Hay algo importante que entender acerca de los mapas: no son muy antiguos. Han existido, como los conocemos ahora, desde hace unos 500 o 600 años a lo sumo. Lejos de enraizarse en algún instinto primitivo por “comunicar un sentido de lugar, alguna noción del aquí en relación con el allá”, los mapas en realidad hunden sus raíces en las necesidades de los Estados nacientes de tomar forma y organizar sus múltiples intereses. Los mapas surgen junto con el Estado moderno. Esto significa que los mapas no son una imagen del mundo como es, sino instrumentos para su creación y mantenimiento. Más que representaciones, los mapas son sistemas de proposiciones, argumentos que afirman “esto está allí” dentro de lo que el mundo podría ser. Esta lógica proposicional hizo que los mapas resultaran atractivos para los Estados desde el inicio, mientras que la prioridad que dan a la ubicación los vuelve cada día más valiosos. Los mapas son máquinas de ubicar cosas que sólo existen gracias a ellos, cosas como Estados, cosas como la propiedad privada. Los mapas son hostiles, por lo tanto, a todo lo que es hostil al Estado, como la propiedad común tradicional, como muchas poblaciones indígenas y la mayoría de los pueblos nómadas.
La cartografía como la conocemos hoy fue, literalmente, constituida durante los siglos XIV y XV (tal vez antes, en el siglo XII en China) a partir de un cajón de sastre que contenía funciones discursivas independientes.1 Éstas incluían una función poco común de especulación cosmográfica a pequeña escala (los mapas Orbis Terrarum europeos), una función aún menos común para el control de la propiedad a gran escala (los catastros gráficos) y una función en ciernes de navegación a escala regional (las cartas portulanas en Europa). Durante el Renacimiento, los europeos se dieron cuenta de que las tres funciones involucraban ubicación, y con el tiempo fueron subsumidas bajo el manto de un tipo de mapa que hasta entonces no existía. Sucedió de manera simultánea en Japón y en otros sitios (como dije, quizás ocurrió antes en China). Esta poderosa fusión implicaba que se podía hacer mapas de cualquier cosa que tuviera un componente locativo, y llevó a la difusión universal de los mapas que hoy nos son familiares. Quizá sólo sería necesario decir que antes de los siglos XIV y XV eran pocas las personas que utilizaban mapas, y ninguna los usaba mucho, y señalar que esta fusión de lo que había sido independiente, como hilos diversos en la tela de un mapa común, sucedió precisamente en el momento en que las formas de gobierno alrededor del mundo comenzaron a entenderse a sí mismas como Estados modernos. Los nuevos Estados se interpretaron a sí mismos como entidades territoriales. Esto se contraponía, por ejemplo, a las sociedades feudales —organizadas en torno a vínculos de obligaciones recíprocas— de las que emergían. La naciente idea del Estado como territorio, en vez de, digamos, sistema de lealtad hacia un rey, generó un inmenso interés por la ubicación y, en consecuencia, por la creación de mapas. Tal vez no sea exagerado decir que el Estado moderno consiste en poco más que una gran tabulación de ubicaciones —que toman cada vez más la forma de mapas— sobre la cual ejerce diversos tipos de autoridad: mapas que ubican los territorios sobre los cuales es soberano, y por lo tanto mapas que delimitan sus fronteras; mapas que ubican sus elementos constitutivos (provincias, estados, condados, distritos dentro de los cuales, también, se hacen mapas desenfrenadamente); mapas que ubican sus recursos y propiedades (esto significa: todos los recursos y propiedades sobre los cuales ejerce un dominio); mapas que ubican a sus ciudadanos (para que presten servicios, para cuestionarlos, imponerles contribuciones y reclutarlos); así como mapas que ubican todas las cosas que están fuera de sus fronteras y que les conciernen, lo que en el caso de los grandes Estados modernos es casi todo lo que hay en el mundo. Por no mencionar la Luna. O Marte. O el resto del Sistema Solar. Todo lo que tenga una ubicación, en la lógica del mapa, es una unidad construida con base en las proposiciones cartográficas fundamentales que señalan que esto está allí, y que John Fels y yo llamamos postings.2 Cada uno de estos postings encapsula una poderosa afirmación de existencia —esto es— que adquiere un enorme poder al ser publicada. El poder obtenido por la publicación de tales afirmaciones de existencia surge del hecho de que toda utilización del mapa constituye un acto implícito de validación. Esta validación —todo menos automática— se estructura a partir de validaciones previas llevadas a cabo en situaciones que van desde los ejercicios de aprendizaje de mapas en la escuela, hasta usos exitosos de mapas en la búsqueda de caminos, o la imagen de Colin Powell señalando en un mapa de Irak las ubicaciones de armas de destrucción masiva.3 La afirmación “esto está allí” es poderosa precisamente porque implica la realización de una prueba de existencia: se puede ir allí y verificarlo. El asentimiento así otorgado a los postings se extiende al territorio que construyen colaborativamente, lo que establece al mapa como un todo con una facticidad intrínseca cuya manifestación social es la autoridad que los mapas tienen en la acción pública.4
