Has dicho que “el periodismo tiene responsabilidad social, pero la literatura es completamente irresponsable”.
Como soy periodista y a la vez escritora noto que ésa es la diferencia más fundamental y básica. Y más en este momento del periodismo, que creo que es uno de los más estrafalariamente malos de su historia. No sólo por las fake news, también por el nivel de opinión causado por la sobreabundancia de datos. El periodismo ha llegado a tener algo de “juguetón”, y no debería ser así pues el periodismo tiene muchísimo poder. Esto no ocurre con la literatura. Yo creo firmemente en la irresponsabilidad de la literatura. No me gusta que la literatura sea leída con base en parámetros morales. Si a mí el día de mañana me sale una novela con un narrador machista, si eso es lo que yo tengo ganas de escribir y si eso es lo que yo tengo que decir en ese momento porque estoy pensando en la violencia de los varones, lo voy a hacer. O sea, no creo que deba ser juzgada en esos términos y tampoco creo que se deba juzgar la vida privada del autor. Creo que la vida artística trasciende la vida privada. Éstas son conversaciones muy recurrentes en la actualidad. Me parece sumamente peligroso que en nombre del cuidado se fomente la autocensura.
A pesar de la mencionada separación teórica entre periodismo y literatura, tus cuentos tienen cierto recorrido periodístico. Me viene a la cabeza, por ejemplo, el cuento “El chico sucio”.
Me gusta la crónica y creo que es muy útil para hacer la historia verosímil. La crónica es la manera de contar la realidad. A mí me interesa esa distancia entre lo verosímil y lo fantástico. No tenía ganas de ingresar al cuento con un registro fantástico o literario, sino más bien con un registro cercano a la crónica y, después, erosionar la realidad desde ahí. Un choque de narrativas, digamos. De eso me di cuenta más tarde. Obviamente, cuando escribo lo hago de una manera más intuitiva que reflexiva.
Tanto en Bajar es lo peor como en Cómo desaparecer completamente, tus dos primeras novelas, los narradores son varones. Comentas que, hasta que llegaste al cuento, todos los personajes femeninos te salían demasiado parecidos a ti misma.
Eso es cierto. Empecé a escribir cuentos por una cuestión técnica. Previamente había escrito dos novelas con narradores masculinos. No me gustaban mis personajes femeninos, se parecían demasiado a mí y no me convencían. Pensé que en el cuento, al ser más corto, sería más fácil controlar esa voz. Me propuse hacer una cosa que no había hecho hasta entonces: escribir un cuento fantástico con voz femenina. Y funcionó. Lo extraño fue que una imposibilidad técnica acabó sirviéndome para hablar de cuestiones sociales y políticas que me interesaban y que desde el género fantástico no había trabajado aún. Tenía muchas ganas de hacerlo y no le encontraba la vuelta. Y se la encontré en los cuentos.
El hilo conductor que conecta todos tus cuentos es la amenaza de un peligro de ultratumba que termina removiendo el presente de los personajes.
El tema del pasado como fantasma y como herencia imposible de sacarse de encima es un tema que me interesa literaria y políticamente. Me parece que muchos de los cuentos refieren a la dictadura argentina y eso tiene que ver con que yo crecí en ella. Ahí tengo una mezcla de sensibilidad terrorífica que, por un lado, viene de la literatura que estaba leyendo en aquella época y, por otro lado, del terror absolutamente real e ineludible de aquellos años. La época de la dictadura se vivió de manera especial en mi casa. Mis padres eran conscientes de lo que ocurría, pero no eran militantes. Pasé mi infancia en una casa en permanente tensión, como muchas otras. Mis padres eran muy abiertos y conversaban sobre el tema. Por supuesto, me advertían de que no contase nada de lo que les escuchaba decir. Aquello fue un secreto horrible que cargué durante mucho tiempo. Sentí el horror muy cerca. El pasado, cuando es traumático socialmente, como lo fue durante la dictadura, es imposible sacárselo de encima. Evocar esa realidad me resultaba fácil, incluso por el lenguaje de la propia dictadura. Para los argentinos, la dictadura es un trauma imposible de resolver, una cicatriz que no sana.
Tu literatura tiene un alto contenido político. Alguien camina sobre tu tumba pone el foco sobre el componente liberador del epitafio en una época en que la norma era la fosa común.
En esa fascinación hay una mezcla de todo lo que venimos hablando. Por un lado, los cementerios me atraen por una sensibilidad que viene de lo gótico y del decadentismo; mis lecturas de los autores morbosos del siglo XIX. Por ejemplo, Mary W. Shelley escribiendo sobre la tumba de su madre. Todo eso es la parte estética que me fascinaba y aún hoy me fascina. Sin embargo, yo no quería que esa parte estética lo coptase todo. No quería que el libro acabase siendo las crónicas de una flâneuse de cementerios. Entonces, me di cuenta de que la idea de una tumba con un epitafio y un nombre me producía un alivio personal y, además, producía un alivio social. Esas ceremonias eran muy dolorosas, pero también muy saludables. Era como decirle al fantasma “bueno, lo arreglé”. El cuento “El desentierro de la Angelita” termina con un final abierto porque la protagonista no resuelve el problema de los huesos del bebé fantasma. Todo ello tiene un montón de ecos con las cuestiones de las fosas comunes, que es un problema, obviamente, mundial. Creo que caminamos sobre huesos de asesinados en nuestras guerras civiles. Esto en Latinoamérica está muy presente.
