Fue antes de quedarme sin cuerpo. No hace ni ocho meses. Entonces era robusto, más que atlético. Ahora estoy famélico, en los huesos. Hasta mi pelo rubio, que a nadie pasaba inadvertido, ha perdido su brillo. Lo mejor de mí, lo que me hacía ser el centro de las miradas, ha desaparecido. Antes por lo menos disponía de una ilusión. Ahora soy la sombra de lo que fui; peor aún: un eco, como el nombre que mi madre tuvo la mala idea de ponerme. Eco. Le pareció bonito, supongo, sonoro. Nunca supe la razón de que lo eligiera. Hasta los tres años fui un niño locuaz, pero, a la edad en que las preguntas se agolpan, mi defecto en el habla había aflorado y ni ella ni yo quisimos ese debate. Habría sido doloroso, un sarcasmo. Pobre madre mía. Inventó decenas de motes cariñosos con tal de no usarlo. Sin embargo, no estuvo en su mano evitar que fuera el nombre más pronunciado en el valle, el más repetido por los niños de las cabañas. Me decía que envidiaban mi perfección, que la naturaleza me había concedido un cuerpo bien formado y rasgos distinguidos, y que se vengaban de mi buena suerte. Por supuesto, yo no era tan ingenuo como para desconocer el verdadero motivo de las burlas; además sabía que, conmigo, los dardos de mi nombre reiterado pretendían alcanzarla a ella y provocar su escarnio por haberme dado a luz sin padre. Pero no quería agrandar su dolor con el mío y durante toda mi infancia me dediqué a hacerme valer. Era más veloz que nadie corriendo, escalaba riscos a los que otros no se atrevían a trepar y, gracias a que me ocultaba en el bosque para hacer tablas de gimnasia y levantar pesas, fortalecí mis músculos. Como consecuencia de ello, el cuerpo esbelto que mi madre celebrara como una promesa de consuelo, y que podría haber languidecido, se convirtió en una realidad, no sé si envidiada, pero en todo caso intimidadora. Habría sido penoso quedarme en mero efebo, causa de mayores penurias. Pero no me conformé. No quería envejecer en este valle donde el único entretenimiento llega en verano, cuando los bungalows de la ribera del lago se llenan de alegres veraneantes. Ansiaba viajar, conocer las ciudades de las que provienen, asentarme lejos y regresar si acaso en vacaciones, a ser posible con un barco como los que algunos de esos afortunados poseen. Mi madre y sus hermanas mellizas, que cosían en casa para una compañía textil, me imponían penosos ejercicios vocálicos con los que obtuve ciertos resultados. Pero lo que más me ayudó fue adiestrarme en el silencio. Aprendí a decir sin tropiezos algunas frases, y me limitaba a ellas. Para todo lo demás callaba. Afortunadamente, en la escuela conté con la sensibilidad de maestros forasteros que, no bien apreciaban que no los decepcionaría en mis exámenes escritos, se abstenían de preguntarme en clase. Así crecí hasta hace no tanto: reservando los inviernos para superarme, siempre entre la escuela y el bosque, donde seguía con mis ejercicios; y dilapidando los veranos en diversiones que nadie habría imaginado a mi alcance. Mi apariencia, mi silencio, que pasaba por laconismo, y mi aire mundano me permitían mezclarme con los veraneantes. A menudo, gracias a las ropas de ciudad que confeccionaba mi madre, me tomaban por uno de los suyos y, para cuando descubrían que no lo era, ya me habían adoptado. Yo era el que siempre sonreía y jamás importunaba con torpes comentarios. Qué distinto mi proceder de los ridículos esfuerzos de los chicos de las cabañas. Me avergüenza la vanidad que trasluce, pero no negaré que me divertía contemplarlos venirse abajo, provocar hilaridad en lides en las que yo triunfaba. Y si alguna vez, hipnotizada por mi silencio, conseguía llevarme a una orilla apartada del lago a una de esas altivas chicas que cada verano aparecían para no volver, qué placer me procuraba contemplar el brillo de la envidia en los ojos de quienes años atrás hacían chanza de mí repitiendo mi nombre hasta el hartazgo.
