Escribo un 8 de marzo de 2021, cuando las olas feministas se apropian nuevamente de las calles. El año anterior, justo antes de que se declarara la pandemia por causa del COVID-19, mujeres afromexicanas, indígenas, mestizas, jóvenes, ancianas, madres de víctimas de desaparición forzada y de feminicidios, entre otras, tomaron los espacios públicos en la Ciudad de México para colocar a la vista de todes diversas demandas —por el derecho a decidir, por el derecho al placer, contra toda expresión de acoso y de violencia sexual— y reclamos —Ni una más, El feminismo es antirracista o no es, Nada sobre mujeres indígenas sin la participación de mujeres indígenas—, para citar sólo algunas. Las exigencias han sido tan contundentes que en publicaciones recientes algunas escritoras señalan que para el Estado son las feministas las que más incomodan sus estructuras de poder. Como muestra de ello, este 8 de marzo el gobierno federal decidió implementar medidas “preventivas”; tres días antes de la marcha, cercó el Zócalo con murallas metálicas de tres metros de altura, lo que no sólo cubrió parcialmente el Palacio Nacional y la catedral sino que selló casi todo acceso a la plancha, salvo por tres calles. Ante semejante exhibición de la fuerza estatal, colectivas de mujeres e individuos transformaron los muros en un memorial que contiene los nombres de miles de mujeres, niñas y adolescentes víctimas de feminicidio. Al poco tiempo, se sumaron otras mujeres para colocar flores, veladoras, bordados, frases de reclamos de justicia, y para reconocer que “las que me cuidan son mis amigas”, una afirmación que hace evidente la crítica a la ausencia de medidas de protección de un Estado que muestra más interés en cuidar sus monumentos que a la mitad de su población. Después de un aumento escalofriante de casos de violencia doméstica y sexual, resultado indirecto del encierro provocado por la contingencia sanitaria, cuando la posibilidad de florecer parece lo más alejado de la cotidianidad, circula entre las redes de Facebook la imagen de muchas mujeres dejando ramos de pétalos violetas, rosas y amarillos sobre los que están escritas las palabras: “Tan poderosas somos que convertimos su muro en una primavera”.
Luchamos por las Ausentes
“México feminicida”, gritan las murallas frente a Bellas Artes; “Víctimas de feminicidio”, ofrenda el memorial frente a Palacio Nacional. Hoy los enunciados feministas se focalizan en una sola exigencia: justicia para las mujeres cuyas vidas fueron arrebatadas, la protección y el cuidado de las que sobrevivimos. Este 8 de marzo las calles exigieron una política de vida, colocaron en el centro de la acción política lo que sostiene la vida individual y colectiva. Este reclamo, sin embargo, no quiere decir que todas somos las mismas, ni que el cuidado esté absuelto de jerarquías en las que la vida de algunas mujeres es valorada por encima de la de otras. El significado depende del locus de enunciación. Desde otras latitudes alejadas de la Ciudad de México, mujeres zapatistas de comunidades tseltales, tsotsiles, tojolabales y ch’oles en Chiapas se suman al reclamo por la vida y contra la maquinaria de muerte, cuyo andamiaje incluye los feminicidios. En su comunicado de hoy, “Las que no están”, refrendan su lucha por las ausentes, por:
Sus gritos.
Sus silencios.
Eso, sobre todo sus silencios.
¿Quién que es, no las escucha? ¿Quién no se reconoce en ellas?
Mujeres que luchan. Sí, nosotras.
Pero sobre todo, ellas. Las que no están y sin embargo están con nosotras.1
En su publicación se refieren a “las ausentes” en un sentido amplio, que abarca la temporalidad contemporánea y la de generaciones pasadas. Verbalizan esto mujeres indígenas de comunidades sobrevivientes a diversas acciones que, desde distintas escalas e intensidades, intentan eliminarlas del presente y truncar su futuro. Son ellas y sus pueblos a quienes a lo largo de los siglos un Estado mestizo ha intentado desaparecer hasta convertirlas en “las ausentes”. En ese sentido, su comunicado afirma que seguir luchando por las que no están y reconocerse en ellas es también reconocer que el racismo patriarcal del Estado, como columna vertebral del poder, inicia contra ellas, contra sus comunidades, y también contra comunidades afromexicanas y afroindígenas, pero ahora se ha extendido hasta diluirse entre otros sectores de la población.
