I
Uno de mis compañeros de la primaria era partidario de las Águilas del América. Como la escuela era federal y estaba ubicada en Guadalajara, y como aquellos años correspondían al principio de los ochenta (que según nos han informado los sabios que hoy pueblan Twitter, estuvieron calcados de la Edad Media, porque nadie trataba de comprender al otro), el resto de los niños del salón, o al menos una amplia mayoría, decidimos que el infractor era un indeseable, cuando no un enemigo declarado, y nos dedicamos a repudiarlo en silencio.
Aunque Víctor (que se llamaba así) era tan tapatío como nosotros, la realidad es que apoyaba a un equipo de la Capital y eso bastaba para convertirlo en el blanco de las iras populares. Algunos atribuían su traición (porque así era considerada, ni más ni menos) a la circunstancia de que era el único rubio en el aula de clases. Y el lugar común quería que el América fuera el equipo de las élites mexicanas (esas que los siete sabios de Twitter conocen ahora como los “whitexicans”) mientras que nuestras locales Chivas del Guadalajara sacaban la cara por la raza de bronce. No solo abanderaban a la clase trabajadora del país, sino que en sus filas militaban puros mexicanos, mientras que las estrellas del América de ese entonces, por supuesto, eran unos argentinos muelones, sobrados y tan rubios como Víctor (no digo que esta fuera la realidad, o que tal concepto sobre los extranjeros fuera correcto o siquiera deseable, solo aclaro que eso pensábamos los niños del salón en aquel tiempo).
Un día, en una fiesta de cumpleaños que se realizaba en su casa, mientras la madre de Víctor nos preparaba una tanda de sándwiches con poco jamón y mucha mayonesa, los asistentes, todos parte del grupo escolar, arrinconamos al anfitrión. “¿Y tú por qué fregados le vas al América?”, lo cuestionamos en voz de Fernando, que era grandote, morenote y chiva hasta la médula. Víctor, tan tranquilo, ignorante quizá del hecho de que se le consideraba el enemigo público número uno de unos niños que vivían y respiraban solo futbol, confesó que lo hacía porque Chabelo, el conductor del programa de concursos más famoso en los ochenta, se pasaba la vida haciéndole publicidad al América, equipo que era propiedad de la cadena televisiva que producía su show. “¿No ven Chabelo?”, reviró el rubio, sinceramente extrañado. “¡Regalan montones de juguetes!”. “¡Pero tú eres de Guadalajara y el perro América es de la Capital!”, le rebatió, indignado, otro de los chamacos presentes, cuyo nombre de aires babilónicos no he podido olvidar en casi cuarenta años: se llamaba Zózimo. Entonces, se produjo la epifanía y Víctor se vio en su camino a Damasco. “Bueno, sí. Soy de aquí. Y no tengo ni parientes en la Capital. Nunca he ido, además. Debería irle a las Chivas, ¿verdad?”. Las opiniones se dividieron en este punto. Algunos puristas defendieron la idea de que una traición como la suya era irreversible y ahora le tocaba hacerse responsable y aferrarse a su (equivocada) decisión primordial. Otros, los más, decidimos que Víctor en el fondo nos caía muy bien y sería bienvenido en nuestras filas. Así podíamos atragantarnos con los sándwiches y el pastel, que se partió media hora después, sin la molesta culpa de estarle aceptando la merienda a unos traidores.
Unos meses después de este incidente, las Chivas se coronaron en el torneo mexicano por única vez en los años ochenta. Víctor fue a un palco del estadio Jalisco, miró la final en vivo, los jugadores le firmaron una playera, y sus parientes le tomaron un montón de fotos felices. Había olvidado decir, hasta ahora, que su padre era notario y su familia, me parece a la distancia, la más adinerada en el entorno de aquella primaria federal. “Nosotros nos jodimos por años, lloramos las finales perdidas, y este güey llega directito a ganar el campeonato”. Eso me dijo Fernando con justificada amargura. “Pero al menos lo hicimos ver la luz”, respondí. Yo, como todos, había sintonizado la final en un televisor. El de mi casa era blanco y negro, el cinescopio fallaba y las imágenes eran solo deformidad y distorsión. Cuando pienso ahora en aquella final la relaciono con el cine experimental checo. Pero ganamos, carajo.
