Una mujer de pixeles se desprende de una inmensa pantalla de alta definición colgada de una fachada. Sus largas piernas abarcan varios pisos y algunos hombres se detienen en la acera con la esperanza de alcanzar a ver algo bajo su falda vaporosa. La damisela convertida en King Kong anuncia un suero con partículas de oro para el rostro. Uno pulido y liso como piedra de río. Aquella tarde nublada, yo caminaba por la avenida Apgujeong sin rumbo fijo. Pasó a mi lado una chica con desproporcionados lentes de sol. La seguí de cerca. Cabello lacio y pálidos brazos, un junco susceptible de doblarse al menor ventarrón. Se quitó la mascarilla para respirar mejor: manchas violetas rodeaban sus ojos y se diseminaban sobre sus mejillas. Se cruzó con otra que llevaba la nariz y la mandíbula parchadas, un collarín en las cervicales. Imaginé que habían sufrido un tremendo accidente y se me encogió el corazón. Tardé un poco en entender: ambas salían de un quirófano al que habían entrado por voluntad propia y habían pagado por ello.
En el barrio de Gangnam hay mucho más que porsches blancos, cafés de ambiente nórdico minimalista, perros vestidos y boutiques de lujo. Es el reino de la k-beauty, la meca de la cirugía plástica del planeta, la capital de la belleza de Asia. Puse atención a las sentencias de los escaparates, algunas en inglés, otras en coreano, “atrévete a lucir mejor”, “revela tu verdadera belleza”, “tu segunda juventud”, “una mejor versión de ti”, “hazlo por ti”. “Oppa Gangnam style, you sexy lady…”, canté frente a un ventanal reluciente. En los múltiples pisos de las torres modernas destacaban los nombres de clínicas con letras de neón de todos los colores. Tan solo en estas calles operan unos mil quinientos médicos con licencia (y otros tantos sin).
Gracias a la aplicación Gangnam Unni (la hermana de Gangnam) se puede acceder a los establecimientos más populares y a sus promociones. También a las opiniones de los usuarios, a las fotos que transformaron una barbilla prognata en una dorito, un rostro cuadrado en una Barbie face, una cara achatada en un delicado grano de arroz o, peor aún, unos labios delgados en flotadores. Las metáforas empleadas son diversas, las ofertas inimaginables y los procedimientos dentro del quirófano opacos. Recorro un tramo más de la avenida donde se concentran todos los recursos tecnológicos del siglo XXI para cambiar de piel. “Cirugía de vulva” (¿para volverla irresistible?), reza un folleto rosado impreso con flores lúbricas de aspecto tropical, “¡cambio de sexo exitoso!”, promete otro. Comprobable gracias al “antes”, una foto en blanco y negro donde el sujeto no sonríe, y al “después”, una foto a color: aquí el sujeto sonríe, ha dejado de ser un barbón malencarado, es una fémina de rasgos delicados y moñazo en el pelo. “Todos aspiran a parecer una estrella de televisión”, afirma otra publicidad. “¿Quieres ser perfecto? Nada más fácil, basta recurrir al bisturí”. ¿Con eso?, me pregunto. Sí, “sé feliz con ayuda del bisturí”, insiste otra vitrina. ¿Una cirugía para cumplir con los estándares de la sociedad? Para eso es, afirman los defensores de la Asociación Coreana de Cirujanos Plásticos. Está comprobado que una persona atractiva obtiene beneficios: en Seúl un quince por ciento de los que confiesan haberse sometido a un procedimiento consiguieron un buen empleo o fueron ascendidos. Hace unos años, los cánones estéticos de Occidente marcaban los parámetros, ahora se tiende a optimizar los rasgos asiáticos, porque “Korean is cute” y los jóvenes desean emular a sus ídolos de k-pop.
La intervención más popular es la blefaroplastia, la de doble párpado, el obsequio que los padres otorgan a sus hijas al final de sus estudios universitarios. Con un costo promedio de mil quinientos dólares, resulta accesible a todos los bolsillos. La de mandíbula es la más dolorosa: implica fracturar los huesos, limarlos y agregar placas para conseguir una barbilla en “v”. Son pocos los internautas que se atreven a hablar de su intenso dolor en cuanto pasa el efecto de la anestesia o de las semanas bebiendo licuados. Un veinte por ciento de las coreanas han entrado al quirófano, el sesenta por ciento de ellas para agrandarse los ojos.
Me envalentono lo suficiente para penetrar en una torre y elegir una estética al azar. Los edificios suelen estar repartidos por especialidades: en un piso las cirugías mayores, en otro las intervenciones menores. A veces una clínica puede abarcar un edificio completo. Los pisos y los techos están forrados de mármol blanco, el mostrador es un rectángulo de plexiglás iluminado de rojo. Algunos diplomas de medicina, vitrinas con sueros de colores, música de fondo soporífera, pantallas de alta definición con videos promocionales. Varias asistentes de traje sastre negro ribeteado de dorado acuden sonrientes a recibirme, me otorgan una leve reverencia. Sus diminutos tacones recorren el brilloso piso de un lado a otro. Sus bocas, corazones entintados de naranja, palpitan con suavidad. Buscan mantener el hechizo, el ambiente sacramental de este templo dedicado a la belleza. Llevan el mismo chongo en la nuca, el mismo listón de seda beige. Nada las distingue, ni el más mínimo lunar. Delicadas ciervas de un bosque encantado.
