a Marco Meza, alma entusiasta y generosa, por su amistad
A primera vista, nada tienen que ver la materia y el lenguaje. La materia se extiende en el espacio y está sujeta a cambios en el tiempo. Tiene una estructura interna, constituyentes fundamentales sujetos a leyes que dan cuenta de la manera en la que se ensamblan. ¿El lenguaje? ¡También! Y si por un momento creemos que sólo el lenguaje es esencialmente intangible, es cuestión de sumergirnos en la descripción de la materia que tenemos en la actualidad para llegar a la inquietante conclusión de que a nivel de sus constituyentes básicos, estrictamente, ni la materia ni el lenguaje existen.
La materia incorpórea
¿Qué es la materia? A pesar de su inocente apariencia, la respuesta a este interrogante es más compleja de lo que cabría esperar. Al observar el mundo que nos rodea vemos que las cosas tienen distintas propiedades corpóreas. Algunas tienden a expandirse para ocupar todo el espacio disponible, otras fluyen y se escurren entre nuestros dedos, mientras que las hay rígidas, que conservan su forma o se fracturan. Con el tiempo aprendimos que éstos son estados de agregación de la materia, que los mismos ingredientes pueden dar lugar a cualquiera de estos comportamientos según las condiciones a las que se los someta y que es posible pasar de unos a otros. Si lo único que diferencia al hielo del agua o del vapor son los cambios en la temperatura y la presión, entonces tienen que estar hechos de lo mismo. Creemos, así, que para comprender qué es la materia, el mejor camino es averiguar de qué está hecha. Hurgar en sus ingredientes básicos. Así descubrimos que hay una unidad mínima de cualquier cosa a la que podamos llamar materia: las moléculas. Estudiando sus propiedades, descubrimos a los átomos. Y cuando empezamos a indagar en estos ladrillos fundamentales de la materia nos encontramos con una enorme sorpresa: si nos enfocamos en ellos aparecen nuevas y desconcertantes leyes, las de la mecánica cuántica. Un átomo puede estar, en cierto sentido, en dos lugares al mismo tiempo. Y simultáneamente no estar en ninguno. Su corporeidad sólo acontece cuando se los observa.
Hay otro aspecto de las partículas elementales que es muy sorprendente: son todas iguales. Quiero decir, todos los electrones son idénticos. No parecidos: absolutamente indistinguibles; sin defectos de fábrica. Esto es crucial para que el universo sea tal como lo percibimos. Borges decía que todos los tigres son el mismo tigre. En el caso de las partículas subatómicas, esto es literal. ¿Cómo es posible? El andamiaje formal que lo explica se llama teoría cuántica de campos y me interesa señalar algunos aspectos de la noción de realidad a la que nos empuja. Un campo es una especie de sustancia que permea la totalidad del espacio, llenándolo. No hay punto del espacio en el que no haya campo. Un buen ejemplo es el del campo electromagnético, sobre todo cuando se presenta en su forma más familiar: la luz. Sabemos que, al encender una lámpara, ésta impregna la totalidad del espacio circundante, propagándose a enorme velocidad. La teoría cuántica de campos responde a la imposibilidad de distinguir a las partículas entre sí de una manera sorprendente: no existen los electrones, lo que hay es un ente único al que llamamos campo del electrón y los electrones son sus “excitaciones”, como un fuego encendido en el que se producen aquí y allá pequeñas chispas. En esta forma de entender el universo material, todo lo que tenemos son unos pocos campos cuánticos que impregnan el espacio y las partículas son un chisporroteo de éstos. Si nos detenemos un segundo, parece imposible que esto sea cierto: ¿cómo puede ser que de una realidad microscópica tan etérea y, en cierto sentido, inmaterial, emerja el mundo contante y sonante que nos rodea?
