Las ideologías nunca se hallan interesadas en el milagro de la existencia. Hannah Arendt
Los afectos se encarnan en nuestros cuerpos. Quisiera hablar de ello sin citas de autoridad, sabiendo que pensamos en Baruch Spinoza y más allá de él, hasta el presente, en Sara Ahmed y en Frédéric Lordon. Seguimos pensando con ellos, pero quisiera no hacerlo. Prefiero decir que pienso en Lety Hidalgo, en María Herrera, en Mirna Medina, en Araceli, en Silvia, en Mario, en Lukas; en mi madre, en mis hermanas; en Tania, en Luis Manuel Otero, en Maykel Osorbo, en Anamely Ramos… La lista puede extenderse, las performatividades de las violencias se expanden y contaminan la vida, como los afectos.
Cuando me pregunto por los afectos emergen varias imágenes en mi memoria que me ayudan a entender los conceptos.
Recuerdo los cantos y las frases que sostenemos desde el cuerpo. Esta frase: “¿Por qué los buscamos? ¡Porque los amamos!” ha tomado mi cuerpo cuando también la he proclamado. Proclamarla a coro, insistente, repetidamente, produce una ritualidad política y una respuesta desde las que intento imaginar lo que puede un cuerpo, lo que mueven miles de cuerpos.
Recuerdo una sucesión de imágenes y gritos, de cientos de cuerpos avanzando, de pasos apresurados, de rostros enojados, de voces que clamaban “Libertad”. Yo no estaba ahí para seguirlos ni para gritar con ellos, pero las imágenes y el sonido me afectaron y la imaginación se adelantaba al instante siguiente y me conectaba con el miedo.
Los afectos están situados. Atraviesan los cuerpos en circunstancias concretas.
En México, pese al horror y el ambiente de violencia en el que estamos viviendo, los cuerpos de las madres y de tantas personas que incluso no conozco me conmueven y movilizan jubilosamente. También me conmovieron hasta el llanto y el miedo las imágenes que me llegaban al teléfono desde distintos puntos de Cuba el 11 de julio de 2020, cuando miles de personas fueron violentamente reprimidas y apresadas por exigir respeto a sus derechos más elementales.
La afección que produce no saber dónde está un ser querido ha movilizado a miles de personas a buscar. Son muchísimas las familias que viven el dolor de no saber dónde están los suyos. No porque se hayan ido voluntariamente, sino porque se los han llevado a la fuerza y ya no están en el espacio familiar ni público. Les llamamos los desaparecidos, pero sabemos que falta precisar quiénes se los llevaron o quiénes lo han permitido y lo siguen propiciando.
Recuerdo otra imagen: cuando, tomados por la ira, salimos a las calles en reclamo por los estudiantes de Ayotzinapa y decíamos “Fue el Estado”. Desaparición forzada es la frase completa, que se remonta a cuando en Argentina las madres comenzaron a buscar a sus hijos, detenidos o secuestrados por militares, sacados violentamente de universidades, espacios de trabajo o de sus propias casas. Recuerdo lo que vi de Cuba el 11 de julio y también durante los siguientes días. Llegaron videos artesanales y furtivos de las cacerías de manifestantes en los hogares, no importaban los gritos de los niños. Yo no estaba allí, pero sí amigos, familiares y personas reales. Era tan real lo que veía como el miedo y la rabia que me producían no solo las imágenes, sino el silencio cómplice ante lo que sucedía y la mitificación descolocada, falsificadora de vida de quienes —aquí y allá— se empeñan en negar los hechos.
