Comencemos por dejar una cosa clara: en el mundo natural, el sexo no es la norma. Al contrario, en las múltiples dimensiones de la vida, la sexualidad —y para tal caso los géneros— son fenómenos más bien peculiares. La realidad es que la inmensa mayoría de los organismos se reproduce por otros medios. El principio de procreación que impera en el planeta, en dado caso, es de tipo asexual y su prevalencia se impone por varios órdenes de magnitud.
Asentado este punto, ahora sí podemos abocarnos a los estratos de la zoología, ámbito donde el sexo resulta tan primordial como comer o respirar. Aunque asumir que el apareamiento entre individuos usualmente acontece por interacciones afines a los roces carnales de los mamíferos implicaría caer en los tropiezos de la ceguera. La constricción implícita en tener que recombinar el material genético de dos células germinales —óvulo y espermatozoide— para perpetuar la especie no acota la creatividad adaptativa. Recordemos que la evolución es oulipiana1 por antonomasia y que la selección natural se ha encaminado a que la única constante en el inagotable kamasutra de los metazoarios sea torcer las convenciones.
Las tenias o solitarias, por ejemplo, dominan los prodigios de la autofecundación y encarnan así a un ente madre-padre casi mitológico que se aloja en los intestinos ajenos. Estrellas de mar, lombrices de tierra y no pocos anfibios han sido favorecidos por la evolución con las dotes del hermafroditismo, que en algunas instancias abre la puerta a la notoria posibilidad de disfrutar de ambos sexos al mismo tiempo —pensemos en las delicias del “hermafroditismo simultáneo” del que gozan los caracoles, en el que cada individuo que toma parte en el entrecruzamiento actúa como macho y hembra de forma paralela—. Por supuesto, también hay una extensa diversidad de criaturas para las que la aproximación dicotómica a la fecundidad es más concreta, especies dioicas cuyos sexos se encuentran separados entre individuos y cuya propagación normalmente es biparental. Sin embargo, dicha condición no implica de manera alguna uniformidad, al contrario, en estos animales es donde se manifiestan algunas de las conductas reproductivas más inauditas: hembras arácnidas que devoran a su consorte tras la cópula; machos de mantis tenaces que, aun siendo decapitados, tienen la gracia de continuar con su baile erótico y seguir fornicando; avispas precoces que son preñadas apenas segundos después de emerger del huevo; ácaros del género Adactylidium que se reproducen de manera consanguínea antes siquiera de haber nacido, es decir que copulan entre hermanos (usualmente un solo macho por un grupo de hembras) y lo hacen aún estando dentro de su madre.
Así que, sin perder la noción de que sólo a nuestros ojos resultan prácticas insólitas, abramos este catálogo de extravagancias sexuales citando la Filosofía natural del amor del lúcido Remy de Gourmont: “de todas las aberraciones sexuales quizá la más extraña sea la castidad”. Y como siempre habrá una excepción a la regla, empecemos por considerar el curioso caso del kaluta, un marsupial oriundo de los desiertos australianos, parecido a un perro de la pradera o a un hurón, cuyos machos están condenados a transcurrir sus días en mansa castidad pues perecen inmediatamente tras perder la virginidad. Podríamos preguntarnos si esto se debe a un orgasmo tan extático que resulta fulminante y, de ser así, si los kalutas anticipan lo que se les avecina reprimiendo su instinto hasta que la sublime fuga valga la pena. En el caso de los Antechinus, otros pequeños marsupiales que se asemejan a ratones o musarañas y que también practican la estrategia de prolongar la castidad hasta que llega el momento de su única temporada reproductiva, no parece quedar duda: mueren debido a la extenuación física. Y es que, a diferencia de los reservados kalutas, los vigorosos Antechinus no se conforman con una sola cópula antes de fenecer, sino que durante el par de fatídicas semanas en las que pierden la virginidad se entregan a un frenesí de fornicación cuyos coitos pueden extenderse hasta catorce horas. Performance amatorio (por no decir suicidio sexual) que podría intuirse quizás como el límite posible del sexo tántrico, aunque ciertas serpientes de cascabel llevan la cuestión a niveles francamente atléticos, pues una sola penetración puede llegar a durar veintitrés horas. Si la duración no figurara como parámetro importante a considerar a la hora de saciar las ansias afrodisiacas, sino el tamaño, entonces tendríamos que otorgar el título al pene más grande de los vertebrados a los patos de la especie Oxyura vittata, que ostentan falos de 45 centímetros de largo. Un miembro de tamaño francamente titánico si se considera en relación con el cuerpo —pues es más largo que el resto del pato— y que, además, se yergue en forma de espiral. En ese sentido se parece al órgano sexual de los porcinos (que, por cierto, suelen experimentar orgasmos ininterrumpidos de entre treinta y noventa minutos) y cuya forma de sacacorchos, se postula, funciona como un mecanismo para desplazar, cuando no directamente extraer, los espermatozoides de potenciales parejas anteriores.