Apenas han pasado ocho fríos meses, pero qué obsoleta parece ahora mi dicha. Cada día noto que menguo un poco más, que mis músculos se encogen y que mi carne, antes perfecta, se amojama y arruga. La vida que estoy obligado a llevar no ayuda, escondido en la penumbra, deambulando por caminos que nadie transita, al abrigo de la maleza, muy lejos del lago, de las cabañas y de los bungalows, ahora vacíos, de los veraneantes. El lago no es un lago, es un embalse y tiene en su lecho un pueblo sumergido, pero ya nadie en la zona lo recuerda, sólo mi madre y mis tías, que nacieron en él. El resto de los vecinos del pueblo prefirió emigrar, y las tierras antes infértiles que quedaron en lo que desde entonces se conoce como El Alto, fueron colonizadas por los habitantes de las cabañas. Las primeras se construyeron antes de que yo naciera e iban a ser provisionales, pero continúan siendo tan miserables como el primer día. Al otro lado del lago, en un promontorio que divide en dos la playa artificial donde se asientan los bungalows, hay una roca, junto a una torre en ruinas (dicen que parte de un castillo desaparecido), desde la cual es posible ver entre las aguas el campanario de la iglesia del pueblo anegado; a veces, si el día es claro y los arroyos no descienden revueltos, se vislumbran los tejados de algunas casas. He pasado muchísimas horas en ese observatorio, perdido en pensamientos que me sería arduo reproducir. Sé que mi madre y mis tías añoran su pueblo perdido, y sé asimismo, aunque las palabras casi no hayan sido necesarias, que mi padre, al que nunca conocí, era capataz de una de las cuadrillas contratadas para construir la presa. No tengo cabida en el mundo que mi madre extraña, jamás habría podido habitar las calles de ese pueblo que sólo imagino, y, sin embargo, también yo lo extraño. No existirían las cabañas ni sus salvajes moradores ni los bungalows de los veraneantes, pero todo habría sido mejor. He aquí el oxímoron que me ha gobernado desde que recuerdo. Y fue allí, en esa roca, una tarde del último verano, cuando me topé con mi perdición. Había dejado escapar la tarde ensimismado en lastimosas reflexiones, las aguas ya oscuras no permitían ver el campanario sumergido, pero una luna casi llena las iluminaba, convirtiéndolas en un espejo donde se proyectaban la torre arruinada del castillo, los castaños a mi espalda y yo mismo, descansando en cuclillas sobre la roca. Las luces titilantes de El Alto y de los bungalows confluían sobre mi cabeza trazando una refulgente aureola ojival. Contemplaba mi rostro ya sin verme, como dicen que hacen con un objeto cualquiera quienes practican la meditación, cuando al recuperar cierta conciencia del entorno —anhelaba desperezarme, huir al entretenimiento de los bungalows—, distinguí, por encima de mi propio reflejo en el agua, el reflejo de un rostro muy parecido al mío que se miraba absorto en el embalse. Durante unos segundos pensé que una repentina ondulación de las aguas había provocado un desdoblamiento de mi imagen, pero, al notar que mi expresión de sorpresa no era acompañada en el otro por una expresión equivalente, terminé de afinar la mirada y descubrí que no era otro, sino otra, y de unos rasgos tan hermosos que los halagos que mi madre me dedicaba no habrían bastado para describirla con justicia. Me volví, y el impacto que me produjo verla al natural fue aún mayor; como lo fue que casi enseguida, sin reparar en mí, ella misma se girara y, tras saltar de la roca, desapareciera de mi vista insuflándome un amargo sabor a fantasmagoría.
Qué bien habría hecho si me hubiera encerrado en casa el resto del verano. Aunque entrañara renunciar a placeres con los que había soñado todo el curso, por lo menos tendría la certeza de que habría veranos futuros esperándome, y no este invierno sin fin que me aguarda. Mi vida, que imaginaba adornada de metas cumplidas, parece irrevocablemente estancada en estos paisajes de los que, fugitivo, temo que no saldré ya. Esa tarde funesta me incorporé de mi asiento en la roca, dejé atrás la torre y su reflejo en el agua y corrí hacia las luces de los bungalows. La encontré en la playa participando de una fiesta improvisada por algunos veraneantes recién llegados. Había una hoguera, y un viejo con trenza blanca tocando el acordeón. Estaba cerca de una pelirroja que removía con un palo en una cubeta de aluminio el contenido de varias botellas dispersas. Sonreía con la mirada envanecida mientras un grupo de chicos, entre los cuales distinguí dos o tres de las cabañas, le brindaban bebida de sus vasos. Ella disponía del suyo, pero aceptaba los ofrecimientos revoloteando entre sus cortejadores sin cesar de reír. Tras un rápido cálculo, y pese a la confusión en que seguía, descarté engrosar el coro de postulantes y busqué diferenciarme. Crucé el trecho de arena que me separaba de la cubeta, conseguí un vaso de ponche de la pelirroja, y, después de gratificarla con un par de frases aprendidas, me acerqué al acordeonista de la coleta, al cual se había unido un hombre con camiseta marinera, sentado en una caja de percusión sobre la que tamborileaba concentradamente. Confiaba en haber captado su atención, pero no quise comprobarlo aún, sino que retardé el momento fingiendo interés por la fanfarria de los músicos. Sólo cuando creí que el simulacro se prolongaba lo suficiente, levanté la mirada para hacer un lánguido barrido por la escena. Lo detuve de inmediato, al toparme con