El lenguaje insustancial
Si leemos Cien años de soledad, paladeamos su historia, disfrutamos de la fluidez de su prosa y, diciéndonos que no puede haber mejor comienzo, podemos repetir en nuestra cabeza:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Sin embargo, si nos enfocamos en una palabra concreta, digamos hielo, y empezamos a leer la frase enfatizándola y repitiéndola, “hielo, hielo, hielo…”, va a llegar un momento en que nos resulte insustancial, quizás innecesaria. Es una de las veintiocho palabras de esa oración pero, por sí sola, no tiene ninguna de las cualidades del texto, ni siquiera en una veintiochoava parte. O pensemos en la Sonata del claro de luna, una obra conmovedora. Ahora tomemos una nota cualquiera con el supuesto interés de analizarla y empecemos a tocarla sin cesar. En ese sonido vulgar y reiterativo no podremos reconocer ni siquiera una fracción menor de las cualidades que encontramos en la pieza completa. Esto nos alerta de inmediato contra la visión reduccionista que sugiere que el todo es la suma de las partes. El Quijote es algo más que medio kilo de papel convenientemente mezclado con unos gramos de tinta, aunque en definitiva, físicamente, no sea más que eso. Y lo que es no puede extrapolarse a partir del valor literario de ninguno de sus caracteres, ni de sus palabras. En el universo material ocurre algo parecido: cuanto más de cerca lo contemplemos, más difuso resultará. La materia, como el texto, es un tejido. Su consistencia física, su materialidad, es ilusoria. No está en la individualidad de sus constituyentes. Requiere de la multitud. Del mismo modo en que no hay aplauso con una sola mano, tampoco existen las características macroscópicas de la materia si el número de constituyentes no es suficientemente grande. El foco desenfoca. Algo parecido, como vimos, ocurre en la literatura y en la música. Una molécula de agua puede ser parte de una minúscula gota congelada bajo la superficie de Marte o de la lágrima que se deslizó sobre las mejillas de Beethoven al componer la Sonata del claro de luna. Del mismo modo, la preposición de puede ser parte de algún dequeísmo indecoroso o dar inicio a “de cuyo nombre no quiero acordarme” y ser parte de una obra mayor. ¿Es la materia inexorable? ¿Lo es un texto? En “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges jugó con esta idea. Si se pudieran reproducir las condiciones en las que un texto se gestó, con precisión infinita, debería ser posible volver a escribirlo. Esta hipótesis audaz no es cierta en el caso de la materia: sabemos que el caos sazona la dinámica de los sistemas físicos para boicotear la predictibilidad perfecta. Tampoco son inexorables ni la materia ni el lenguaje; en otro sentido: con los mismos constituyentes fundamentales y las mismas reglas, son posibles los gases y los poemas, los sólidos y las novelas, los líquidos y los cuentos.
Materia y lenguaje: diversidad
Un paralelismo sencillo nos diría que la letra es el átomo y la palabra la molécula. Hay átomos que son moléculas, como los gases nobles, y hay cinco letras que son palabras. Los átomos son un conjunto finito, como las letras. Para más confusión, solemos representarlos mediante sus símbolos químicos, que suelen ser una o dos letras. Así, una molécula es una palabra de manera casi literal. Y así como las reglas ortográficas impiden ciertos apareamientos, las leyes de los orbitales atómicos hacen lo propio en el universo material. Es posible generar nuevos átomos en el laboratorio. ¿Podríamos pensar igualmente en un lenguaje vivo en el que se cree artificialmente una nueva letra con un nuevo fonema para enriquecerlo? Es interesante pensarlo en el sentido de la borgeana Biblioteca de Babel. El diccionario de la Real Academia Española consigna unas cien mil palabras, aunque se estima que el corpus lingüístico acumulado en lengua castellana a lo largo de la historia rondaría los millones. En un lenguaje que no cesa de crecer podría convertirse en una necesidad la invención de una letra. Por supuesto que es más fácil la emergencia de neologismos que la de nuevas letras, como lo es la aparición de nuevas moléculas frente a la creación en laboratorio de nuevos núcleos atómicos que acaban por resultar efímeros. El lenguaje es redundante a nivel de sus constituyentes fundamentales. El castellano, por ejemplo, no parece necesitar la existencia de las letras c, s y z, ni c, k y q. ¿Para qué ponemos la u detrás de la q? ¿Para qué la h? García Márquez ya elevó su autorizada voz sobre este tema. También los átomos se presentan en la naturaleza con diversos isótopos. No hay un solo hidrógeno. Tenemos al deuterio y al tritio, químicamente indistinguibles, pero variantes imprescindibles para que el universo sea el que es. Sin el deuterio no existiría el helio y sin éste no habría tabla periódica. Acaso sea ésta la razón de ser de las redundancias en el lenguaje: proporcionar una maleabilidad que le permita mutar, desintegrarse y radiar; en definitiva, evolucionar y diversificarse, dando lugar a nuevas lenguas. A pesar del relato de la torre de Babel, que la presenta como un castigo, tenemos razones para sospechar que, muy por el contrario, la multiplicidad de lenguas es una bendición: el abanico de ideas que podemos concebir es más amplio. Se ha ensanchado el conjunto de aquello que podemos nombrar y los matices con los que lo hacemos. En definitiva, nuestra cultura es más compleja y robusta. Hizo falta el Big Bang para que acabara naciendo un ser que engendrara el lenguaje, quizás sólo para poder nombrarlo.
Imagen de portada: Margot Kalach, Destino celular, 2020. Cortesía de la artista