Un expediente psiquiátrico
Con gratitud hacia María Elena Medina Mora, quien me ha puesto en contacto con estas circunstancias sociales.
El escenario clínico nos pone todos los días frente a eso que Paul Ricoeur llamaba “la dureza de la vida”. Cada jornada de trabajo en la vida de un médico es un encuentro con fuerzas impersonales de la naturaleza, capaces de provocar la desintegración de la vida humana en sus aspectos corporal y psicológico. Los errores biológicos que conducen a la asfixia, la psicosis, el estado de coma o la inmovilidad, son adversarios formidables. Pero en su gran mayoría, son impersonales. No tienen autoría. Por el contrario, mientras buscas información sobre las claves moleculares de nuestra salud, hoy encuentras un reporte digno de someterse al debate público, sociopolítico, porque se trata de una condición de salud (mental) generada por decisiones políticas: un estado patológico que sí tiene autores y no surge de fuerzas impersonales de la naturaleza. En la comodidad de tu sala, bajo la luz cálida de una lámpara, recorres los contenidos de una publicación científica: se trata del British Medical Journal. En la sección de noticias, un artículo publicado el 3 de julio de 2018 llama tu atención. Se titula “Niños migrantes en EU reciben una serie de psicotrópicos para controlar su comportamiento”.1 El autor es Owen Dyer, un reportero canadiense que ha escrito trabajos periodísticos sobre temas médicos controvertidos: la muerte asistida, las técnicas médicas para la ejecución de la pena de muerte, el crecimiento de la marihuana medicinal y el suicidio asistido; se trata de un periodista capaz de reconocer situaciones en las cuales se observa el efecto de las políticas públicas sobre la salud. Con esos antecedentes, te pones a leer el artículo. En él se estudia un fenómeno que ha cobrado notoriedad en los meses recientes, aunque ha ocurrido durante un tiempo más prolongado: la práctica de separar familias de migrantes latinoamericanos en centros de detención de los Estados Unidos. El asunto tiene muchos ejes de análisis, que incluyen enfoques de derecho internacional y ciencia política. Pero el artículo se refiere a “drogas psicotrópicas para controlar el comportamiento”. Por el momento piensas en el ángulo de la salud mental. ¿Sabemos algo acerca del estado de salud de estos niños? ¿Cómo son atendidos sus síntomas y malestares?
En primer lugar se encuentran las acciones que violan los derechos humanos de los niños en cuestión y sus familiares. Por ejemplo, se administran medicamentos psicotrópicos como respuesta a los problemas de comportamiento de los menores durante el proceso de detención y separación de sus familias. Se pretende obtener un control farmacológico sobre las reacciones de angustia y sufrimiento esperables en ellos; la separación traumática de las familias genera en forma inmediata una reacción de angustia prolongada. En la lista de medicamentos identificas fármacos de uso común para los estados de ansiedad, depresión y psicosis. Pero los medicamentos se administran sin el consentimiento de los padres, aunque estos pueden ser fácilmente contactados por las autoridades. Esta omisión deliberada viola los estándares de la práctica médica que se aplican en Estados Unidos, de acuerdo con la American Medical Association y la American Pediatric Association, organismos que han condenado la práctica de separar familias. Los menores de edad pueden ser engañados (se les dice que los medicamentos son vitaminas), manipulados (se les indica que tomen los fármacos si desean ver nuevamente a sus familiares) o sometidos (se describen casos de inyección involuntaria). Esto revela estándares éticos muy bajos, incompatibles con el profesionalismo médico. El artículo de Owen Dyer también registra prácticas que revelan bajos estándares científicos. Por ejemplo, se usan medicamentos antipsicóticos que no están aprobados para uso pediátrico. Un niño fue sometido a un esquema empírico (no basado en evidencia) con base en múltiples medicamentos: lurasidona, ziprasidona, olanzapina, benzatropina, clonazepam, divalproato sódico, duloxetina y guanfacina. De acuerdo con el reporte, algunos niños recibieron dosis altas de varios fármacos psicotrópicos, algunos de los cuales no están aprobados para uso en niños por la Food and Drug Administration (fda), o bien, tienen advertencias de efectos adversos potencialmente graves. Algunos clínicos independientes que visitaron los centros de detención no validaron los diagnósticos psiquiátricos realizados en ellos. Los centros de detención implicados tienen intereses financieros en alargar la estancia de los niños. Y la estancia, a su vez, podría prolongarse debido a los diagnósticos