I’m on tonight You know my hips don’t lie And I’m starting to feel it’s right All the attraction, the tension Don’t you see, baby, this is perfection? Shakira
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Sabemos que las abejas son aviadoras célibes y abnegadas, pero a veces olvidamos que una de ellas vive en perpetua oscuridad, pariendo sin reposo ni aguijón: la llamamos neciamente abeja reina. La vida en la colmena no es ningún tipo de monarquía. Todas las abejas trabajan por el bien común, en un orden exacto y prodigioso. Hay alrededor de 20,000 especies de abejas, muchas de ellas solitarias, pero la que conocemos mejor es la abeja social de la miel, Apis mellifera: el único insecto plenamente domesticado por nuestra especie. Hay muchas clases de abejas en la colonia. Los machos (para variar) se llaman zánganos y solamente sirven para copular una vez en su vida con la reina. Ciertas “obreras de interior” construyen celdas hexagonales donde las nodrizas alimentan a las larvas. La mayoría de las “obreras de exterior” son recolectoras (o pecoreadoras), vírgenes proletarias que convierten las excrecencias genitales de las plantas (eso es el néctar de las flores) en un vómito dorado y muy sabroso que llamamos miel. A cambio de sus insumos vegetales (néctar, polen, resinas), las abejas fungen como mediadoras sexuales de las plantas angiospermas. Por último, algunas obreras experimentadas arriesgan su vida explorando terrenos ignotos; cuando encuentran nuevas fuentes de alimento, vuelven a la colmena y realizan una danza pregonera, un baile en círculos y ochos que dice, que habla, que anuncia dónde está el banquete.
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Aprendí a imitar el lenguaje coreográfico de Apis mellifera en una chinampa de Xochimilco. Debido a mi pasión por las abejas (y a mi deseo de comerme a sus deliciosas larvas) me acerqué a un apicultor en una feria de productos orgánicos y le pedí que me enseñara su oficio. Se llamaba Agustín, tenía bigote blanco y tupido —nietzscheano—, y siempre usaba sombrero de paja y camisa blanca. Era un hombre locuaz, vehemente y generoso. Me invitó a acompañarlo, junto con otros aprendices, a visitar sus colmenas todos los jueves por la mañana. Desde temprano Agustín empezaba a beber un licor casero de hierbas, endulzado con miel, que él mismo preparaba; le llamaba chínguere y nos lo ofrecía como si se tratase de un tónico milagroso. Mientras disertaba sobre apicultura repetía a cada rato que su método de enseñanza era teórico-práctico. Por un lado estaban los apicultores prácticos, intuitivos, que nomás sabían sacar la miel sin conocer nada sobre sus empleadas voladoras; por otro lado estaban los técnicos, los académicos que sabían muchos datos pero carecían de oficio. La clave estaba en ser teórico-práctico como él. Ése era su mantra: todo en la vida debía ser teórico-práctico.
Como era de esperarse, sus clases teóricas siempre incluían un componente de la praxis. Para enseñarnos la anatomía de la abeja nos hizo dibujar una obrera con minuciosidad, así como su parásito más temible: el espantoso ácaro Varroa destructor. Cuando llegó el día de estudiar la famosa danza comunicativa de las abejas, nuestro senséi teórico-práctico nos puso a bailar sobre el pasto de la chinampa. Debíamos turnarnos para hacer la danza, y los demás tenían que descifrar en qué dirección y a qué distancia se encontraba la fuente de alimento simbolizada por nuestra burda imitación de las abejas. Entre más chínguere bebíamos más teórico-prácticos nos poníamos. Trotábamos en círculos o en ochos y meneábamos las caderas (equivalentes homínidos del abdomen entomológico) avanzando en la dirección del alimento: cuanto más rápido hacíamos el recorrido meneando las caderas, más cerca se encontraba el alimento. También debíamos agitar las alas (brazos) mientras danzábamos para dispersar el aroma de la fuente de comida anunciada. Era un espectáculo tan didáctico como ridículo (del cual afortunadamente no existe registro en video). Así fue como un grupo variopinto de jóvenes soñadores (una ingeniera alemana, un junior peruano, una diseñadora chilanga y un escritor mexiquense) aprendimos a hablar el lenguaje de las abejas.
