La introducción de nuevas tecnologías y el uso de material multimedia en la danza data de la década de 1950, cuando Alwin Nikolais (coreógrafo estadounidense) realizó sus primeros experimentos con diapositivas, música electrónica y un empleo novedoso de la iluminación y el vestuario. Actualmente, hace falta examinar el grado de integración que se da entre las nuevas tecnologías y la creación coreográfica en las obras de danza contemporánea. El tema resulta intrigante porque, por un lado, algunos coreógrafos hacen alarde de estar a la vanguardia en el uso de la tecnología, pero, por otro, en la práctica presentan una discrepancia entre lo novedoso en dicho uso y lo habitual en la creación coreográfica. Tal discrepancia suele manifestarse de dos maneras. En una, no logran integrar los avances tecnológicos en su discurso artístico; al no apoyar la intención coreográfica, la tecnología aparece sólo como un recurso técnico o una decoración, en lugar de ser parte esencial de la obra. En la otra, falta una correspondiente innovación en el nivel de los componentes estructurales del movimiento corporal: no hay novedades en la invención de las secuencias coreográficas, el manejo de dinámicas y fraseos o el diseño de formas espaciales. Saga, el robot actuante, por ejemplo, prometía ser una pieza interesante: estaba basada en una obra de teatro infantil —¿Hikikomori, yo? de Mónica Hoth—; exploraba un tema vigente: los peligros de encerrarse en el mundo virtual; fue creada por Alicia Sánchez, coreógrafa y directora de ASYC/El Teatro de Movimiento, e iba a participar un robot pequeño, producto de una colaboración entre Bioscénica y el posgrado de Diseño Industrial de la UNAM. Sin embargo, la puesta evidenció una falta de conexiones congruentes entre el espacio, los ejecutantes y su movimiento. Por una parte, había una serie de imágenes con colores cambiantes que parecían provenir de móviles y caleidoscopios, y que creaban la ilusión de ser un papel tapiz del cuarto de un niño, con nubes, árboles, dinosaurios, hojas de plantas selváticas y burbujas. Por otra, estaban los ejecutantes, el niño y el robot, con sus movimientos respectivos. El robot parecía un juguete vivo y pese a su naturaleza mecánica, era sorprendente la fluidez de sus movimientos, así como la cantidad de acciones que realizaba. En cambio, en las secuencias coreográficas que correspondían al niño —interpretado por un bailarín adulto, aunque joven— no hubo ni un solo movimiento original, una frase que creara la ilusión de que se trataba de un niño aislado o una escena que revelara una relación verosímil entre el texto que decía, las acciones que ejecutaba, su dinámica y su fraseo, y las emociones que pretendía mostrar. Otro caso, Azul de Vivian Cruz, coreógrafa y directora de Landscape_artes escénicas, también prometía ser algo interesante. Es un hecho indiscutible que Cruz tiene una sólida trayectoria artística. No obstante, en Azul la distancia entre las nuevas tecnologías y la innovación coreográfica fue casi abismal. En la edición de los videos, los sistemas de detección de movimiento y el imaginario visual resultante, Cruz crea secuencias y efectos poéticos: juegos de caras y textos que se superponen, con ojos cerrados y ojos abiertos; ecos de otros rostros difuminados que se proyectan simultáneamente sobre diferentes superficies; mosaicos de aún más rostros que se multiplican y diversifican. Lamentablemente, el trabajo corporal no ofrece nada comparable. Cuando los intérpretes ejecutan movimientos sostenidos, titubean y les falta intencionalidad. La manipulación de mamparas y pelotas a contraluz es poco original y predecible. La pieza está llena de secuencias de saltos-caídas-rodadas e impulsos-impactos que también son predecibles y cuya ejecución no es excepcional. Escenas de movimientos con aparente significado —pero incomprensible— y supuesta emotividad —pero falsa— alternan con otras que caen en lo obvio, como la aparición de olas y un pequeño barco. La constante proyección de imágenes y su gran tamaño hace que tanto la intención de la obra de explorar los significados de la palabra azul como la presencia de los intérpretes queden reducidas a un segundo plano. Estos dos ejemplos muestran un excelente manejo de los recursos tecnológicos manifestado en el uso de la animación, la robótica, los dispositivos de detección de movimiento y el video, pero lo problemático es que no se supo integrar esta riqueza al discurso coreográfico. Y, en