Lo político desde el cuidado mutuo
Frente a esa guerra ampliada contra la vida hace tres años se organizó, el 8 de marzo de 2018, el Primer Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan (PEIML), en el Caracol IV, con sede en el ejido Morelia, territorio zapatista. La reunión agrupó a más de seis mil mujeres de todo el mundo y se celebró en la cima de una pequeña loma, en el recinto que desde 2007 contiene los edificios que hospedan el consejo del municipio autónomo 17 de Noviembre, uno de los más de cuarenta municipios autónomos zapatistas en la Selva Lacandona, los Altos de Chiapas y la Zona Norte del estado. En la entrada, las esperaba un letrero de azul profundo que decía: “Bienvenidas Mujeres del Mundo”, con estrellas rojas de cada lado. Justo abajo, otro letrero llamativo en amarillo establecía: “Prohibido Entrar Hombres”. Durante los tres días del evento, las anfitrionas, mujeres tseltales, tsostiles, tojolables y ch´oles, se encargaron de todo asunto logístico —prepararon los alimentos, resolvieron los problemas del sistema eléctrico, aseguraron el sonido en el templete, se cercioraron de que hubiera espacios suficientes para que todas pudieran descansar, coordinaron la limpieza de las letrinas y de las regaderas, y la adecuación de los espacios para las pláticas, los talleres, las expresiones artísticas y las mesas de discusión—. El cuidado colectivo, en lugar de ser el trasfondo que permite que la participación política se lleve a cabo, es una expresión indispensable de lo político. El primer día inició con las intervenciones de grupos de mujeres provenientes de los cinco Caracoles, quienes tomaron su turno en el centro del escenario para exponer, en palabras de mujeres tsotsiles de Oventic, “cómo eran las condiciones antes de la lucha”. Remitieron a memorias de larga duración, en este caso a más de cinco siglos atrás porque
desde la llegada de los españoles inició la época de la esclavitud, la explotación, represión y exclusión para nosotros. Éramos explotados por los patrones, las decisiones las tomaba el capataz y el hombre de la familia, nos trataban como animales.
Establecieron un continuum histórico que se une a las memorias de los últimos 150 años, específicamente a lo que comunidades indígenas de Chiapas se refieren como “la época de las fincas”, los tiempos del mosjatel en ch’ol: el periodo que va de mediados del siglo XIX hasta finales de 1970 (en algunos casos, hasta el levantamiento zapatista de 1994), en que familiares y demás integrantes de sus comunidades trabajaban las tierras bajo el dominio de la élite mestiza local, que las y los explotaban para cuidar el ganado y cosechar café y caña de azúcar, entre otros productos. Además de compartir memorias colectivas del hambre y sufrimientos, los testimonios de las mujeres se refirieron de manera explícita a la violencia física y sexual perpetrada por los finqueros mestizos y a cómo la violencia era reproducida de distintas formas por los hombres de sus comunidades. Así lo explicó una mujer del Caracol Francisco Gómez:
Los patrones salvajes de la finca abusaban sexualmente de nuestras abuelas, humillándolas con desprecio, maltrato y muerte. Y nuestros maridos traían la mala costumbre del patrón.