Pasando a tu última novela, en Éste es el mar analizas la adolescencia como rito de paso.
Escribí Éste es el mar al mismo tiempo que Las cosas que perdimos en el fuego. Me interesa el fenómeno fan, el fandom, como formación social de la que incluso yo participo; además del rock, que también me interesa muchísimo. Pertenezco a la última generación que escuchaba rock con algún tipo de significado. Cuando yo tenía veinte años, el rock era una experiencia juvenil. Su parte mística ha desaparecido. Por supuesto, el rock como género sigue vivo. Hasta Noel Gallagher sigue tocando, no sé por qué.
Sin olvidar el papel de las mujeres en el crecimiento de bandas inolvidables como Nirvana o los Rolling Stones.
Courtney Love es necesaria para Nirvana, como lo es Marianne Faithfull para los Rolling. Además son todas mujeres talentosas, y esto se está desvelando ahora. El rock es algo muy masculino. Yo hice durante muchos años crítica musical y la mayoría de mis compañeros eran varones. Al menos en la Argentina. Recuerdo un concierto de los Rolling Stones, la segunda vez que vinieron acá, y de veinticinco periodistas invitados, sólo dos éramos mujeres. Dos mujeres que sabían y que eran más fans que todos los tipos que estaban allí. Todas las chicas que formábamos parte de ese fenómeno queríamos ser como nuestros ídolos, no queríamos ser sus compañeras. Todas en nuestras habitaciones nos vestíamos como Bowie, bailábamos como Jagger. Qué sé yo. Hay algo absolutamente andrógino en la recepción del fenómeno. Es un malentendido pensar que la relación que establecen las mujeres con los músicos se basa en querer estar con ellos; en realidad, se basa en querer ser ellos. A mí no me gusta llamar a estas chicas groupies. No. Son fans, son devotas.
En La hermana menor: un retrato de Silvina Ocampo, la biografía de la escritora argentina, he apreciado una intención similar: devolver a Silvina al lugar que se merece.
Silvina también era la tercera necesaria entre Bioy y Borges porque era muy independiente. Las dos Ocampo eran muy particulares, pero Victoria había decidido ser una intelectual pública y tener una función que correspondiese a su estatus. Silvina, en cambio, no. Que una mujer de su clase no diese cenas, no fuese a los salones, no se vistiese con elegancia era intensamente desafiante. Incluso a Borges, que era una persona muy conservadora, le debió parecer una rebelde. Además, Silvina leía escritores franceses que ellos odiaban; leía a poetas que ellos consideraban menores. Aunque ellos siguieran en su mundo, había una tercera voz no obediente que, de alguna manera, los negaba. En la biografía de Borges escrita por Bioy, cuando aparece Silvina, siempre lo hace desde una posición intrigante y contestataria. Igualmente creo que el lugar tercero que ocupó Silvina en esa dupla, le dificultó llegar a ser tan conocida. A la vez pienso que ese lugar un poco lateral, un poco secreto, le sirvió para escribir sin que la vieran. Silvina no fue muy leída por sus contemporáneos; con el tiempo se leyó con más seriedad dentro de los círculos académicos. Esto le permitió una imaginación muy salvaje que, si uno lee sus cuentos, nota que es vanguardista. El ojo público no estaba puesto sobre ella, porque ella era la periférica. Incluso dentro de su familia, pues Victoria era la mujer famosa e importante. Al contar la biografía de Silvina quería reclamar que esos lugares un poco recónditos no son siempre lugares de víctimas. Pueden serlo, por supuesto, pero en este caso no lo fueron. Ahí Silvina vivió y sobrevivió, y pudo escribir cosas más interesantes de las que estaban escribiendo los autores canónicos.
Silvia Sesé, directora editorial de Anagrama, en una entrevista para Jot Down expresaba que “nuestra obligación es también ofender un poco, la tuya también, y la de los autores ofender, ofender a quien haga falta ofender”.
Sí, entiendo por dónde va Silvia. Creo que lo que ella dice es que no hay que ser complaciente. Ofender se ha convertido en sinónimo de pensar, de impulsar un pensamiento crítico. Al haber tantos microclimas diferentes cada vez es más difícil escuchar opiniones distintas. A veces el sacudón de la ofensa es bueno porque te enoja y te irrita, y te obliga a salir del lugar confortable.
Imagen de portada: Mariana Enriquez. Fotografía de Nora Lezano