Liliana Colanzi (Santa Cruz, 1981) llega a la librería Tipos Infames de Madrid con su pareja, el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán. Me presento. Nos sentamos en la mesa. Ella no quiere nada, yo pido un café descafeinado. Edmundo nos deja a solas y se entretiene mirando libros, cosa que seguirá haciendo durante toda la entrevista. Cuando vuelvo, Liliana ha colocado sobre la mesa de al lado cuatro libros de la editorial Dum-Dum, que dirige desde hace tres años. Me advierte que ha quedado durante la entrevista con algunas chicas interesadas en los libros, así que en cualquier momento nos pueden interrumpir. Le respondo que no se preocupe. Empezamos.
Embarcada en un proyecto editorial, ¿dónde se cruzan las personalidades del editor, del escritor y del lector?
Soy tan obsesiva en la edición como lo soy en la escritura de mis propios libros. Reviso mucho los manuscritos y sufro cuando se me pasa algún tipo de errata. Por lo general, creo que la de editar es una experiencia mucho menos neurótica y mucho más feliz. Es la alegría de compartir con los demás textos que te han fascinado, mientras que al escribir hay múltiples momentos de duda y de hartazgo. Aunque, cuando la escritura hace clic, también los hay de grandísimo placer y alivio. Veo esas tres personalidades que mencionabas como un mismo paquete, que es el amor por la literatura.
Vacaciones permanentes cuenta la historia de unos muchachos a los que les acecha un peligro subterráneo.
La idea era plasmar esa sensación de desapego o de aislamiento en un mundo cada vez más comunicado. Una de las cosas que me interesaba mostrar era el descubrimiento de la edad adulta de unos adolescentes que viven en diferentes ciudades. Otra era que las historias estuvieran de alguna manera interconectadas, que los personajes aparecieran en otros cuentos y que no fuera simplemente una colección de relatos sino que se sintiera una misma atmósfera, un mismo estado de ánimo. Esto fue lo intenté plasmar de otra forma en Nuestro mundo muerto. Aunque en éste ya no hay repetición de personajes, era importante para mí encontrar un hilo conductor.
En Vacaciones permanentes los protagonistas intentan escapar de sus familias. ¿Qué importancia tiene la escritura para huir del mundo cotidiano?
En este libro hay, evidentemente, una reiteración del tema de la familia. A mí lo que me interesa de la escritura, especialmente ahora, es, más que el extrañamiento respecto a la familia, el extrañamiento respecto a lo familiar. Aquello que nos hace sentir en casa, aquello que es nuestra fuente de confort y de comodidad. Me parece que la literatura está hecha para eso, para desnaturalizar aquello que consideramos familiar. Una de las vías es, por ejemplo, a través del lenguaje. Muchos de los autores que me interesan intervienen en el lenguaje para mostrarnos la realidad desde alguna arista extraña, amenazante o dolorosa. Sí, por un lado en este libro hay una voluntad de mostrar lo familiar, y dentro de ello a la familia como una fuente de violencia.
En el cuento homónimo de Nuestro mundo muerto se narra una historia en dos tiempos que acaba con finales opuestos. De hecho, algunos cuentos terminan con finales tan inesperados que su significado cambia por completo.
Me interesaba explorar las posibilidades del cuento a través de la ruptura del lenguaje y del tiempo. Ver de qué manera, por ejemplo, vivimos en un presente que está contaminado por el pasado y también por una idea de futuro. Todo el tiempo están colisionando el pasado y el presente. Por eso me interesa la idea del retrofuturismo. ¿Qué hay más retrofuturista que La Paz con un teleférico que pasa sobre ese paisaje marciano? Me interesaba, asimismo, reflejar de qué manera la historia colonial de Bolivia todavía sigue presente y todavía nos permea en muchos ámbitos. Hay también una intención de plasmar lo indígena, lo fantasmal, como una historia que ha sido durante mucho tiempo silenciada e ignorada. Una de las estrategias para conseguirlo es el lenguaje. Por ello me interesaba la presencia de ciertas palabras que pertenecen a comunidades que ya no existen, pero que sobreviven como fantasmas en la lengua.
El futuro sólo es imaginable desde el presente. Intuimos el estado de la ciencia dentro de 50 años, pero no dentro de 5,000 años. ¿Cómo podemos atravesar el futuro con la escritura?