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La danza ápida transmite cuatro tipos de información: 1) el llamado a recolectar insumos recién detectados por la abeja mensajera; 2) el tipo de insumo hallado; 3) la calidad y la cantidad del recurso; 4) su ubicación. El hecho mismo de realizar la danza basta para anunciar el descubrimiento (1); al moverse y batir las alas se comunica qué clase de recurso fue hallado a través de la dispersión de su perfume (2); si la intensidad del meneo de abdomen es mayor, mejor y más abundante es el botín (3); la dirección del meneo en la pared vertical de la colmena reproduce, con respecto al eje vertical de gravedad, el ángulo formado por la posición del Sol y la del alimento, cuya distancia de la colmena es representada por la duración del meneo (entre más tiempo dura el meneo, más lejos se encuentra la comida) (4). Ésta, de manera muy sucinta, es la gramática de la danza. Cuando se da un movimiento muy veloz en redondo, la abeja anuncia que la fuente de recursos se encuentra a menos de cincuenta metros del panal. Cuando la danza forma una hoz imaginaria, sin meneo, la fuente se halla entre 50 y 150 metros de distancia, y cuando los recursos se encuentran más lejos aparece la famosa danza con meneo para indicar qué tan lejos y hacia dónde están aquéllos. Para ser honesto, aprender la danza de las abejas no contribuyó en absoluto a mejorar mi desempeño como apicultor urbano; que uno sepa menear las caderas como abeja no mejora la calidad de la miel que obtiene. Sin embargo, me gusta pensar que aquel ejercicio gratuito al menos ayudó a mejorar mi desempeño como bailarín ocasional de reguetón. Aparte de eso, familiarizarme con el lenguaje de las abejas aumentó mi fascinación por ellas: no sólo son albañiles talentosas, campesinas incansables y guerreras kamikaze (pues mueren después de picarnos), también son oradoras elocuentes, y en la crisis ecológica que apenas comienza vale mucho la pena detenernos a escucharlas con atención.
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Plinio el Viejo cuenta en su Historia natural (XI, 19) que Aristómaco de Soles, naturalista del siglo III a. n. e., dedicó cincuenta y ocho años de su vida al estudio de las abejas, y que Filisco de Tasos se retiró al campo para cuidar colmenas silvestres. Estos testimonios antiguos (y seguramente exagerados) dan cuenta de que hay algo profundamente satisfactorio en la convivencia con estos insectos. La danza de las abejas fue descubierta por un Aristómaco moderno de nacionalidad austriaca: Karl von Frisch (1886-1982). Nadie ha contribuido tanto como él a nuestro conocimiento de la percepción, conducta y comunicación entre abejas (por ello fue laureado con el premio Nobel de Fisiología en 1973). En 1965 publicó el libro Tanzsprache und Orientierung der Bienen, cuyo título cito en alemán no por petulancia sino porque esa lengua permite nombrar con una sola palabra un fenómeno biológico tan enigmático y maravilloso que se merece un título resonante como Tanzsprache, que literalmente significa lenguaje o habla (Sprache) de la danza (Tanz). En aquella publicación Frisch presentó los numerosos experimentos con abejas marcadas, colmenas transparentes y fuentes de alimento controladas que le permitieron descifrar el lenguaje de Apis mellifera. Las abejas europeas de la miel no son las únicas que se comunican por medio de movimientos dancísticos. Otras especies de su género tienen distintas formas de baile, y su árbol filogenético (la antigüedad evolutiva de cada una) nos permite especular sobre la forma en que evolucionó este sistema de comunicación. Las especies enanas Apis andreniformis y Apis florea construyen sus colmenas alrededor de ramas de árboles y bailan encima de ellos, horizontalmente, su meneo apunta literalmente en la dirección deseada. Al observar el baile de estas abejas podemos suponer que su lenguaje surgió como una exageración llamativa del acto de emprender el vuelo rumbo a la fuente de alimento. De algún modo, ciertas abejas aprendieron a detectar e imitar la conducta “emocionada” de las abejas que estaban a punto de salir volando seguras de la dirección en la que encontrarían alimento, y este rasgo fomentó la supervivencia de las colonias de abejas que se comunicaban de esa forma. La exageración del despegue se fue convirtiendo en una danza codificada cuya complejidad aumentó cuando especies más nuevas evolutivamente comenzaron a bailar en la superficie vertical de sus colmenas (por fuera del panal, como la abeja gigante Apis dorsata, o por dentro, como Apis mellifera). El baile vertical interior de especies como Apis nuluensis, Apis cerana o Apis nigrocinta requiere orientar la dirección del baile con respecto al centro de gravedad de la Tierra y traducir ese ángulo al que se forma entre el Sol y la fuente de alimento. Aún no se comprende cómo las abejas procesan neuronalmente esta información, pero existen hipótesis plausibles sobre los mecanismos cerebrales responsables de la danza.1
