, de ser una mujer sin previa formación actoral, llegó a las principales portadas de revistas de moda internacionales, mas su fortuna y permanencia futura en el espectro mediático son poco claras, pues es difícil predecir si Yalitza seguirá entre nosotros como vocera y embajadora de alguna organización internacional, como la próxima pareja de algún personaje popular que llene de chismes los peores tabloides y revistas de corazón o, de ser posible, como actriz en otras producciones.
Imagen de portada: Fotograma de Lila Avilés, La camarista, 2018
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Omito los clásicos del cine de oro como Nosotros los pobres de Ismael Rodríguez, Angelitos negros de Joselito Rodríguez, ambas protagonizadas por Pedro Infante en el mismo año (1948), o el célebre Los olvidados de Luis Buñuel (1950), además de todo el contenido melodramático y de conflictos interraciales y de clase acumulados en las telenovelas desde su irrupción en televisión. ↩