Las afecciones mueven. En México los familiares se han movilizado por cuenta propia, interpelando a un Estado incapaz de contener ese mecanismo atroz. ¿Les superan las cifras o se trata de una “impunidad casi absoluta”? Más de cien mil personas desaparecidas —forzadamente, aunque eso no lo digan los registros oficiales—, más de 52 mil cuerpos sin identificar, miles de restos óseos y fosas clandestinas. Pero a las familias no les paralizan estas cifras. Se han organizado como han podido, con recursos propios, en colectivos o brigadas, y van a los cerros a indagar la tierra, a sacar cuerpos, a buscar entre listas y rostros en hospitales, reclusorios, procurando a los suyos y a los de otros. Las madres lo dicen: “buscamos a todos, puedo encontrar al hijo de una madre que también encontrará el mío”, como insiste María Herrera. Son más de setenta los colectivos de buscadoras y buscadores en México. Varios de sus integrantes han sido asesinados, algunos están enfermos o han perdido la vida; pero miles siguen buscando, indagando, interpelando a la autoridad, realizando todo tipo de acciones, incluso simbólicas, porque han aprendido y ponen en juego herramientas que han imaginado o que saben sirvieron a alguien en otros sitios para erosionar al poder. La búsqueda, como dicen las madres buscadoras, es “un constante peregrinaje”, “una lucha” por localizar a sus seres queridos; o como dicen las mujeres organizadas en Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León (FUNDENL), es “un modo” y “un sentido de vida”. Implica la realización de “acciones directas” que se concretan en una serie de “diligencias” civiles para localizar a las personas desaparecidas. La búsqueda genera una práctica ciudadana que refuerza la agencia de las personas que han sido violentadas. Pero si existe la búsqueda es porque existe una performatividad de la falta, o una performatividad de la violencia manifiesta en la figura espectral de los desaparecidos. Nadie desaparece voluntariamente, como plantea Pilar Calveiro. La desaparición de personas está directamente vinculada a la desaparición forzada que implica el acto de
privación de la libertad de una persona por parte de agentes del Estado —o de grupos privados asociados o tolerados por este—, que niegan su paradero para ejercer sobre ella cualquier tipo de violencia de manera irrestricta.
Es difícil sostener la palabra desaparición sin el adjetivo que implica y señala a sus perpetradores y cómplices. Y esta creencia necesita ser desmontada no solo en México, sino hoy, más allá de las dictaduras del sur, en el mismísimo centro insular y territorial de Latinoamérica, donde el “mecanismo desaparecedor” se utiliza para detener, reprimir, desinformar a los familiares y producir el terror, como sucede en la mitificada isla de Cuba.
Desde las prácticas de terrorismo de Estado desplegadas por las dictaduras del Cono Sur en la década de los setenta, la desaparición forzada ha sido sostenida como estrategia represiva para doblegar cualquier disentimiento, para imponer el miedo. Calveiro plantea su condición situada al reconocer que “en cada país se articuló a las formas específicas de su gubernamentalidad”. Amnistía Internacional y El Comité Especializado de Naciones Unidas denunció las desapariciones forzadas durante catorce días del rapero contestatario Maykel Osorbo en La Habana, hoy condenado a nueve años de prisión, y del artista visual Luis Manuel Otero Alcántara. A propósito de los acontecimientos que han tenido lugar en Cuba a partir de noviembre de 2020, es necesario señalar el uso de la fuerza por parte del Estado a través de las sistemáticas represiones, detenciones y desapariciones temporales ejercidas contra jóvenes que disienten e interpelan las prácticas de control totalitario, no solo contra figuras de la oposición y de movimientos civiles y artísticos, sino contra ciudadanos en general porque allí la protesta pública está prohibida y penalizada. El número de personas detenidas-desaparecidas forzadamente en la isla desde finales de 2020 llegó a superar el medio millar. Las desapariciones pueden suceder de muchas maneras, particularmente cuando borramos o negamos al otro. Anular a quienes no piensan como impone un régimen es una práctica totalitaria para producir el control en los ciudadanos de un país como Cuba.
Hace muchos años que las Damas de Blanco, las madres, hermanas, esposas de los detenidos durante la llamada “Primavera Negra” —encarcelados en una redada del gobierno en 2003 por pensar o imaginar la disidencia: presos de conciencia— comenzaron a salir a la calle en silencio, con un gladiolo en sus manos. Algunos prefieren recordar otras escenas en otras partes del mundo, como si el derecho a la vida estuviera regulado por las ideologías. Contra las dictaduras la protesta es legítima, pero no contra los totalitarismos de izquierda, se atreven a decir. Saben que estas mujeres exigen derechos cívicos en Cuba mientras son apaleadas, golpeadas, detenidas violentamente, pero el silencio las intenta borrar. Después del 11 de julio las madres de niños, mujeres y hombres detenidos por protestar han intentado salir a las calles, se han manifestado ante iglesias y se les ha privado de libertad porque en el país está penada la expresión del disenso, pero la indignación y la rabia siguen movilizando a la sociedad civil.
