Tuve un ataque de pánico leyendo tu libro. El 24 de enero de 2020, un día después de que China cerrara todos los accesos a la ciudad de Wuhan y cuatro días después de que se detectaran los primeros casos de covid-19 en Estados Unidos, abordamos un vuelo de Baltimore a la Ciudad de México. Yo estaba leyendo tu libro, Inmunología. Me tocaba participar en una charla contigo un par de semanas después y decidí que las horas de vuelo eran ideales para empezarlo. Me da vergüenza admitir que al principio era medio escéptica. Por más que en la contratapa hubiera elogios de dos de mis escritoras favoritas (Rebecca Solnit y Maggie Nelson) nunca me había puesto a pensar en las vacunas, no me interesaban particularmente y me imaginaba un libro más bien aburrido, lleno de jerga médica. Cambié de opinión a las pocas páginas, me enganché con las historias de vampiros, experimentos vacunos y madres antivacunas que ibas narrando y desmenuzando. Me identifiqué sobre todo con el miedo materno que tan bien describes, esa necesidad angustiosa —casi enloquecedora por momentos— de proteger a tus hijos de los infinitos peligros, visibles e invisibles, que acechan en cada rincón del mundo, a todas horas. Me interesaban particularmente las secciones en que explicas cómo el cuerpo humano coexiste por dentro y por fuera con una cantidad incalculable de microorganismos, y cuando convivimos en equilibrio con ellos, más que benéficos son necesarios —hace poco vi un documental donde explican que los niños que crecen con perros y por lo tanto están expuestos a sus gérmenes desde bebés, padecen menos alergias—, pero cuando el equilibrio se altera nos enferman. Fue quizás algún ruido del avión o una turbulencia medio ominosa lo que me distrajo de la lectura y me hizo pensar en el precario ecosistema que es un avión y en todos los virus que los pasajeros comparten a través del aire acondicionado, que circulan por nuestros pulmones una y otra vez, se reciclan y vuelven a circular. Siempre he padecido una leve hipocondría, casi simpática, pintoresca, diría yo, pero nunca antes me había pasado algo así. Esa mañana me había comido un par de gomitas anaranjadas de vitaminas Airborne, de esas que en teoría son especiales para mejorar el sistema inmune antes de abordar un vuelo. Traté de pensar en eso, pero no sirvió de nada, me faltaba el aire, sentí que me estaba ahogando, que tenía que pedir una máscara de oxígeno o salir de ese avión como fuera, gritarle al piloto que aterrizara de emergencia, robarle a la azafata uno de sus zapatos rojos de tacón —en ese vuelo por primera vez tomé conciencia de que en pleno siglo XXI siguen obligando a las azafatas a usar zapatos de tacón— y romper una de las ventanillas para que entrara aire fresco. Logré controlarme unos minutos más tarde, irónicamente, con el famoso truco de concentrarme en mi respiración. Tres días después, mi familia y yo empezamos con los síntomas de una gripe insoportable. Luego de unas fiebres estratosféricas, una prueba de laboratorio confirmó que era influenza tipo A. Fueron días horribles. Mi hijo decía “mocos” cada dos segundos, yo no tenía fuerzas para nada. No nos habíamos vacunado contra la influenza. Varias veces pensamos que había que hacerlo, y varias veces lo pospusimos. Me enfurecí conmigo misma. Después de haber leído tu libro me quedó claro que era una tontería no haberlo hecho. No tengo forma de saber si me enfermé en ese avión, pero mi instinto no tiene dudas. Nos encontramos veintiún días más tarde, Eula Biss, el 15 de febrero, cuando el covid-19 ya había sido bautizado y Francia anunciaba la primera muerte en Europa. Me caíste bien de inmediato. Fue una plática muy agradable, que duró sólo una hora, aunque yo habría querido extenderla por más tiempo. Con todo lo que ha pasado desde entonces he seguido imaginando conversaciones contigo, que son más bien soliloquios, porque trato de adivinar qué responderías a mis preguntas, pero nunca llego muy lejos. Se suponía que íbamos a volver a reunirnos, íbamos a tener una charla en mayo, en Chicago, durante el tour que me habían organizado por Estados Unidos, que fue, por supuesto, cancelado. Hace unos días, mi hijo de dos años soñó esto: “como la calle estaba vacía había una jirafa, y todas las casas se caían”. Habrá sido por un video que sacó mi tío en Berlín, donde filma las andanzas de un zorro en un jardín vacío enfrente del Palacio de Bellevue. Hablamos constantemente de la pandemia y mi hijo no había opinado nada hasta que varios días después me preguntó: “¿Mamá, en dónde están las personas?”