Una representante del Caracol de Oventic sintetizó el vínculo entre ambas masculinidades al explicar que en ese entonces “no podíamos levantar la voz, mucho menos sonreír, ni rebelarnos contra el marido-patrón”. Esta figura del marido-patrón nos invita a indagar acerca de las dimensiones históricas de las estructuras de opresión que descansan sobre una matriz colonial, y para comprender el término es preciso referirnos a su sentido en tseltal. La palabra equivalente a patrón es ajvalil. Sin embargo, este término no se limita a la figura de mando en una institución basada en relaciones económicas de explotación, sino que a su vez engloba figuras de autoridad en las esferas políticas, como la de un gobernante que tiene una posición racializada superior, es decir que es kaxlan, una persona externa que no pertenece a los pueblos originarios. En tseltal el término ajvalil se utiliza tanto para referirse al patrón de la finca o al patrón de algún empleo, como puede ser el dueño de la casa en la que trabaja una empleada doméstica, el presidente municipal o el gobernador. En Chiapas los que eran los dueños de las fincas y las autoridades políticas del Estado mexicano en el ámbito local muchas veces confluían en una misma persona o se concentraban en contadas familias mestizas. En algunas regiones del estado esas familias se siguen turnando los puestos políticos y concentran el poder económico. En las palabras de las mujeres zapatistas participantes en el PEIML, el ajvalil está imbricado con la figura del marido como parte de una estructura racial y heteropatriarcal que, si bien se cristaliza en la institución de la finca, continúa siendo parte de la formación del Estado en la actualidad. A través de la figura del marido-_ajvalil_, ellas ofrecen una teorización de las estructuras de poder en la que la mujer indígena se encuentra subordinada a su pareja indígena varón y a la mujer kaxlan de la “casa grande” de la finca. Ambos, a su vez, se encuentran en una relación ambigua de complicidades y mecanismos de control ejercida por la figura del kaxlan patrón. Por esta razón, cuando las mujeres zapatistas emiten su comunicado, “Las que no están” se refieren a la lucha por la justicia de mujeres ausentes cuyas vidas fueron extinguidas lentamente o mediante actos de violencia extrema a partir de estructuras de poder imbricadas en este tipo de matriz colonial que crea jerarquías raciales entre mujeres y entre masculinidades. Ahora bien, si esta matriz colonial es inseparable de las lógicas del capital, entonces el énfasis en la explotación laboral para la producción económica —lo que en la historia de Chiapas descansó en su momento en la economía de las fincas— relega el cuidado a tareas racializadas que son invisibilizadas. Su ocultamiento sistemático aceita el motor del capital. Por lo tanto, la acción de revertir este orden colonial inicia colocando el cuidado mutuo e interdependiente en el centro de la acción política, no con la finalidad de seguir produciendo, sino para seguir existiendo; es decir, para asegurar las condiciones que posibilitan la continua permanencia de lo común. Es por ello que en el PEIML las tareas aparentemente de orden logístico forman un elemento central del encuentro mismo. Hacerse cargo del cuidado y la protección de todas las asistentes fue el ejemplo zapatista del tipo de acciones políticas que fracturan las estructuras coloniales y patriarcales en el presente.
Trenzar liderazgos desde lo común
Resulta imprescindible señalar que no todas las feministas presentes en el PEIML captaron el mensaje. Tan acostumbradas están al rol social asignado a mujeres indígenas de ser las eternas “sirvientas” que lo reprodujeron a la hora de pedir su comida o exigir que las letrinas estuvieran limpias. Mediante estos pequeños reclamos y actitudes evidenciaron el racismo entre mujeres como una de las principales tensiones que atraviesan los feminismos. Por ende, una tarea prioritaria para las que somos mujeres mestizas consiste en revertir las posiciones de privilegio relativo, que se ven reflejadas no sólo en espacios de lucha contra las violencias sino que también se extienden incluso más allá, porque algunas muertes son denunciadas y provocan una indignación social, mientras otras permanecen en el olvido. La tarea se vuelve una de humildad y de escucha. Fue con ese afán que presté atención a los discursos políticos y a las acciones de mujeres nahua, tsotsil, coca, yoreme, binnizá, entre otras que forman parte del Concejo Indígena de Gobierno (CIG) del Congreso Nacional Indígena (CNI). A finales de 2017 y principios de 2018, durante la coyuntura electoral federal, ellas y los hombres Concejales realizaron un recorrido