psiquiátricos (no validados por clínicos independientes). La investigación revela violaciones de derechos humanos, bajos estándares éticos, científicos y de profesionalismo médico, así como conflictos de interés. El uso de los medicamentos se debe a un doble estándar profesional que concierne no sólo al equipo médico, sino también a las instituciones que regulan las prácticas médicas. ¿Cómo podrías decir esto con la mayor simplicidad posible? Si los niños fueran hijos de ciudadanos estadounidenses (en particular sin sospecha de ser migrantes ilegales), las prácticas psicofarmacológicas descritas serían inimaginables. La xenofobia implícita en la violación de derechos humanos entra en colisión directa con los ideales de la medicina, que pretende ejercer principios universales, descritos en el código hipocrático, y que son formulados en su versión contemporánea a través de organismos internacionales y academias científicas. Por desgracia, esto no es el final de la cuestión desde el ángulo de la salud mental. ¿Cuál es el futuro de estos niños? Una vez que se resuelva su situación legal, ¿sus vidas volverán a la normalidad? Aun en caso de que sus circunstancias ambientales cambiaran dramáticamente hacia la mejor de las direcciones, la neurociencia psiquiátrica y la epidemiología de la salud mental nos revelan una trama oculta, ubicada por debajo del rostro y la piel, en la profundidad de las redes neurales. El sistema nervioso de los niños migrantes está en desarrollo y es altamente plástico. La plasticidad cerebral puede ser un factor de adaptación a situaciones adversas; pero no hay que subestimar el potencial patológico de las experiencias traumáticas.
Al escribir este texto, piensas que un punto de partida útil para entender las consecuencias a largo plazo en los niños migrantes puede ser un concepto de Margaret Sheridan, una doctora de la Universidad de Harvard. Sheridan ubica los factores sociales que afectan la salud mental dentro de dos ejes. El primero corresponde a la privación social: la pérdida de la interacción social y ambiental necesaria para el desarrollo neuropsicológico. Esta dimensión se encuentra atropellada por la política de separar familias. En segundo término, la doctora Sheridan se refiere al eje de la amenaza social. Aquí ubicamos el fenómeno de la violencia: otra dimensión afectada por la política xenofóbica. Al usar el término “privación”, la doctora Sheridan se refiere a “una falta en la entrada de estímulos ambientales esperados para la especie y para la edad; específicamente, una falta de estímulos cognitivos y sociales”.2 Según la evidencia científica, los niños ubicados en ambientes empobrecidos socialmente pueden presentar una reducción en el grosor de la corteza cerebral y en la función de la corteza prefrontal.3 Desde el punto de vista clínico, el principal desenlace observado en esas condiciones es una disminución significativa de las funciones intelectuales. La memoria y las funciones ejecutivas (las habilidades para formar un plan eficiente con el cual enfrentar problemas) pueden sufrir un decremento como resultado del abandono o el encierro.4 ¿Qué podemos decir de las consecuencias emocionales de la privación social? Al hacerte la pregunta, piensas en Jaak Panksepp, quien ha sido llamado “el padre de las neurociencias afectivas”. Panksepp distinguió siete sistemas emocionales primordiales, relacionados con la búsqueda, la ira, el miedo, el deseo sexual, el cuidado, el pánico y el juego.5 Estos sistemas ayudan al organismo a encontrar un balance afectivo. Hay tres sistemas particularmente importantes para entender la privación social. El primero es el sistema de “pánico”, relacionado con el estrés de separación y con los mensajeros químicos conocidos como opioides; cuando se activa en forma descontrolada, genera estados clínicos o conductuales de “alarma tipo pánico”. Esto puede expresarse en el área clínica como un estado depresivo. En tal caso, la actividad del sistema puede reducirse mediante dosis bajas de medicamentos opiáceos.6 Es bien sabido que estos fármacos producen un potente efecto analgésico, lo cual nos ayuda a entender la fuerte relación clínica entre el dolor y la depresión mayor. Las personas con dolor crónico tienen una alta frecuencia de fenómenos depresivos y, a su vez, los pacientes con depresión mayor suelen experimentar síntomas dolorosos en diferentes partes del cuerpo. El malestar depresivo puede surgir también cuando hay una reducción en los sistemas de recompensa cerebrales, formados por la búsqueda (de placer) y el juego.7 Todas estas dimensiones son claramente afectadas en el caso de los niños migrantes separados de sus familias y mantenidos en cautiverio.