. Entonces yo pensé en preguntarte, Eula Biss: ¿Qué te pregunta tu hijo? ¿Qué le respondes? Desde que me embaracé, desde que viví esa experiencia tan fascinante y desconcertante de ser dos cuerpos en uno, he ido buscando y descubriendo otras formas en las que nuestros cuerpos son parte de un organismo múltiple, de algo así como un jardín. Un año antes, sin haber leído tu libro, escribí en una conferencia esta oración: “No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva”. Casi salto de emoción —esto fue algunos días después del vuelo, ya con influenza pero sin ataque de pánico— cuando leí una oración por poco idéntica en tu libro, en donde dices que nuestros cuerpos son jardines dentro de un jardín más grande, que es el cuerpo social. En tu libro explicas que no vacunamos a nuestros hijos para protegerlos de los virus. Las madres antivacunas tienen razón en esto: si nuestros hijos enfermaran de muchas de las enfermedades para las que los vacunamos, probablemente no sufrirían demasiado ni morirían. Vacunamos a nuestros hijos para proteger a las poblaciones más vulnerables, para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad. Vacunamos a nuestros hijos, nos vacunamos, por un sentido comunitario, por la noción de que somos un solo organismo múltiple. No sabes las ganas que tengo de repartir tu libro, que venga en la canasta básica que todas las madres deberían recibir después de un parto —junto con esas toallas sanitarias frías, chocolates, crema para los pezones y varias amigas con hijos—. Después de leerlo es imposible seguir creyéndole a los charlatanes que hablan de vacunas venenosas y que ocasionan autismo. Quizás si más personas hubieran leído tu libro no habría ahora un brote de sarampión, una enfermedad que hasta hace poco estaba ya casi erradicada del planeta. Los más de veinte días que ya llevamos de cuarentena han sido una mezcla de insoportables juntas en Zoom, relatos devastadores de muertes solitarias y atroces, videos de animales en las ciudades vacías, intentos fallidos para establecer rutinas y trabajar, intentos más o menos exitosos de quitarle el pañal a nuestro hijo, pájaros invisibles que cantan en el silencio de la calle, el vecino que aprovecha la cuarentena para remodelar su casa con furiosas sierras eléctricas y taladros, el otro vecino —todavía no encuentro un insulto que le haga justicia— que organiza “fiestas de covid” con karaoke por las noches, y momentos de angustia, de lectura y de juego. Pienso mucho en ese cuerpo social que describes. En cómo a falta de vacuna —en lo que inventan o descubren y prueban y distribuyen la dichosa vacuna— tenemos que distanciarnos por el mismo motivo: para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad. Pienso también en los jardines; en cómo el jardín que tiene mi madre en la casa de junto nos ha salvado el ánimo, porque para un niño de dos años ese espacio, esa interacción con la tierra, el aire y las hojas —mi hijo probablemente agregaría en esta lista a las lombrices— es invaluable. Soy consciente del privilegio que implica tener acceso a un jardín, un lujo que incontables familias echan ahora mismo en falta. Pienso en los hogares sin jardín, en los jardines vacíos en Berlín, en tu metáfora del jardín dentro del jardín, en mi metáfora de los jardines en la selva y en los jardines salvajes devastados por la deforestación. En el origen de esta pandemia están esos bosques talados, que cuando se destruyen nos acercan a virus nuevos, que antes vivían en equilibrio con su ecosistema. Otras enfermedades, como la gripe aviar y la fiebre porcina, surgieron de la voraz industria alimentaria, se transmiten de los puercos y las gallinas a los seres humanos. Detrás de esta emergencia sanitaria está la enfermedad social y ambiental del capitalismo salvaje, que está terminando con la vida en la Tierra, y mi sensación es que no estamos hablando lo suficiente de estos temas, que no nos preocupan ni nos ocupan lo suficiente. Lo comento con familiares y amigos y casi todos dicen que exagero, que me lo invento, que no es para tanto. Y quizás sí que exagero, como con mi hipocondría, quizás los artículos mienten y la abundante evidencia científica está equivocada, quizás exagero, y ojalá. Por todas partes escucho a personas que dicen que quieren volver a una normalidad perversa, a un sistema infecto, que nos está matando. Cuando pienso en todo esto, Eula Biss, me empieza a faltar el aire, y entonces me da miedo que sea un síntoma de Covid-19 y eso lo empeora. Tengo que concentrarme en mi respiración.
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Imagen de portada: Zorro frente al Palacio de Bellevue. Fotografía de Anette Kuhn, 2020