En el extremo opuesto a la castidad condicionada de los marsupiales que mencionamos podríamos citar las pelotas reproductivas de las que gustan las anacondas, en las que varios machos se agasajan en torno a una sola hembra para consumar un gang bang consensuado durante el cual la hembra recogerá los espermatozoides de diversos pretendientes para así concebir una camada de hermanos provenientes de distintos padres. Pero si el sexo entre diez o veinte participantes se perfilara como una orgía un tanto timorata, entonces qué tal las impactantes congregaciones orgiásticas a las que acuden durante la primavera decenas de miles de serpientes en Manitoba, Canadá, y en las que hasta setenta mil ejemplares de colúbridos Thamnophis sirtalis parietalis se dan cita tras emerger de sus refugios hibernales para celebrar una caótica bacanal reproductiva y consagrar así, año tras año, la mayor concentración de ofidios del mundo. Todo lo anterior asumiendo, claro, que las pautas de la reproducción sexual se atañan a los modelos convencionales (bajo un sesgo antropocéntrico, evidentemente), porque no siempre es el caso. Y no me refiero al cambio de papeles de los insectos del género Neotrogla, en los que, si bien es la hembra la que introduce una estructura fálica en el macho para recoger los espermatozoides que éste produce, el esquema de la interacción erótica clásica más o menos se conserva, sino a prácticas bastante más inusitadas, como el parasitismo sexual. Para los peces linterna abisales del orden de los Lophiiformes la cuestión de encontrar pareja no es algo que pueda tomarse a la ligera: al contrario, al menos para los machos se trata de una obligación, ya que nacen sin aparato digestivo desarrollado y con la boca clausurada por tejido. Su única esperanza, si es que pretenden sobrevivir, consiste en dar con los rastros de feromonas de alguna hembra. Si lo consiguen secretan una enzima que disuelve el tejido que cubre su boca, muerden a la hembra por el costado (ellas suelen ser unas sesenta veces más grandes y hasta 500 mil veces más pesadas) y se aferran con devoción. Lo que sucede entonces no tiene nombre en nuestra modesta forma de comprender el amor: los tejidos del macho comienzan a licuarse y se fusionan con los de la hembra. Sus ojos y órganos internos se reabsorben y se establece un solo flujo metabólico, gaseoso y sanguíneo entre ambos. Al final, lo único que permanece para la posteridad del humilde pececillo son sus gónadas y su contorno cartilaginoso colgando sobre uno de los flancos de la hembra. De esta manera, cargando consigo el vestigio de semental embebido en su cuerpo, es como la hembra se hace de los espermatozoides necesarios para poder engendrar descendencia y perpetuar la especie. De hecho, no es inusual que una sola hembra lleve adosados a varios machos sobre su superficie. Lo cual, si se analiza bajo un enfoque puramente reproductivo, resulta bastante ventajoso, pues tiene a su disposición un acervo inagotable de material genético proveniente de distintos padres. Si el dimorfismo y el parasitismo sexual de los peces linterna ya resulta difícil de concebir, el que se registra en los gusanos marinos devoradores de hueso (género Osedax) trasciende los linderos de la fantasía. Y es que, mientras que las hembras miden aproximadamente lo mismo que un dedo meñique —presentan en su extremo anterior un penacho de branquias rojizas tipo plumero y en el posterior un enramado de raíces filamentosas que secretan el ácido con el que excavan galerías en los esqueletos que devoran—, los machos son simplemente invisibles. ¿Acaso estos machos microscópicos no se perfilan como premisa de novela de ciencia ficción? Y si aún quedaran dudas: ¿qué tal el rasgo de que habiten a la manera de endoparásitos dentro de las hembras, con cada gusana albergando una comunidad de hasta cien diminutos machos?… Eso es exactamente lo que tenemos entre manos aquí: las aproximadamente veinte especies conocidas de estos gusanos —aunque es factible que existan muchas más— llevan el parasitismo sexual hasta sus últimas consecuencias: los machos forman parte del microbioma de las hembras. Pero si cargar con los machos a cuestas, aun en forma de células, todavía sonara como una condición demasiado demandante, por qué no prescindir por completo de ellos. Se denomina partenogénesis al mecanismo de engendrar descendencia sin la intervención de espermatozoides, una forma de alumbramiento virginal que ha sido observado en tardígrados, equinodermos, medusas, insectos, crustáceos y vertebrados, y que, por contraintuitivo que parezca, no se trata de un mecanismo que sólo genere clones