Pocos géneros demandan tantas estrategias para forjar el pacto con el lector como la ucronía, esa tentación por cambiar la Historia. Quizá más que cualquier otro género narrativo, la ucronía requiere una técnica delicada que permita establecer y renegociar continuamente los límites de lo aceptable. Es divertido que Hitler muera en un incendio mientras ve una película junto a sus nefastos cómplices; la sed de venganza —o de justicia— se sacia, también el morbo, pero los hilos han de estar bien puestos, la pintura del ambiente debe ser precisa, el carácter del genocida, firmemente construido. Todos los elementos necesitan estar bien orquestados con tal de que la persuasión funcione a favor de la verosimilitud.
En los años recientes, incontables ucronías han aparecido con un amplísimo rango de temas que van desde reinventar la Segunda Guerra Mundial hasta presentar a Augusto Pinochet como un vampiro adicto a las malteadas de corazones recién arrancados. Se puede percibir una tendencia a abordar conflictos bélicos con resoluciones distintas, a veces muy creativas. Dentro de la llamada “literatura de género”, las ucronías especulan sobre realidades alternativas ofreciendo reconstrucciones lógicas de un evento y, según Catherine Gallagher, que dedica todo un libro a estudiarlas —Telling It Like It Wasn’t—, tienden a “privilegiar el rol de los individuos en la historia, pero también a disociar a los individuos al fraccionarlos en múltiples versiones de sí mismos”. Este es el caso de la más reciente novela de Yuri Herrera, La estación del pantano (Periférica, 2022), donde lejos de tergiversar hechos históricos, la oportunidad está en un hueco de información: el exilio de Benito Juárez en Nueva Orleans.
Como se advierte en el prólogo, nada se sabe de los casi dieciocho meses que el Benemérito anduvo desterrado. En su autobiografía, Apuntes para mis hijos, “no dice ni una sola palabra […] a pesar de que es en ese período que se encontrará con otros exiliados y se convertirá en el líder liberal que marcará la vida del país durante las siguientes décadas”. Esta omisión abrió el espacio para que Herrera imaginara un Juárez despojado de toda heroicidad, sin dinero y asumiendo su condición de paria en una región extravagante.
Nueva Orleans es la verdadera protagonista de La estación del pantano. Por momentos pareciera que Juárez es casi un pretexto para hablar de cómo era esa ciudad en el siglo xix, sus prácticas esclavistas, su población variopinta, sus costumbres festivas. Una ciudad mestiza, babélica y estratificada en medio de marismas. Por las lodosas calles deambulan Juárez y sus amigos —Melchor Ocampo, Pepe Maza, Ponciano Arriaga, José María Mata—, perdidos desde que llegan a un hotel de mala muerte que también hospeda cucarachas. Y el periplo comienza:
Lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los tambores, no, lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los bailes, no, lo más importante que sucedió en las semanas siguientes fueron los conciertos, no, un poco el hipódromo…
Todo resulta más trascendental y atractivo que conspirar contra Santa Anna. Son poquísimas las secuencias donde los personajes siquiera hablan de política. Aquí el exilio es una especie de viaje interior, fragmentado, donde se filtran pensamientos, juegos de palabras e incluso expresiones del narrador focalizado que no son de la época. Esto hace pensar que el proyecto que Herrera emprende es similar al de Reinaldo Arenas en El mundo alucinante: encontrar en su personaje una suerte de alter ego para exorcizar los demonios del desarraigo. Sabemos que Herrera desde hace muchos años vive en Nueva Orleans; la Universidad de Tulane lo ha acogido como parte de su planta docente y, en ese sentido, La estación del pantano es una especie de reconciliación con la tierra adoptada, un libro bisagra que refleja la condición migrante de Herrera en el espejo de ese Juárez observador que calla ante todo lo que ocurre mientras va asimilando en inglés “los nombres secretos de las cosas”.
Entre delincuentes, esclavos, músicos y desfiles que conducen a incendios provocados con tal de cobrar jugosas pólizas de seguros, Juárez consigue trabajitos menores para sobrevivir, como cualquier migrante, despojado del aura heroica y también de las expectativas políticas. Lo vemos repartiendo folletos y liando tabaco, pero con cierta inquietud de espíritu que lo lleva a vagar por la ciudad. Huyendo de la novela biográfica, del retrato de época e incluso de la novela de aventuras o del bildungsroman, pues ninguna secuencia ofrece un desarrollo completo que permita ver la evolución ideológica o moral del personaje, los fragmentos de La estación del pantano nos van sumergiendo en las densas aguas de la identidad. “Mi condición es la de alguien que está en un lugar donde uno no termina de encontrarse, eso es algo que me parece que la historia de Juárez podía expresar de una manera mucho más radical, mucho más clara”, confesó Herrera en una entrevista reciente.