por diversas regiones del país para cumplir con un doble propósito. El primero, juntar las firmas necesarias para registrar a María de Jesús Patricio, mejor conocida como Marichuy, médica tradicional nahua del estado de Jalisco, como candidata a la presidencia de la república. El segundo y el más relevante, dialogar con mujeres y hombres en distintas localidades acerca de sus formas de contrarrestar las violencias que se imprimen en su cotidianidad. El resultado de este giro, registrado en La Vocera (2020), documental de Luciana Kaplan, fue tejer una narrativa desde abajo, que rebasa los límites impuestos por las prioridades de los partidos políticos. En contraste con agendas en la esfera pública que no sólo suelen desdibujar las violencias institucionales e históricas sino que, en el mejor de los casos, atienden reclamos de justicia sólo de acontecimientos emblemáticos, bordar las palabras y el sentir desde abajo vinculó el despojo de la vida de mujeres con los despojos territoriales provocados por proyectos de corte extractivista, asoció las narcoviolencias con las violencias socioambientales de empresas transnacionales, la desaparición forzada de los últimos años con intentos históricos de desaparecer a los pueblos indígenas y afromexicanos de este país; es decir, evidenció la textura profunda de la guerra ampliada contra la vida. La fuerza gestora de este discurso político a su vez requiere ser hilada desde otras formas de hacer política. La Vocera ofrece una ventana a estos procesos mediante escenas de discusión y de debate como parte de procesos organizativos entre hombres y mujeres, principalmente de los pueblos originarios. Las diversas luchas en regiones de Yucatán, Sonora, Chiapas y la Ciudad de México entrelazan y le dan sostén al tipo de liderazgo colectivo que encarna la figura de Marichuy y las demás integrantes del CIG. En su caso, es un tipo de liderazgo que emerge en parte de las actividades a las que muchas integrantes del CIG se dedican en sus comunidades. En el documental observamos a Marichuy elaborando medicina con base en las propiedades curativas de distintas plantas y sobando a un niño como parte de remedios de sanación. Otras mujeres del CIG también son curanderas, son parteras o se dedican a la enseñanza. Por ejemplo, Gabriela Molina Moreno, mujer comca’ac del estado de Sonora, estudió en una escuela culinaria donde investigó los ingredientes tradicionales de su pueblo que le dan fuerza al cuerpo en lugar de causar daño, conocimientos que resultan clave para combatir la diabetes que se ha vuelto una epidemia en su región. Por su lado, Myrna Dolores Valencia Banda, del pueblo yoreme, también de Sonora, es una maestra de secundaria, mientras que Lucero Alicia Islaba Meza, del pueblo kumiai de Baja California Sur, sigue el camino de su madre y otras mujeres de su familia, que son maestras, curanderas y guías espirituales. Durante la entrevista realizada para el proyecto audiovisual Flores en el desierto, elaborado por el colectivo periodístico (Des)informémonos, Myrna Valencia reconoce que estas profesiones influyen en cómo ejercen el liderazgo, porque para ellas ser autoridad implica ser “guardianas de la vida”, lo que requiere priorizar el cuidado mutuo y la defensa del bien común.
Trazos abiertos
La triple pandemia, la que le da continuidad a fuerzas coloniales en el presente, la de la violencia racista patriarcal y la del COVID-19, obliga a una nosotras no uniforme a trazar posibilidades de vida-existencia colectiva. Es quizás el principal impulso feminista del presente. En ese sentido, la tarea de aprender de los andares de las mujeres CIG y de escuchar con atención las teorizaciones del poder elaboradas por mujeres zapatistas, lejos de ser un retorno al romanticismo que le delega a mujeres indígenas la tarea de “salvarnos a todas”, lo que a su vez absuelve a las demás de su responsabilidad, permite marcar algunas líneas directrices que vislumbran el porvenir de otras veredas. Son pautas que se gestan desde lo común en los territorios zapatistas, que entrelazan las luchas territoriales de otros pueblos originarios del país, para así vincularse con poblaciones afromexicanas y poblaciones mestizas que viven en condiciones precarias en las periferias de las grandes urbes y en poblados semirrurales. En su conjunto, forman una caja de resonancia cuyas vibraciones potencian la capacidad de atravesar otras murallas desde y para “las que no están, y sin embargo están con nosotras”, de esta manera, se permite honrar la vitalidad política de las ausentes.
Imagen de portada: Cartel de bienvenida al Primer Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan, 2018. Fotografía de Global Justice Now