Es curioso porque cuando lees algunos textos de la ciencia ficción del pasado te da mucha risa ver cómo presagiaban el futuro. Recuerdo el dibujo de una mujer tomando un coctel en su jardín con un traje de neopreno, con una nave espacial aparcada al lado y con un teléfono gigantesco. Estos futuros fallidos me interesan. Pero también la idea del futuro como sensibilidad, como modo de relacionarme con el presente. Muchas veces la ficción futurista lo que hace es desplazar inquietudes de ahora y proyectarlas en el futuro para hacerlas mucho más visibles. Creo que la popularización de la serie The Handmaid’s Tale, que refleja una realidad donde las mujeres han perdido todos sus derechos y están obligadas a tener hijos, no hace sino proyectar un miedo del presente. Esta serie al mostrarte la realidad fuera de contexto te hace ver cosas que quizá no estés viendo dentro de la tuya. Me pregunto qué ondas captó Margaret Atwood que le permitieron ver este presente con tanta anticipación.1
La mezcla de pasado y futuro, de ficción y realidad, el retrofurismo, abre un mundo donde todo es posible.
Me interesan las zonas de vacilación en las que el cuento se puede entender como un relato fantástico, pero también como un relato realista. ¿Ha bajado realmente un ovni del cielo? [Hace referencia a su cuento “Meteorito”.] O ¿es esto un brote psicótico causado por el consumo de anfetaminas? [Hace referencia a su cuento “La ola”.] Me interesa que el cuento cabalgue sin decantarse necesariamente por ninguna y que sea el lector quien decida cuál es la interpretación que más le convence.
Hemos hablado de los indígenas, de mostrar una realidad invisible pero real. ¿Se puede intervenir políticamente con la escritura?
Creo que la literatura es una intervención en el mundo, pero quizá no de la manera en que muchas veces se espera, es decir, que la literatura incida de una manera obvia en las decisiones políticas o que mande un mensaje a la sociedad. Me parece que ése no es el rol de la literatura. Lo que hace la literatura es redistribuir el campo de lo sensible, haciendo visibles deseos y voces que no son las hegemónicas. Iluminando, quiero decir, ciertas áreas que han permanecido ocultas por una u otra razón. Otra manera de incidir en lo social, no solamente a través del contenido, es a través del lenguaje, que al torcerse ensancha los límites de la experiencia. Ése es sobre todo el rol de la literatura, que puede mostrarte el mundo de otra manera, no necesariamente por la vía del mensaje. El escritor brasileño João Guimarães Rosa tiene un cuento que se llama “Mi tío el jaguareté” en el que cruza el portugués con la lengua tupí y con los gruñidos de los animales, ya que se trata de un hombre que se está convirtiendo en jaguar. Con esta metamorfosis el cuento pone en entredicho la propia condición humana, hace saltar por los aires la historia hegemónica brasileña e introduce las instancias del tupí como una presencia rebelde que contradice la historia establecida. Este tipo de intervención muestra otra mirada. También Eisejuaz de Sara Gallardo [señala el libro, uno de los publicados por su editorial], que inventa una neolengua para hablar de un mundo indígena que está desapareciendo al norte de Argentina. Esto hace mucho más por retratarlo que montones de otras novelas que lo abordan de una manera más obvia. Lo que es verdaderamente revolucionario de la escritura está en la forma y en la redistribución de lo sensible.
Hay problemas políticos que no se resuelven porque no existe una palabra indicada que les dé salida.
Es justo eso. La misión de la literatura es encontrar ese lenguaje, estirándolo, rompiéndolo, reformulándolo. Por ejemplo, hay intervenciones políticas en la literatura de manera muy poco obvia, como lo que hace Silvina Ocampo, mostrándonos todo el universo doméstico y femenino. Universo que durante mucho tiempo no ha tenido ningún valor literario, ¿no? Hay un cuento precioso de Silvina que se llama “El vestido de terciopelo”, en el que una costurera ingresa a una casa junto a su acompañante, una niña de la que oímos durante todo el tiempo su risa irónica, para probarle un vestido a una mujer rica. El vestido termina cobrando vida y matando a la mujer rica. Muestra la incursión de todas esas fuerzas plebeyas, digamos, dentro de la casa de la mujer rica. Este espacio, tradicionalmente doméstico y femenino, Ocampo lo muestra desde un ángulo perverso y fantástico.
Imagen de portada: Fotografía de Alberto Ibáñez