El autor ya había dado interesantes muestras de su proteica imaginación al servicio de temas complejos. El crimen organizado, la migración y la reacción social ante una epidemia —que resultó profética de la covid-19— se abordan en las tres novelas que le otorgaron reconocimiento internacional: Trabajos del reino (2004), Señales que precederán al fin del mundo (2009) y La transmigración de los cuerpos (2013). En esas entregas el ritmo era ágil, los personajes se mostraban más perfilados, otorgando una pintura completa y rica del tema en cuestión, incluso desde la arista de lo fantástico-onírico, como en el caso de su segunda novela. Siempre apelando a un lenguaje popular y diáfano, el lector podía seguir los agravios entre cortesanas, capos, sicarios, migrantes camino al Mictlán o incluso enamorarse de un alfaqueque configurado bajo el curioso molde de detective, con capacidad de “ajustar el verbo” entre corruptos y maleantes. Sus historias resultaban entrañables quizá por el tono de fábula elegido. En La estación del pantano la parquedad, los excesivos silencios —tanto argumentales como del propio personaje— apagan el interés, hundiéndonos por momentos en lirismos farragosos. De Juárez conocemos casi nada, se omite su vida previa a la huida y no se otorga la base o el trampolín para la vida que llevará posteriormente. Tampoco conocemos su mundo interno. Al personaje le falta vida, incluso decisión. Todo el tiempo se deja llevar de un lado a otro como una veleta inconstante.
Celebro mucho que Herrera haya optado por derretir el bronce de la estatua y forjar algo nuevo, muy suyo, pero aquí las andanzas de Juárez no son el basamento de sus ideas políticas y tampoco repercuten en su personalidad; más bien es presentado como un espectador pasivo, a veces estático y boquiabierto ante lo que observa. Al impávido Juárez de Herrera no le conocemos juicios, mucho menos opiniones. Pero eso sí, sabemos que sueña con vampiros, se enamora —o al menos es lo que se intuye—, aunque no ocurre nada con esta subtrama además de un apretado y pacato abrazo. Si este Juárez baila y se droga, ¿por qué no darle el gusto de una canita al aire? La pudibundez y el endiosamiento hacia Margarita chocan con las libres andanzas descritas. Hay el atrevimiento de mostrar al gran jurista de la patria como cualquier migrante, víctima de discriminación y racismo; su curiosidad lo mete en problemas, incluso se enferma de fiebre amarilla, pero en los burdeles actúa como monja espantada. En esto temo que a Herrera se le coló el honorable brillo de la estatua.
El conflicto de identidad que se expone apenas logra asomar del pantano y queda trunco, como las breves aventuras que vive el personaje. Quizá esto tenga que ver con la estructura fragmentaria que el autor utiliza aunada al tono impersonal: solo en una ocasión, cerca de concluir la novela, se nombra a Benito Juárez, como si esa revelación se guardara para el final. Mi impresión es que Herrera se apropió del personaje sin poder conducirlo a un puerto específico —desarrollo moral, ideológico, amoroso, etc.—, dejándolo un poco a la deriva, volviéndolo una sombra o un fantasma carente de rasgos de antihéroe que lo vuelvan memorable. Por momentos, el peso de lo cotidiano hunde a este Juárez en el marasmo y con él también se hunden los lectores, pues ningún juego tipográfico será capaz de sustituir a la peripecia, por muy experimental o poética que sea la prosa ni por muy simbólico que resulte el bonito dibujo del ave con el que cierra la trama. Valoro sus atinadas descripciones de bares, casas, hoteles y lupanares, que me hicieron recordar que Nueva Orleans “comenzó con enfermos, prostitutas, ladrones, borrachos… ¿Puede haber un lugar más interesante que donde se arroja lo que no sirve? Ahí es donde se fermenta lo nuevo”. Pese a que los logros de La estación del pantano palidecen al lado de sus tres novelas previas, seguiré esperando sus entregas con devoción.
Periférica, Cáceres, 2022
Imagen de portada: Mural en el vestíbulo del edificio administrativo principal del Sistema de Transporte Colectivo Metro