idénticos a la madre. Sin duda este peculiar acercamiento a la fecundidad uniparental ha alcanzado una de sus dimensiones más notorias en el caso de las lagartijas cola de látigo mexicanas pues, a diferencia de buena parte de los vertebrados, los híbridos entre distintos tipos de estos saurios —que pertenecen al género Aspidoscelis— conforman especies propias. Especies quiméricas compuestas únicamente por hembras que no sólo son capaces de dar origen a más de su clase sino que, al hacerlo, incorporan la clave fundamental para mantener una población sana y con buenas posibilidades de supervivencia a largo plazo: la consabida variabilidad genética. Lo que sucede es que antes de autoduplicarse estas lagartijas cuentan con la gracia de poder mezclar los cromosomas hermanos de sus óvulos como si se tratara de homólogos y generar así crías distintas a ellas. Lo cual tampoco implica frigidez, ya que practican un ritual de sexo lésbico que fomenta la ovulación. Imposible no traer a cuento al fabuloso clan de los peces transexuales, que no sólo cambian de sexo en algún momento de su vida sino que pueden seguir concibiendo descendencia bajo los parámetros de su nueva identidad. Se conocen aproximadamente 600 especies de peces para las que la transexualidad es una condición existencial. Algunos, como los peces payaso, se transforman de macho a hembra; otros, como los huachinangos y los loros, cambian en el sentido contrario, y unos cuantos, como los bacalaos de puntas negras, pueden hacerlo de manera reversible un par de veces a lo largo de la vida. Pero los serranos pálidos de Panamá, Serranus tortugarum, llevan el asunto a linderos surrealistas, pues no sólo cambian de sexo unas cuantas veces sino que lo hacen veinte veces por día. Estos peces conforman parejas monógamas que durante la época reproductiva alternan papeles constantemente; primero uno es macho y el otro hembra, luego cambian: el que producía los huevos ahora aporta los espermatozoides, y más tarde vuelven a virar. Se trata, pues, de la utopía de la pareja. Otros pasajes del gran Kamazootra que se antojan fértiles para la imaginación son los del sexo entre individuos de especies diferentes, usanza que se ha observado en delfines, aves, caballos y primates. No entre sí, claro está, sino cada uno de ellos con diversos tipos de organismos. También habría que dedicar algunas líneas al asunto de la necrofilia, puesta en práctica por patos, cisnes y, de manera un tanto más funcional, por los machos de las ranas Rhinella proboscidea, que al toparse con una hembra gestante muerta, en ocasiones masajean al cadáver hasta extraer los huevecillos y después proceden a fecundarlos. Ni qué decir de la homosexualidad en el reino silvestre que, por si quedara duda, es una elección de vida en una multitud de clases de fauna (por lo menos en unas 500 especies de animales se han documentado parejas estables del mismo sexo). Es el caso de ciertos pingüinos que, tras establecer parejas monógamas del mismo sexo —ya sean machos o hembras—, emprenden la tarea de robarse el huevo de una pareja heterosexual descuidada para criarlo. O hablemos de la satisfacción individual, dicha suprema de la masturbación. Técnicas variopintas de autocomplacencia que, lejos de manifestarse como algo infrecuente, son socorridas entre un gran número de animales: los vertebrados, con plena seguridad; los insectos, posiblemente; las medusas, ya no es tan claro. ¿Cómo se masturbará una langosta? ¿De qué manera conseguirá hacer lo propio un erizo de mar? Los chimpancés, por su parte, en ocasiones se valen de elementos externos para encontrar sosiego, como quedó demostrado en un video que ronda por las redes y que retrata a un chimpancé atendiéndose en éxtasis utilizando para ello a un pobre sapo al que el simio ha insertado por la boca. Bien valdría la pena detenerse a reflexionar en estos aspectos. No obstante, por ahora debemos dejarlos pendientes y simplemente preguntarnos: ¿qué queda de todo esto para el orgulloso mono consciente? Quizás un atisbo de envidia dadas nuestras modestas posibilidades fisiológicas a la hora de satisfacer la pulsión reproductiva. Porque afrontémoslo, la verdad es que en lo que se refiere a dinámicas corporales, avances voluptuosos y desplantes eróticos, los humanos estamos condenados a ser bastante aburridos.
Lophiiformes. Ilustración de Emmanuel Peña
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El oulipo o “taller de literatura potencial”, instaurado por el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais, busca crear a partir de las limitaciones, tornando las restricciones impuestas en motores creativos. ↩