contraste total con la destreza y sensibilidad demostradas en el terreno tecnológico, faltó un desarrollo equiparable en el manejo de las acciones, las pausas, los fraseos, los acentos, los ritmos, las formas espaciales, la interacción entre los propios ejecutantes, así como entre ellos y el espacio, entre ellos y el sonido. Ahora describiré dos casos en los que las nuevas tecnologías sí se integraron al discurso coreográfico. Marcela Sánchez Mota y Octavio Zeivy, directores de Foco alAire producciones, crean una amalgama mágica entre el cine y la escena en MarDulcE sCinEscenA. Esta obra, elaborada a partir de una selección de escenas yuxtapuestas y concatenadas del cine mundial y mexicano, que contiene un torrente de emociones contrastantes e intensas —amor y desamor, violencia y asesinatos, esperanza y muerte—, cuestiona la existencia de los límites entre disciplinas artísticas, y entre intérpretes y espectadores. Desde la concepción de la pieza, la tecnología fue puesta a su servicio. Por lo tanto, la utilización de cada pantalla, proyector, celular, software, animación, edición de video y grabación de textos, música o canciones responde a una necesidad expresiva y narrativa concreta. Igualmente, en la medida en que cada personaje interactuaba con las imágenes y los textos, el movimiento de los intérpretes/creadores se convertía en la corporeización de la intención de la escena: el hombre-tostador sólo ejecuta movimientos mecánicos y calculados; la asesina reta y seduce con un contoneo tan sutil como escalofriante; una mujer se desespera porque un famoso actor italiano no le hace caso y se va con otra; quienes recrean escenas de una película mexicana retoman el estilo melodramático de moverse. Al final, el círculo mágico se cierra: la obra, que empezó con los intérpretes sentados en butacas viendo una película desenfocada, termina con ellos sentados en las mismas butacas, pero ahora viendo al público. Unificando (archivos) – Identidades borrosas, de los jóvenes coreógrafos Julia Barrios de la Mora y João Dinis, parece hacer un uso menos sofisticado de la tecnología, pero el trabajo de síntesis informativa, de edición de videos, y de inserción de los intérpretes en vivo en tales videos es equiparable al de las otras piezas. La claridad en la exposición de la intención coreográfica hace que parezca que la obra es simple aun cuando no lo es: los creadores se preguntaron qué poner en un disco de oro que sería lanzado por la NASA al espacio y su respuesta fue que, dado el nivel de globalización actual, lo más pertinente sería hacer una síntesis de tradiciones y símbolos culturales. Así que se dieron a la tarea de inventar una identidad globalizada que tuviera una bandera, un himno, una vestimenta y una danza tradicional, y que unificara culturas sin uniformarlas y asumiera la diversidad. Fue sorprendente estar ante una obra que no hacía concesiones al público y en la cual cada acción estaba calculada, pero era ejecutada con naturalidad: la marcha/rito de la bandera se repetía con exactitud más de cinco veces; los cambios de vestuario (quitarse el mono verde, ponerse calcetines y tenis blancos) parecían cronometrados. Lo más original e interesante fue la danza tradicional, compuesta por pasos aprendidos en YouTube, provenientes del folclor holandés, portugués, mexicano y mongol, entre otros, y que era bailada simultáneamente en vivo y en video.
Para concluir, mencionaré algo que dice Peter Pabst, diseñador escénico de Pina Bausch, sobre el tema: “Lo que me interesa del video no es la secuencia de imágenes en sí o la tecnología, sino el efecto que la proyección tendrá sobre el espacio y sobre los bailarines”.1 Es decir, si bien celebro el uso de nuevas tecnologías en el escenario, considero que sus resultados son más cautivantes no sólo cuando responde a una necesidad creativa directa y la utilización de este recurso está esencialmente relacionada con el discurso coreográfico, sino también cuando existe un trabajo igualmente innovador en la invención del movimiento de los ejecutantes y de sus nexos con el espacio y el sonido. Al entretejer los recursos se corporeiza la intención de la obra: forma y contenido se fusionan para crear un todo congruente, cautivador y emocionante.
Imagen de portada: Noumenon, pieza de Alwin Nikolais, 1953. © Alwin Nikolais
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Norbert Servos, Pina Bausch. Dance Theatre, K. Kieser, Múnich, 2008, p. 260. ↩