Me asignan una intérprete en inglés —también las hay en chino, ruso, japonés y mongol—. Antes de preguntarme qué deseo saber, parpadea sus ojitos aderezados de pestañas de visón implantadas una a una (lo último en cosmética) y me sugiere un tratamiento contra la obesidad. Con dos meses de píldoras va a usted a quedar en su peso normal. “¿Cuál es ese?”, pregunto ingenua. “Así sin subirla a la báscula, yo creo que tiene que bajar unos quince”. Uy, esos kilos no los pesé ni antes de la pubertad. “Luego le sugiero aplicaciones de bótox, ¿lo quiere importado o nacional? El nuestro es más barato —lo constato, cuesta lo mismo que dos cafés—, le dura unos cuatro meses, ¿le agendo su cita? Le puedo vender un paquete para todo el año, así viene cuantas veces quiera”. De inmediato recuerdo a mi amiga Sung-hae, de 67 años y que parece de cuarenta. ¿Será la genética, los tratamientos, las cremas? Tan solo el almacén de la cadena Olive Young, a unas cuadras de ahí, visitado hasta por diez mil personas en un solo día, cuenta con quince mil productos repartidos en cuatro pisos. Ahí se hallan estantes enteros de maquillaje para hombres —consumen cosméticos como en ningún otro lugar del mundo— y para niños. Falsas cejas, cinta adhesiva de doble cara para pegarse los párpados y agrandarse los ojos, sueros, ampolletas, espumas, tónicos, mascarillas. Y es solo una tienda entre muchas otras: Tony Moly, The Face Shop, Nature Republic, Chicor…
Las ganancias de la industria de la k-beauty se cifran en unos quince mil millones de dólares. Corea no escatima e invierte en tecnología de punta para mantenerse a la vanguardia. La compañía más importante, Amorepacific, es dueña de treinta firmas entre las que se hallan las célebres Sulwhasoo e Innisfree. Fabrica sus productos a base de ingredientes naturales, ginseng o baba de caracol, aloe vera u orquídeas, posee plantíos de té verde en la isla de Jeju. Algunas marcas ofrecen bares donde el cliente confecciona su propia crema; otras recurren a robots capaces de preparar pigmentos, polvos y barras de labios personalizados, de aplicar permanentes en el pelo o de implantar cabello folículo por folículo. Nadie andará calvo por la calle. El brazo robótico Mind-linked Bathbot crea sales de baño personalizadas en un minuto: gracias a un casco inalámbrico, logra distinguir el estado de ánimo del consumidor y emite una esfera cuyo color está asociado a las emociones percibidas. El ritual cotidiano de belleza de un seulense implica el uso de entre diez y quince productos, y cada vez más hombres se preocupan por cumplir con rigor los pasos requeridos: limpieza, exfoliación, hidratación, blanqueamiento, luminosidad, protección solar, entre otros.
Entre la cacería de comedones con láser y el cambio de sexo, se quitan papadas, se afilan narices, se levantan cachetes, se planchan arrugas. Se promueven pantorrillas torneadas o filiformes, vientres sin lonjas, cinturas estrechas, implantes de pectorales. Nuevos pechos, más grandes y redondos, más nalgas, pero no muchas, en estas tierras a las mujeres se las prefiere delgadas varitas de nardo. Quedan fuera de competencia los traseros brasileños o californianos, bronceados y opulentos. Aquí todo es liviano, blanco. Como en otros continentes, en Asia la palidez es privilegio de las clases acomodadas. Las máquinas de fotomatón en los barrios de moda, como el de Ikseon, destiñen tanto los retratos de los usuarios que ni ellos mismos se reconocen. En Filipinas, por ejemplo, quedó prohibido el glutatión, una sustancia no reconocida por las autoridades sanitarias: las futuras madres lo ingerían en dosis excesivas, convencidas de que sus bebés nacerían más blancos y así tendrían mejores oportunidades en la vida. Antes de la pandemia acudían a Corea en viajes organizados, donde se les suministraba el “suero de vida” combinado con vitaminas por vía intravenosa. Sigue presente en los menús de tratamientos.
Además, la creencia en los beneficios de la acupuntura, práctica milenaria, ha popularizado el uso de las jeringas: basta con sentirse desganado para acudir a un hospital y solicitar tónicos por sonda. Así, las estéticas administran sin empacho sustancias que prometen disminuir grasas, destacar el brillo de la piel y estimular la circulación de la sangre por medio de jeringas jumbo como para poner a dormir elefantes. O de diminutas agujas que se clavan todas al mismo tiempo en la epidermis, camas de faquir a ritmo de “hasta seiscientos disparos”.