¿Podría ponerse en duda que esta autoridad locativa es la razón por la cual el más antiguo y constante uso de los mapas —en todas las culturas y a lo largo de la historia— es el control de la tierra y el registro de las propiedades inmuebles? No lo creo. Tampoco creo que pueda dudarse de que la autoridad locativa fue la que dio a los mapas un papel tan importante en el surgimiento del Estado moderno. En su historia de la cartografía catastral, Roger Kain y Elizabeth Baigent lo expresan de esta manera: “Los mapas catastrales tuvieron un importante papel en el surgimiento de la Europa moderna —y yo agregaría el Asia moderna, la América moderna y Australia— como herramientas de consolidación y extensión del poder nacional basado en la tierra”, en donde por “extensión” debemos entender, entre otras muchas cosas… colonización.5 Continúan Kain y Baigent:
En los primeros años de los asentamientos europeos en el Nuevo Mundo, en el siglo XVII, ya fuera en el valle del río Liesbeeck al este de Ciudad del Cabo en Sudáfrica, o en la costa atlántica de Norteamérica, los estudios topográficos y la elaboración de mapas catastrales se establecieron de manera concomitante a la colonización. La disponibilidad de tierras, si acaso no fue el único atractivo para la migración desde Europa, fue por lo menos una influencia mayor en las decisiones individuales de migrar. Como comenta Sarah Hughes respecto a Virginia: “Los colonos inmigrantes, al contemplar la tierra salvaje, proyectaron su domesticación e imaginaron nuevas maneras para delimitar los bordes de sus propios campos y prados. Los hombres que podían medir los límites y fronteras de estos campos tenían la llave para transformar un territorio baldío y sin valor en granjas individuales”.6
Inmigrantes, colonizadores y colonos no eran nada buenos para reconocer títulos de propiedad vernáculos, títulos ancestrales que nunca se habían patentado, lo cual implica que se basaban en un lugar, y no en una ubicación. Los inmigrantes eran particularmente malos al reconocer la propiedad de cazadores y pastores, de agricultores itinerantes y de pobladores indígenas que cultivaban menos de lo que recolectaban. El comportamiento de los colonos y la ineptitud característica de los mapas no es mera coincidencia: aunque los mapas son ideales para establecer ubicaciones, son pésimos para expresar un sentido de lugar. Pero fue precisamente este par de “virtudes” complementarias lo que hizo que el mapa fuera invaluable en el proceso de sentar las bases para la migración. Un sentido de lugar solamente habría estorbado, habría disuadido a la gente de imaginar una vida propia en un lugar que ya estaba profusamente poblado por otros. El momento en que los mapas se comprenden de esta manera, hace sentido la frase de Bernard Nietschmann: “se ha usurpado más territorio indígena por medio de mapas que por medio de armas”, aunque al mismo tiempo vuelve totalmente discutible su afirmación: “y más territorio indígena puede ser recuperado y defendido a punta de mapas que de armas”. En primer lugar, como lo he señalado con frecuencia, los mapas por sí mismos no poseen ningún poder. Más bien se utilizan para ejercer el poder: el poder fluye a través del mapa. El poder es una medida de trabajo, y el trabajo es la aplicación de una fuerza a lo largo de una distancia. El trabajo de los mapas es aplicar fuerzas sociales sobre las personas para crear un tipo de espacio socializado. ¿Cuáles son las fuerzas en cuestión? Fundamentalmente son las que pertenecen a los tribunales, la policía y el ejército. Sin embargo, se recurre a los mapas tan a menudo por su capacidad de reemplazar, de reducir la necesidad de aplicar la fuerza armada: “¡Mira! Está justo aquí en el mapa. ¡Esto es mi propiedad!” La autoridad del mapa es inseparable de la del Estado que la respalda. En pocas palabras, la autoridad del mapa es tan grande como la autoridad del Estado que la garantiza, y en muy pocos casos un Estado garantiza mapas que reconocen derechos territoriales que lo perjudican.