Además de los efectos de privación cognitiva y emocional, en la separación traumática de familias hay un factor de violencia, una imposición externa sobre la integridad de los niños migrantes. Se trata de una amenaza en el sentido psicobiológico estudiado por Margaret Sheridan: “experiencias atípicas e inesperadas caracterizadas por representar un daño efectivo a la integridad física, o un peligro real de daño.”8 Para comprender mejor los efectos de la violencia sobre la salud física y mental, podemos mirar un estudio que tardó 32 años en gestarse. Entre abril de 1972 y marzo de 1973 nacieron 1,037 personas en Dunedin, Nueva Zelanda. Fueron incluidos en uno de los proyectos más ambiciosos de la epidemiología psiquiátrica: el “Estudio mutidisciplinario Dunedin de salud y desarrollo”. La ciudad de Dunedin se fundó en 1948 y tuvo un crecimiento rápido como consecuencia del descubrimiento de yacimientos de oro. Hoy en día tiene un poco más de 100 mil habitantes. Se trata de un hermoso puerto localizado en la Isla Sur de Nueva Zelanda. Tiene altos índices de desarrollo humano, pero entre los individuos incluidos en el estudio, 19% padeció malas condiciones socioeconómicas, 9% sufrió maltrato infantil confirmado, y algunos niños vivieron en condiciones de aislamiento social. Después de 32 años de duración del estudio, 962 miembros seguían vivos y aceptaron participar en un análisis sobre los efectos físicos y psicológicos del maltrato infantil.9 El resultado del estudio fue contundente: los niños expuestos a las experiencias adversas sufrieron, décadas después, una alta frecuencia de depresión mayor, pero también niveles más altos de inflamación corporal, así como más problemas metabólicos (en el espectro que va del sobrepeso a la hipertensión arterial y la diabetes mellitus). Los niños con maltrato tenían 81% más riesgo de presentar desenlaces negativos para la salud, a los 32 años, en comparación con los niños sin maltrato.10 ¿Debemos mirar hacia los estudios generados por el campo de las neurociencias para entender mejor esta constelación patológica? ¿Cuáles son los efectos del maltrato sobre las estructuras cerebrales y sobre la fisiología de nuestro organismo?
Esta vez, tu recorrido científico se desplaza a la costa oeste de la Unión Americana. Entre 2014 y 2015, 94 menores de edad fueron reclutados en la ciudad de Seattle para participar en un estudio científico de la Universidad de Washington. 35 muchachos habían sufrido maltrato infantil; en los otros 55 no había evidencias al respecto. En el grupo que sufría maltrato se encontraron más personas con pobreza, más síntomas de depresión mayor y del trastorno conocido como “estrés postraumático”.11 Mediante la imagenología por resonancia magnética, los investigadores estudiaron el tamaño de dos estructuras cerebrales: la amígdala y el hipocampo, porque son centros neurales estrechamente relacionados con la memoria y el aprendizaje del miedo. Los niños maltratados tenían una reducción en el volumen de esos centros cerebrales.12 Con base en las anormalidades en la estructura o función de estos centros cerebrales en víctimas de violencia durante la infancia, podemos suponer que estas estructuras son vulnerables al estrés.