Las pesadas cortinas de terciopelo y la música ambiental no logran acallar las quejas de los distintos cubículos. Sentada en un sillón de cuero italiano en la sala de espera me pongo nerviosa. Las recepcionistas negocian con sus clientes el precio de la intervención, ya sea mayor o menor; las asistentes les proporcionan un casillero para guardar su ropa y un pijama con el logo de la clínica. Luego les limpian el área a tratar con esponjas húmedas. Todas son mujeres. Llegan los médicos, ellos son hombres. Fleco peinado con pistola y dientes refulgentes, deben haberse graduado de alguna facultad de medicina para poder ejercer. En esta repartición de tareas, la división confuciana del trabajo es evidente.
Las clínicas atienden hasta cincuenta pacientes en un día, cada cirujano entre cinco y diez. Algunos trabajan con cronómetro, a punta de café y de rock a todo volumen en el quirófano. Como no se dan abasto, subcontratan los servicios de otros médicos, a veces generalistas, incluso dentistas. Estos “doctores fantasmas” esperan sentados en el sótano a que los cirujanos estrella los llamen para operar a sus pacientes en su lugar. No están obligados a llevar una bitácora y el paciente anestesiado ignora el canje. La mala praxis está penalizada, pero es común. Los accidentes se han multiplicado. Tras fallecimientos y demandas, muchos hospitales desaparecen tan pronto como surgen.
Corea del Sur tiene el número de cirugías per cápita más elevado del mundo: uno de cada cinco coreanos elige el bisturí. Acoge, además, a unos quinientos mil extranjeros al año. Dos tercios de los turistas (provenientes esencialmente de China, Rusia, Estados Unidos, Mongolia y Japón) llegan en busca de una mejora estética. La pandemia y el cierre de fronteras pusieron un alto a este flujo, pero conforme se relajan las medidas sanitarias, las clínicas vuelven a lanzar sus promociones. Las más de veinte mil organizaciones dedicadas al turismo médico se recuperarán pronto y de nuevo armarán paquetes que incluyan alojamiento, medicinas y cuidados postoperatorios.
Veo pasar a una asistente con una ballena de peluche en brazos y me pregunto de dónde viene ese deseo de ser perfectos. Dado su pasado colonial, ¿es acaso su necesidad de volverse únicos? Extraña contradicción: fuera de sus fronteras desean fervientemente mostrarse singulares y dentro, ser idénticos. Aquí nada incita a la diferencia. Pienso en el traje tradicional, el hanbok: ese cumulo de seda no deja ver ni la punta de los zapatos. La atención se enfoca en el rostro y en las manos. Es lo que se muestra al mundo. La belleza en Occidente se edifica sobre el amor propio, mientras en Corea impera la necesidad de pertenecer al grupo. Parece que todos aspiran a obtener el rostro que los demás esperan de él o ella. El woori, “nosotros”, funciona como una colonia de pingüinos emperador que se apretujan para preservarse del frío y se mueven al unísono, en función de las ondas propagadas por sus plumas. Solo pueden sobrevivir hechos ovillo, si se aíslan se mueren. En el pasado, según los valores estéticos confucianos, los hombres no podían cortarse el cabello para no atentar contra la uniformidad. Hoy, por la misma razón, están dispuestos a someterse a cirugías de cuerpo completo. Tras la ocupación japonesa, el hambre, la guerra y la presencia permanente de tropas estadounidenses, los surcoreanos se han construido una mentalidad de sobrevivientes. La belleza, asociada al estatus y al éxito, contribuye a cimentarla.
Opto por un tratamiento de láser para disminuir la rosácea que atormenta mis mejillas. Me recuesto sobre una camilla acolchada. La asistente me pone en brazos la ballena de peluche azul, qué linda y qué cursi. En cuanto el dermatólogo enciende el cabezal de metal de una máquina de láser futurista, entiendo. Cada piquete de luz roja atormenta mis nervios. Huele a carne quemada, me retuerzo. Ahorco al juguete.
Al día siguiente de mi visita a Gangnam, mi celular vibró más que de costumbre: otras clínicas me enviaban sus descuentos. Utilicé la app de traducción para saber de qué se trataba y obtuve una respuesta igual de incomprensible. Oligio: 300 tiros por 450 mil wones, Meshda V: cuatro episodios por 180 mil. Haz tu propio skin booster, tres veces a solo 590 mil wones. Skin bótox, línea de la barbilla a 200 mil. Eureka, eso sí lo entendí, también lo de “mascarilla de calabaza, una refrescante experiencia”. Me dirigí al espejo y sonreí cuanto pude, para saber si me había salido una nueva arruga durante la noche. Si mi corazón sigue teniendo diecisiete años, ¿por qué el resto se empeña en envejecer? Recordé la exclamación de la madrastra de Blancanieves: ¡que la maten por bella y joven! Si me pongo bótox, tendré que volver a empezar dentro de cuatro meses, y así ¿ad infinitum? Espejito, espejito, ¿qué más me quito?
Imagen de portada: ©Galle, Banda nasal, Flequillo y Dewey, de la serie Peripecias y garabatos, 2020. Cortesía de la artista