un panorama muy distinto del apetecido: el plazo que mi inseguridad le había otorgado sólo había servido para aumentar su éxtasis. Continuaba ajena a mi presencia bailando de brazo en brazo, entrelazada con unos y otros, y regalando un beso en los labios a sus fugaces parejas cada vez que se arrojaba en pos de una nueva. Me dolió como un tendón desgarrado que, entre los afortunados, estuvieran dos chicos de las cabañas, que, enardecidos, sí me habían divisado y me escrutaban hostiles. Creo que fue la angustia de verme tan firmemente cuestionado lo que minó mi prudencia. Enfurecí de rabia y deseo, y me uní al grupo de danzantes, confiado en que interrumpiera su indiscriminado flirteo para concentrarlo en mí. Sentí empujones en mi camino y trastabillé a consecuencia de una zancadilla, pero llegué adonde me proponía y, una vez que lo hice, tuve la sensación de que la música cesaba y, junto a la música, también el tiempo. Fijó sus ojos azul acuoso en mí, sonrió complacida, y, cuando pensaba que me abrazaría para bailar, me lanzó una pregunta insolentemente coqueta para la que de ningún modo estaba preparado. —Y tú —me dijo—, ¿tú de dónde sales? Entonces sí que cesó la música, o así lo sentí, cesó el tiempo, cesó en mi cabeza cualquier rastro de pensamiento, y sucedió lo que toda mi vida había querido evitar: mi lengua se acartonó, todo mi ser se trabó, y, consciente del horror que se avecinaba, salió de mi boca el temido tartamudeo. No fui capaz de terminar una frase con sentido. En una ráfaga, atisbé el estupor que dislocó su sonrisa, y, conforme ella arrancaba a reír, di el decisivo paso hacia el precipicio. Intenté tomarla entre mis brazos para bailar, pero se zafó resuelta, y, en el momento en que, extraviado de humillación, fui a mendigarle el beso que mis predecesores habían obtenido, levantó la mano y, con ésta abierta, me apartó con una brusca sacudida en la cara. La violencia de su gesto no pasó inadvertida. El acordeonista de la trenza canosa y una mujer recién llegada fueron hacia ella, y hacia mí vinieron la chica de la cubeta y tres veraneantes de los que antes bailaban. Proliferaron las preguntas. Ignorantes de quién debían recriminar y a quién consolar, nos inquirían a cada uno por separado si estábamos bien y qué nos había pasado. Sólo los chicos de las cabañas, que cuchicheaban alborozados, parecían al corriente. Yo no quería consuelo ni ser regañado ni, mucho menos, volver a tartajear. Permanecí mudo, y creo que ella estaba arrepentida o asustada, porque tampoco respondía. Me habría gustado acercarme y susurrarle que no se preocupara, que olvidara mi tartamudeo y lo que había acontecido después y que bailáramos juntos para siempre. Por eso, cuando vi que echaba a correr y que, dejando a todos confundidos, se perdía por el camino del bosque, hice lo posible por seguirla. Desafortunadamente, las trabas que no le habían puesto a ella me las pusieron a mí. De pronto me ceñían manos de las que me costó zafarme y, cuando alcancé la arboleda, ya la había perdido. Tuve que buscar refugio sin tardanza, pues sentí que toda la playa se movilizaba detrás de mí. Lo encontré en una covacha, casi una oquedad entre dos rocas sobre las que crecía, incrustado, un magnolio y, junto a él, un narciso, aún florido, de un azul tan pálido como los ojos de aquella a quien había confiado mi destino. Me agazapé y estuve escondido, mirando el narciso y repitiéndome pobre, pobre, hasta que el griterío pasó de largo. Conocía el peligro que corría, sabía que, si los chicos de las cabañas me daban caza, no se conformarían con infligirme unas pocas magulladuras. Y sin embargo, no fue el temor lo que me decidió a evitar mi casa, donde quizá imaginaban que escaparía, y dirigirme al promontorio en el cual se alzaba la torre en ruinas y, junto a su base, la roca desde la que esa tarde había buscado sosiego en los destellos del agua. Una intuición me guiaba. Puesto que mi desventura se había originado allí, enajenado, aturdido, lo consideré el lugar idóneo para empezar de nuevo. El bosque hervía, se escuchaba a lo lejos una algarabía de voces y de crujidos en la maleza, y tuve que dar un largo rodeo. Me veía abandonando el valle para inaugurar una nueva era con ella, me veía despidiendo al fantasma de mi padre y al pueblo hundido en el que nunca podría haber nacido. Eufórico, como si fuese una realidad tangible y no el traidor señuelo de una pesadilla, subí al peñón y descendí hasta mi roca, convencido de que, si aún no había aparecido, lo haría pronto, y, entonces, al echar una ojeada al embalse, más oscuro ahora pese a las luces provenientes de El Alto y de los bungalows, la descubrí tal como la había visto por primera vez. Miré a mi espalda y oteé en la oscuridad buscando el observatorio desde el que me contemplaba, pero no la vi. Volví a mirar hacia el agua, escudriñé mejor su expresión y, mientras escuchaba un bullicio que se acercaba, me di cuenta de que no era su rostro sino todo su cuerpo el que flotaba en el lago, el pelo extendido alrededor de la cabeza como una corona y los brazos, abiertos, mecidos por el suave oleaje. Me lancé de cabeza, nadé hasta ella y, justo cuando asía su cuello inerte, se desataron los gritos acusadores que aún me persiguen: —Ha sido Eco, ha sido Eco. Eco la ha matado. Eco. Eco. Qué desconsiderada es la vida con algunos y qué breves los incentivos que entre tanto nos da.
Imagen de portada: Primavera en el lago. Fotografía de R. Boed, 2019