Al terminar este ensayo, no dejas de advertir algunas paradojas que contribuyen a eso que George Steiner llamaba “razones para la tristeza del pensamiento”. Aunque los organismos internacionales que defienden derechos humanos tienen un fuerte respaldo en la sociedad civil y en la academia estadounidense, y aunque ese país ha suscrito los tratados más importantes en la materia, o los ha impulsado, el artículo de Owen Dyer revela un doble estándar ético y profesional en materia de salud mental, donde los niños migrantes separados de sus familias llevan la peor parte. El uso no consentido de psicofármacos es la superficie del problema: este caso de violencia política contra menores de edad puede interpretarse a la luz de la neurociencia psiquiátrica y la epidemiología. Una gran cantidad de investigaciones sobre los efectos a largo plazo de la privación social y el maltrato infantil son producto de instituciones estadounidenses que representan nodos de conciencia científica y social. Así las cosas: las brillantes investigaciones del mundo anglosajón nos permiten hacer predicciones trágicas sobre la salud mental futura de los niños migrantes de América Latina que son separados de sus familias. La pregunta es la misma en ambos lados de la frontera: ¿cómo transformar la ciencia en un conjunto responsable de acciones sociales?
Imagen de portada: Anja Karolina Furrer, ab centlang o, 2018
Owen Dyer, “Migrant children in US were given range of psychotropic drugs to control behaviour, lawsuits allege”, British Medical Journal, 2018, 362: k2925. ↩
M.A. Sheridan, K.A. McLaughlin, “Dimensions of Early Experience and Neural Development: Deprivation and Threat”, Trends in Cognitive Sciences, 2014, 18:580-585. ↩
H.T. Chugani, M.E. Behen, O. Muzik, C. Juhász, F. Nagy, D.C. Chugani, “Local Brain Functional Activity Following Early Deprivation: a Study of Postinstitutionalized Romanian Orphans”. NeuroImage, 2001, 14: 1290–1301. ↩
K.J. Bos, N.A. Fox, C.H. Zeanah, C.A. Nelson, “Effects of Early Psychosocial Deprivation on the Development of Memory and Executive Function”, Frontiers in Behavioral Neuroscience, 2009, 3:16. ↩
Y. Yovell, J. Panksepp, “Preclinical Modeling of Primal Emotional Affects (Seeking, Panic and Play): Gateways to the Development of New Treatments for Depression”, Psychopathology, 2014, 47: 383-393. ↩
Ibidem. ↩
Ibidem. ↩
M.A. Sheridan, K.A. McLaughlin, “Dimensions of Early Experience and Neural Development: Deprivation and Threat”, Trends in Cognitive Sciences, 2014, 18:580-585. ↩
A. Danese, T.E. Moffitt, H. Harrington, B.J. Milne, G. Polanczyk, C.M. Pariante, R. Poulton, A. Caspi. “Adverse Childhood Experiences and Adult Risk Factors for Age-Related Disease: Depression, Inflammation, and Clustering of Metabolic Risk Markers”, Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine, 2009, 163: 1135-1143. ↩
Ibidem. ↩
K.A. McLaughlin, M.A. Sheridan, A.L. Gold, A. Duys, H.K. Lambert, M. Peverill, C. Heleniak, T. Shechner, Z. Wojcieszak, D.S. Pine, “Maltreatment Exposure, Brain Structure, and Fear Conditioning in Children and Adolescents”, Neuropsychopharmacology, 2016, 41: 1956-1964. ↩
Ibidem. ↩