Ésta es la objeción incontestable al uso de los mapas cuando los pueblos indígenas reclaman su lugar en el mundo, cuando tienen otra manera de interpretar tal lugar. Los mapas no sólo ponen la pelota en la cancha del Estado, sino que la ponen en sus manos. Sin embargo, el verdadero problema es que, sin importar qué cosmovisión o concepciones del espacio-tiempo tengan dichos pueblos, tienen que amoldarse a la cosmovisión y concepciones del espacio-tiempo del Estado que ocupa la cancha opuesta, o se arriesgan a ser rechazados como ininteligibles. Por supuesto que amoldarse implica adoptar toda la epistemología de la cartografía profesional, incluyendo el compromiso de señalar límites claros para subir los datos a las tecnologías GPS y SIG disponibles. En contraposición a la insistencia de Nietschmann en 1995 relativa a un mapa indígena creado con tecnología computarizada que “tendría poderes transcendentales porque sería fácilmente traducido por todos en cualquier lugar; estaría por encima de la alfabetización; [y] sería visualmente comprensible”, se encuentra la advertencia de Walker y Peters seis años después, en el sentido de que “El trabajo de elaborar mapas no debería finalizar en el trazado de fronteras; ahí donde los científicos sociales ayuden a comunidades a trazar sus mapas, es crucial que también documenten y comuniquen lo que tales fronteras significan para la población local”.7 Lo que sea que contengan los mapas, lo llevan consigo, sin importar quién los elabore. El problema con la elaboración de mapas indígenas, entonces, es que son simultáneamente cooptativos y reaccionarios, primero porque obligan a los pueblos indígenas a adoptar una tecnología que pertenece a quienes con esa misma tecnología han consolidado su control sobre las tierras indígenas; y después porque enredan a los pueblos indígenas en una especie de pelea escolar del tipo “¿Con que tú me mapeaste, eh? ¡Pues yo te mapeo a ti!”, que sólo conduce a la oficina del director. Cuando el resultado es el fortalecimiento de la dignidad, el mejoramiento de la seguridad y un mayor acceso a los recursos, indudablemente es un buen camino, pero Nietschmann se equivocó doblemente al insistir en que “un mapa sólo puede ser impugnado por otro mapa, y la efectividad de tal impugnación se basa en la autenticidad geográfica de quienes hacen tal mapa.” De hecho, la efectividad de un mapa depende de las fuerzas sociales que es capaz de poner en juego, y los mapas pueden ser impugnados —y lo han sido por quinientos años— a través de acciones militares, revueltas armadas, acciones políticas y legales, e inclusive relatos, canciones y otro tipo de conductas expresivas, como lo demostraron los pueblos gitxsan y wet’suwet’en cuando utilizaron los adaawk8 gitxsan y los kungax9 wet’suwet’en como evidencia para el reclamo de tierras que interpusieron contra Columbia Británica y Canadá en 1987.10 Unos cuantos años después, el pueblo aborigen martu presentó ante una corte australiana un plato de arena de su tierra en el entendido de que les sería devuelto una vez que se fallara respecto a su reclamo de propiedad nativa. La corte aceptó la arena y reconoció que dicho “gesto simbólico era una demostración por parte de los demandantes de la fuerte creencia en la propiedad de sus territorios tradicionales.”11 El pueblo aborigen de Fitzroy Crossing ganó su derecho a comparecer en la corte después de presentar ante el Tribunal Nacional de Títulos Nativos de Australia una pintura llamada Ngurrara II: “Frustrados por la incapacidad de articular sus argumentos en un inglés jurídico, la gente de Fitzroy Crossing decidió pintar su ‘evidencia.’ Establecieron, en un lienzo, un documento que mostraba de qué modo se relacionaba cada persona con un área particular del Gran Desierto Arenoso y con las largas historias que habían pasado de generación en generación”. El tribunal aceptó la pintura, e incluso uno de sus miembros dijo que era “la más elocuente y abrumadora evidencia jamás presentada” ante ellos. Al final, por supuesto, los mapas fueron hechos, aunque el tribunal estuvo a punto de expresar arrepentimiento sobre la necesidad de hacerlos: “Aun cuando la Corte ha establecido contornos para definir el área adjudicada a un título nativo, es un hecho que en la región extremadamente árida del Desierto Occidental, las fronteras entre grupos aborígenes rara vez son claras. Están sumamente abiertas al desplazamiento humano. Los pueblos del desierto definen más su conexión con la tierra en términos de conjuntos de sitios, entendiéndolos como puntos en el espacio, que como áreas con fronteras”. No obstante esta observación, el litigio terminó con extensos listados de coordenadas que establecían las fronteras. Sí, los reclamos siempre serán mapeados —es lo que hacen los Estados-nación inmersos en mapas—, pero el mapa resultante será solamente otro mapa estatal que reforzará el derecho del Estado a elaborarlo, no habrá nada indígena en él, al menos no en el sentido convencional de lo indígena. Sin embargo, al haber sido impugnado por una canción, un plato de arena, una pintura, ningún mapa estatal puede volver a ser el objeto autoritario que fue. Y esto, a fin de cuentas, debe ser la aportación sistémica del mapeo indígena —sin importar sus múltiples contradicciones— a la crítica cartográfica: la de cuestionar la autoridad de los mapas estatales. A no ser que su contribución radique precisamente en exponer las contradicciones de los mapas, como en efecto lo hacen, y así resquebrajar su caparazón.