II
¿Por qué le vamos al equipo de nuestros amores? Aquella pregunta, como puede notarse por la anécdota precedente, me obsesiona desde pequeño. Me temo que mi respuesta personal resultará demasiado simple para algunos. Sostengo que uno debería irle a un equipo tan solo por dos motivos: por representar a la ciudad o comunidad en que uno nació, por un lado, o por tratarse de un equipo cuyo amor nos ha sido heredado por antepasados a quienes alguna oportuna o desgraciada migración llevó a un lugar remoto, pero no apartó de sus colores. No soy un cavernario: soy capaz de algunos matices. Por ejemplo, que vivir durante años en una ciudad puede convertirlo a uno en partidario sincero del local, aunque uno venga de otra parte. El derecho se gana, sin duda. Esto es lo que pienso del asunto.
Y alguna vez, hace muchos años, expuse estas concepciones en una cantina, que es el espacio natural para su debate. Estaba presente, a mi lado, Carlitos, un abogado progresista (no, no se trata de una contradicción en los términos, necesariamente), que torció el gesto y me espetó: “Eso que expones es, tal cual, el Blut und Boden de los románticos alemanes del XIX. Sangre y tierra. ¿Te das cuenta de la barbaridad que dices? Expresiones como esas alimentaron ideas siniestras después…”. Claro, él era un fresa de Chapalita, del lado rico de la ciudad, de Zapopan, y no le iba a ningún club mexicano sino al Barcelona de España, equipo con el que no lo unía nada más que la afición televisiva por sus juegos (la sombra de Chabelo nunca se desvanece…) y la posibilidad monetaria de comprar las playeras blaugranas cada temporada en alguna tienda deportiva.
Carlitos defendía el capricho: nadie debería vivir condenado, decía, a darle su amor a uno de los equipos de su ciudad o, peor aún, a entregárselo al de sus padres y abuelos. ¿No es, acaso, mil veces mejor la libertad de elegir a quien fuera, a cualquier equipo del planeta, por un mero antojo o gusto por los colores de su uniforme, o una admiración clara por su forma de juego? ¡Vaya pena si Pelé, Cruyff y Maradona solo hubieran podido ser aplaudidos por sus estrictos conciudadanos! ¡Eso no es amor al futbol sino a la costumbre!
El problema con su razonamiento, sin embargo, saltaba a la vista. Si el mero capricho o la simple admiración futbolística, alejada de consideraciones geográficas o familiares, nos une a los equipos, ¿qué impedirá que nos convirtamos en aficionados seriales, que se ponen y quitan camisetas al ritmo de los traspasos de jugadores, del surgimiento de nuevas potencias, de la aparición de los jóvenes dioses que brincan a las canchas cada mes? Nada. Es una lógica que, aparentándose libertaria, nos amarra al lado más sucio del deporte: el predominio del dinero. Los mejores equipos, casi siempre, son también los más adinerados, que pueden seducir, cooptar y cosechar a las estrellas de los clubes medianos y chicos, y condenarlos a la mediocridad a la vez que ellos se fortalecen. Y así, como ciudadanos globales cuya lealtad depende de los logros que alcancen las carteras de los dueños, dejamos de ser aficionados y pasamos a meros consumidores. Y es que si un equipo, después de todo, no es una fe, un credo, una apuesta vital, un “nosotros contra ellos”, se convierte en un producto eficaz, limpio y conveniente, pero que puede y será sustituido por sus versiones novedosas o mejoradas al menor síntoma de crisis.
La prueba de ello es que Carlitos saltó del buque barcelonista junto con Leo Messi, la mayor estrella en la historia blaugrana, quien dejó el club en 2021 para firmar con el Paris Saint Germain, el PSG, el equipo adinerado por antonomasia: sin tradición, sin leyenda, hinchado a billetes por unos jeques empeñados en conseguir el producto global perfecto para la publicidad, la televisión de paga, los palcos de hiperlujo, el merchandising. El amor por Messi (cuya marcha fue la razón de Carlitos para justificar su cambiazo) fue solamente, me temo, el pretexto a mano. Carlitos se pondría la camiseta del APOEL Nicosia de Chipre si este fuera capaz de ganar la Champions League.
Escribo esto cuando mi club, por cierto, acaba de ser eliminado del torneo mexicano, una liga de ribetes menores. El actual club de Carlitos se pasea como rey en la Ligue 1 de Francia. Él me compadece. Yo creo que los triunfos de su equipo le son tan cercanos como los juguetes que Chabelo les regalaba a otros, muy lejos, vistos con envidia y deseo a través del televisor.
Imagen de portada: ©Wilo Gayone, Cuando la pelota te salva, de la serie Futbol Universal, 2021. Cortesía del artista