Recorre uno el centro de Madrid durante las vacaciones invernales y se siente en México, al menos si se compara el paseo con el que podría emprenderse por otra ciudad europea del calibre. Me explico: en Madrid, como en nuestros lares (y al contrario de lo que sucede en urbes más ordenadas, donde los rebaños callejeros son apacibles), durante las navidades brota una marabunta humana que toma las esquinas, los parques, las tiendas y que se encuentra siempre al borde del motín y el caos. Y también, claro, abundan las botargas por las plazas, tomándose fotos con los incautos (o mejor dicho, con los hijos de los incautos, porque van todas disfrazadas de personajes de la tele o los videojuegos y son perfectas para llamar la atención de los niños y ganarse unos euros). Y desde luego que, a diestra y siniestra, medran esos puestecitos llenos de porquerías que a nadie se le ocurriría expender el resto del año, como cohetones repletos de pólvora, dulces de temporada, figuritas de barro con forma de pastor o de oveja, etcétera. Las diferencias, sin embargo, están a la vista y duele reconocerlas. Básicamente, una: que en Madrid no hay levantones, ametrallamientos, ejecuciones o nuevas zanjas rebosantes de cuerpos (las que hay en España, que no son pocas, datan de la Guerra Civil y la represión franquista, o sea que tienen, por lo bajo setenta y tantos años). ¿Cómo es que la vida superficial de una ciudad puede ser tan parecida a las nuestras, sus costumbres tan similares (veo a muchos que dejan que su niño se tome la foto con la botarga, pero luego le dicen al disfrazado que “no traen cambio” para no pagarle, como haría cualquier compatriota gandalla), su (in)civilidad tan semejante (los que manejan embisten a los peatones y las bicicletas…) y, sin embargo, estar tan alejada en otros aspectos fundamentales? En Madrid hay crimen, sí, pero en los niveles esperables en una ciudad moderna. No escapa de violencias machistas, intrafamiliares, sociales, etcétera, pero en una escala que nada tiene que ver con la que vemos a nuestro lado. Alguien dirá que la situación económica y política de España es muy diferente de la mexicana y es verdad. Pero no es que los españoles vengan de Jauja. El suyo era un país sideralmente atrasado en Europa a principio de los años ochenta. Y aunque ha hecho progresos, ha atravesado también, desde entonces, por crisis económicas y escándalos de corrupción notables, que involucran al medio político en su totalidad, desde la familia real (sí, tienen reyes todavía, caray) al último de los partidos. Ahora mismo, incluso, padece tensiones que podrían llevar a que su Estado se disgregara en estados más pequeños y débiles. Vaya: no estamos hablando de ningún ejemplo de convivencia y éxito para el mundo, sino de un país con aciertos, errores y muchos problemas. Y en donde, sin embargo, ahora mismo se puede pasear por las calles con menos miedo (y quiero decir, de verdad, mucho menos, incomparablemente menos) del que pasamos nosotros. ¿Qué es lo que hicimos y salió tan mal para que México, que en los años ochenta era un lugar medianamente pacífico, esté convertido ahora en esta cueva de horrores? Porque hasta el último taxista del otro lado del mar oyó en las noticias nuestras infinitas historias de matanzas, balaceras y criminales superpoderosos. Y porque no hay modo de negarles que la cosa está negra y, de momento, no se le ve salida. Lo bueno es que, como nos parecemos tanto, uno puede cambiar de tema y pasar al futbol y la realidad se desdibuja. Aunque sepamos que sigue allí, gruñendo, como lobo en la oscuridad.
Imagen de portada: Fotografía de Jorge Ramírez, en Unsplash. La Gran Vía, Madrid, España.