Anotaciones para la Conferencia Mundial de Geografía Humana en Lawrence, Kansas, 15-16 de septiembre de 2011.
Imagen de portada: Alighiero Boetti, Mapa del mundo, 1971-1972.
Véase el artículo “Maps” que escribí con John Krygier para la International Encyclopedia of Human Geography, Elsevier, Oxford, 2009, pp. 421-430 (disponible en www.deniswood.net. Véase también el primer capítulo de mi libro Rethinking the power of maps, Guilford, Nueva York, 2010. ↩
En español podría traducirse como publicación, declaración, anuncio. [N. de la T.] ↩
El proceso completo es similar a lo que describieron Steven Shapin y Simon Schaffer como la producción de hechos a través del testimonio y la presentación de reportes en su Leviathan and the Air-Pump, Princeton University Press, Princeton, 1985. ↩
El uso del mapa por parte de Colin Powell para promover las demandas bélicas de Bush es un brillante ejemplo de cómo la autoridad del mapa puede ser explotada en acciones públicas. Bush tuvo la intención de ir a la guerra, pero la autoridad del mapa de Powell aceitó los engranajes de la máquina política. ↩
Ésta es la definición de “catastro” en la Declaración de Bogor de la Reunión Interregional de Expertos en Catastro de las Naciones Unidas de 1996: “Un catastro normalmente es un sistema actualizado de información territorial basado en parcelas, que contiene un registro de intereses sobre la tierra (por ejemplo, derechos, restricciones y responsabilidades)…” ↩
Roger Kain y Elizabeth Baigent, The Cadastral Map in the Service of the State: A History of Property Mapping, University of Chicago Press, Chicago, 1992, p. 265, que es donde viene la cita de Sara Hughes, de Surveyors and Statesmen: Land Measuring in Colonial Virginia, Fundación de Topógrafos de Virginia y Asociación de Topógrafos de Virginia, Richmond, 1979, p. 11. ↩
La cita de Nietschmann viene de “Defending the Miskito Reefs with Maps and GPS: Mapping With Sail, Scuba, and Satellite,” Cultural Survival Quarterly 18 (4), 1995, pp. 34-37; Walker y Peters hacen su observación en “Maps, Metaphors, and Meanings”, op. cit., p. 412. Las cursivas son mías. ↩
Adaawk, en lengua gitxsan, es la palabra que designa la historia oral de cada Wilp o Familia de la tribu. Cada wilp tiene su propio adaawk, que describe eventos destacados a lo largo de su existencia. [N. de la T.] ↩
Kungax, en lengua wet’suwet’en refiere a las canciones que preservan la historia oral del pueblo wet’suwet’en. [N. de la T.] ↩
Lo que nosotros hacemos en mapas, documentos legales y otras formas escritas, mucha gente lo hace a través de canciones, danzas y rituales. Ver el texto de Marina Roseman “Singers of the Landscape: Song, History, and Property Rights in the Malaysian Rain Forest”, American Anthropologist, New Series 100 (1), 1998, pp. 106-121. ↩
La decisión James in behalf of the Martu People v Western Australia [2002] FCA 1208 (27 de septiembre 2002) fue escrita por el Juez Robert French y está disponible en línea (he citado, sin embargo, de un informe que le fue enviado, que leyó durante el registro). ↩