Habíamos aprendido a encontrarnos. Por fin, habíamos recuperado el abrazo colectivo. Habíamos aprendido a salir de la burbuja del sálvese quien pueda para encontrarnos con el vecino en el caceroleo del balcón, en el pasillo del edificio, en la fila del negocio para comprar el pan, en la calle codo a codo, mano a mano, cuerpo a cuerpo. Habíamos vuelto a cantar “El derecho de vivir en paz” o “El baile de los que sobran” desde nuestras ventanas durante el toque de queda impuesto por Piñera. Ver a los milicos custodiando la ciudad nos traía los peores recuerdos de la dictadura. Nos parecía una pesadilla de la que queríamos despertar con urgencia. Pero estábamos juntos y tomábamos las calles. Rebautizamos la Plaza Baquedano como Plaza de la Dignidad y métale marcha, métale caceroleo. Llenábamos nuestros rociadores de agua con bicarbonato para humedecer los pañuelos y las caras de los manifestantes cuando las bombas lacrimógenas o el gas pimienta arrojados por la policía nos ahogaban. Coreábamos y saltábamos en perfecto desorden, confundidos entre la multitud. Las calles se llenaban de grafitis y consignas, los muros hablaban por nosotros. “Salud digna”, “Pensiones justas”, “Educación pública de calidad”, rezaban nuestros lienzos. Pero también: “Me hace falta pancarta para toda la rabia que tengo”, “No a la Constitución pinochetista”, “Chile despertó” o “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. La policía nos golpeaba, nos abusaba y nos sacaba los ojos, pero la rabia y la conciencia de la precariedad eran drogas que nos animaban para seguir en la calle. Proyectábamos un proceso constitucional que tenía muchísimas imperfecciones y estábamos discutiéndolas, porque nos movía ante todo la idea de que al fin cambiaríamos ese instrumento heredado de la dictadura, el texto legal que no garantiza los derechos sociales sino que los fija como mercancías. Íbamos a cumplir cinco meses en ese despertar colectivo cuando llegó la pandemia y nos recluyó. Adiós abrazos, manos, besos. Cambiamos las capuchas por las mascarillas, pensamos que si nos cuidamos individualmente estamos cuidando a los demás. Llenamos los rociadores de agua con cloro para desinfectar las bolsas de basura y mitigar el riesgo que corren los trabajadores del aseo. Queremos pensar que el confinamiento nos llega con el chip de lo colectivo ya incorporado. Algo aprendimos durante estos meses, nos decimos. La rebelión de octubre fue una suerte de adiestramiento, nos repetimos. Porque sabemos que lo que está en juego acá, justamente, es la precarización de los más de dos millones de trabajadores informales que no tienen seguridad social, de los migrantes, de los presos que son tratados como desechos (hay contagiados en algunos centros penitenciarios y sabemos de un centenar de jóvenes detenidos durante la revuelta, que no han sido procesados y hoy cumplen prisión preventiva), de las personas que viven en la calle, de los ancianos que reciben pensiones de miseria, de los trabajadores de la cultura que siempre han sido ninguneados por un sistema que sólo mide logros productivos. De un orden que todo lo mercantiliza, incluida la enfermedad. Ver al ministro de Salud, que durante el estallido social dijo que Chile tenía “el mejor sistema de salud del planeta”; el mismo que en la administración anterior de Piñera manipuló las abultadas listas de espera de los hospitales para presentar un falso avance en la salud pública; ver a ese personaje anunciando ahora que el gobierno arrendará hoteles y centros de convenciones del sistema privado para enfrentar la crisis; verlo decir que quizás el virus pueda mutar y convertirse en “buena persona” es una burla que acrecienta la rabia previa al estallido. Ver el dictamen de la Dirección del Trabajo estos días, que establece que en casos de fuerza mayor —como la cuarentena decretada en algunas comunas del país—, los empleadores no estarán obligados a pagar las remuneraciones de sus trabajadores es otra bofetada, otro punto para la indignación. Ver que el Presidente anuncia un bono único de escuetos cincuenta y ocho dólares para las familias más vulnerables y la postergación de las deudas por los servicios básicos, pero que en ningún caso elimina ni subvenciona estos cobros ni garantiza un ingreso digno para quienes quedarán cesantes o verán disminuidos sus ingresos es una evidencia más de un sistema indolente, uno que prioriza el negocio sobre la solidaridad. Éste es el baile de los que sobran en su versión más cruel. La Plaza de la Dignidad fue enrejada por los militares durante los primeros días de toque de queda sanitario, los grafitis fueron borrados y sólo persiste en el cemento una enorme pintada de la marcha del 8 de marzo que dice “HISTÓRICAS”. Tenemos la sensación —o el deseo o la fantasía— de que apenas pase la emergencia sanitaria, volveremos con todo. Estaremos más golpeados, aún más precarizados, aturdidos y dolidos por estos días extraños. Quizás nos costará volver a abrazarnos. Pero seguiremos despiertos, listos para retomar lo que empezamos el 18 de octubre.
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Imagen de portada y en el texto: Santiago de Chile, diciembre 2019. Proyecto visual colectivo Marina Weinberg y Cristóbal Bonelli