La rabia, como los afectos y los cuerpos, está situada. Es personal, pero también inevitablemente social y colectiva. Nace del dolor por la pérdida, por la humillación. La rabia digna que moviliza a pueblos indígenas, que empuja el dolor y lo transforma en acción. Del dolor a la cólera, de la “memoria-cólera”, la mênis, nos ha hablado Nicole Loraux. La “cólera de Erinia” que movilizó a Démeter cuando desapareció Perséfone toma cuerpo en el presente. La ira está cargada de información y energía, insiste Audre Lorde. Hay una agencia en la ira, en la performatividad de la rabia, en la potencia de los afectos.
Hace cinco años escuché a Mirna Medina decir que ellas, Las Rastreadoras del Fuerte, encontraban porque buscaban con el corazón. Recordé a Silvia Rivera Cusicanqui y su llamado a crear comunidades de “corazonamiento” capaces de pensar con el corazón y la memoria. Recordé también a Hannah Arendt insistiendo en la aridez afectiva de las ideologías que “nunca se hallan interesadas en el milagro de la existencia”, en los vínculos respetuosos por la vida de los otros.
He pensado en la matriz colonial de los adoctrinamientos ideológicos, en la insostenibilidad de esgrimir retóricas que no han sido encarnadas en cuerpos propios ni en experiencias vividas por quienes hablan y que se erigen como sentencias sobre las vidas de los otros. Y me sigo preguntando qué es pensar hoy las violencias que hemos silenciado en Latinoamérica y que también hemos legitimado en nombre de mundos por venir, de utopías e imaginarios no vividos. Qué significa hacer de la ideología un dispositivo para mirar el mundo, para decidir quién vale o no, qué cuerpos importan o no.
La discusión en torno a la “insensibilidad moral” ha sido retomada por Zygmunt Bauman como una metáfora desde la cual pensar la indiferencia hacia el sufrimiento o las tribulaciones de otras personas. La noción de adiaphron planteada por los estoicos griegos es retomada en nuestra contemporaneidad para situar ciertos actos fuera del “universo de obligaciones morales”, pretendiendo también justificar la omisión de nuestras responsabilidades éticas hacia los otros. La adiaforización como retirada temporal de la propia zona de sensibilidad está inevitablemente vinculada a la idea de “ceguera o insensibilidad moral”, la cual se ampara en la creencia de que “el fin justifica los medios” o en sostener que “por perversa que pareciera la acción, era necesaria para defender o fomentar un bien mayor”. Esta salida de la esfera de implicaciones éticas está directamente vinculada a la pretendida inmunidad al dolor. La capacidad de sentir dolor es una señal del cuerpo ante situaciones de riesgo que pueden ser tratadas y quizás curadas. La ausencia de dolor se asocia también a un estado de enfermedad de difícil curación. Como dice Bauman: “El dolor moral es despojado de su saludable papel de advertencia, alerta y agente activador”.
No dejo de preguntarme cómo podemos contribuir al desmontaje de una adiaforización o insensibilidad político/moral, y desmontar el silencio de quienes callan amparados en justificaciones “políticamente correctas”. Cómo no ser parte de esa escena si en nuestros comportamientos y silencios expandimos la soberanía del poder y sus tecnologías de castigo. Castigamos callando, diseminando una performatividad del silencio que inevitablemente alcanza y expone a sus animadores. Justo a ello se refirió la socióloga argentina Claudia Hilb al advertir del “silencio público de la izquierda democrática” sobre la ausencia de libertades civiles en Cuba.
Las afectividades se tejen en la frontera intersubjetiva. Dañar la vida es una afección violenta. Y como tal, genera un afecto que puede ser la rabia. Hemos acumulado mucha ira por tanta humillación y tanto silencio cómplice. Hablo desde el afecto de la rabia, que es también un carburante para el pensamiento y la acción. Hay también una agencia en esa ira, una reXistencia que le recuerda al poder que persistir en la lucha por la vida digna es un camino largo, pero posible. Siempre llega el final del túnel.
Imagen de portada: ©Edith Ladrillero, Las que buscan y las que son buscadas, 2021. Cortesía de la artista