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¿Cómo es posible que unos animales tan pequeños, con cerebros milimétricos y periodos de vida de un par de meses, sean capaces de comunicarse a través de un ritual tan sofisticado como la Tanzsprache? Para quienes no estén familiarizados con la teoría de la selección natural y con el lenguaje básico de la vida (el código genético), resultará muy difícil asimilar que la danza de las abejas haya surgido evolutivamente y que esté completamente predeterminada en el ADN de las abejas. Para unos, la Tanzsprache es un argumento a favor de la necesidad de un diseñador inteligente de la vida (“¡Sólo Dios!”, gritaba mi tía protestante); para otros, esta danza es un motivo de asombro ante las maravillas que la ciega selección natural es capaz de realizar. En 1916, el entomólogo mexicano Moisés Herrera (curiosamente hay un pastor evangélico homónimo, muy popular en YouTube) concluyó su artículo sobre “La inteligencia y el instinto de los insectos” para el recién inaugurado Boletín de la Dirección de Estudios Biológicos, con la siguiente reflexión:
[E]l observador concienzudo puede ver allí [en la organización de las colonias de abejas] una actividad sin ejemplo, una asombrosa suma de raras virtudes, de costumbres inteligentes, de experiencia, de ciencias, de industrias y de previsiones que bastarán por sí solas para convencerle de que no es el hombre el único ser en la Tierra que tiene el privilegio de pensar, y entonces se avergonzará de su ciego y ridículo orgullo que le ha hecho creerse una creatura especial, formada por un Dios antropomorfo, y comprenderá que ya es tiempo de que relegue al olvido sus erróneas creencias, y entre con paso firme por la espléndida senda del progreso y de la civilización.
No obstante el optimismo científico de Herrera, la “espléndida senda del progreso y de la civilización” nos ha traído al umbral de la sexta extinción masiva de especies en la historia del planeta. La desaparición mundial de los insectos es un aspecto poco mediático de la crisis ecológica en la que nos encontramos, pero es uno de los más graves. Sin ellos se derrumbará la mayoría de los ecosistemas terrestres. En el ámbito de la apicultura, la desaparición masiva de abejas se conoce como Síndrome del colapso de las colonias, y ha puesto en riesgo la industria melífera y la polinización de cerca de la tercera parte de los cultivos que alimentan a la humanidad. El uso excesivo de pesticidas y de cultivos transgénicos, junto con la urbanización y los fenómenos climáticos extremos, han contribuido a crear este escenario catastrófico.2
Para evitar los peores futuros posibles hace falta cambiar nuestras prácticas agrícolas, lo cual involucra modificar nuestros hábitos alimenticios por completo. Por lo pronto, recomiendo con modestia que sembremos flores para las abejas y que dejemos de comprar miel adulterada en el supermercado (miel diluida con jarabe de maíz y colorantes). Salgamos a las ferias de productos orgánicos a buscar apicultores locales como mi maestro Agustín, quien me enseñó que la vida es una danza teórico-práctica y que para entender de veras cómo viven los otros hace falta ponernos a bailar como ellos.
Imagen de portada: Miel de Brasilia, 2016. Fotografía de Andre Borges/Agência Brasília. Creative commons BY
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Sugiero leer Andrew B. Barron y Jenny Aino Plath, “The Evolution of Honey Bee Dance Communication: A Mechanistic Perspective”, Journal of Experimental Biology, 2017, núm. 220, pp. 4339-4346. ↩
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M. A. Klein et al., “Importance of Pollinators in Changing Landscapes for World Crops”, Proceedings of the Royal Society B, 2007, núm. 274, pp. 303-313. ↩