crítica Robots FEB.2023

De Frankenstein a Alexa

Andrea Chapela

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No es nada nuevo que vivimos acompañados por máquinas. El año pasado mi mejor amiga se compró una Alexa y a la fecha, cuando la voy a visitar, reconoce el sonido de mi voz y sabe que me llamo Andrea. Desde la Revolución Industrial, lo mecánico se ha colado en cada vez más aspectos de nuestras vidas hasta el grado de que ahora cargamos pequeños cerebros portátiles que nos permiten acceder a grandes cantidades de información.

​ Aunque la ciencia ficción y el género de robots comenzaron formalmente con Frankenstein (1818) de Mary Shelley, la palabra robot no se acuñó sino hasta el siglo XX. La fascinación que nos causa la posibilidad de crear personas artificiales que nos ayuden o acompañen tampoco es nueva. Podemos rastrear criaturas de este tipo desde el Canto XVIII de la Ilíada, cuando Tetis va al taller de Hefesto a pedirle una armadura para Aquiles y ve una serie de figuras humanoides doradas que pueden moverse como personas. Otros ejemplos son el mito de Galatea, la estatua de Pigmalión que cobra vida, y el de Talos, el guardián de Creta, un autómata gigante hecho de bronce que protegía la ciudad de piratas e invasores. También está el gólem de la tradición judía, un ser fabricado a partir de materiales como el barro o la arcilla.

​ En el siglo XIX, a la par de Frankenstein aparecen las primeras obras del género. E. T. A. Hoffmann escribió Los autómatas (1814) y El hombre de arena (1816), donde se descubre, ya al final de la historia, que uno de los personajes no era un ser humano, sino un muñeco. Poco después se publican Las aventuras de Pinocho (1883), de Carlo Collodi, y la primera dime novel de ciencia ficción, The Steam Man of the Prairies (1868) de Edward S. Ellis, en la que se describe a un robot gigante que podría ser un precursor de los mechas japoneses. Finalmente, justo antes de que se acuñara el término, encontramos otro antecesor en Tik-Tok de Oz (1914) de L. Frank Baum, y hasta podríamos contar en esta etapa al hombre de hojalata de El mago de Oz.

​ Como ya se puede apreciar en estos antecedentes, la definición de robot puede ser un problema. La palabra apareció en 1920, cuando el escritor checo Karl Čapek escribió la obra R.U.R (Robots Universales Rossum), en la que una empresa construye una serie de personas artificiales y orgánicas que pueden hacerse pasar por humanos. En una carta al Diccionario Oxford, Čapek contó que el verdadero inventor del término fue su hermano, el pintor y escritor Josef Čapek. Había pensado llamar a las criaturas mecánicas de la obra labori, que significa trabajo, pero no le gustaba mucho la palabra, así que usó la sugerencia de Josef: roboti, que viene de robota y significa corvea o autotrabajo. Desde su origen etimológico, los robots estaban conectados con el trabajo y con nuestros deseos o miedos de que nos suplanten.

​ Para 1923 R.U.R. se había traducido a más de treinta idiomas y su nombre había bautizado a una de las figuras más icónicas de la ciencia ficción. Sin embargo, las criaturas de Čapek tienen más que ver con lo que llamaríamos androide (humanos artificiales) que con autómatas hechos de metal. ¿Qué es un robot realmente? La definición más simple es: una máquina con apariencia humana configurable por el usuario. O, más aún, que se mueve y piensa como lo hace un ser humano. De hecho, en algunos casos no es necesario que tenga un cuerpo. Podríamos considerar robot a una conciencia artificial conectada a una computadora, como el personaje de HAL 9000 en 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).

​ Eric G. Wilson define a los robots como “humanos sintéticos”, pero para fines de este artículo me gustaría ampliar esa idea. Digamos entonces que un robot es una persona artificial que ha sido modificada, intervenida, alterada de forma mecánica o biotecnológica. Así ya podemos hablar de robots como Elektro, la primera máquina con apariencia humanoide que podía responder a órdenes, fumar, inflar globos y mover la cabeza y los brazos; de los cyborgs (abreviatura de cybernetic organism), un término acuñado por Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline en 1960 y que en los noventa Donna J. Haraway definió como la fusión de lo orgánico y lo tecnológico; y también de las inteligencias artificiales, que a veces tienen cuerpo y a veces no; y de la eventual capacidad de guardar conciencias humanas en memorias computarizadas para vivir en simulaciones y otros escenarios típicos del posthumanismo.

​ Hago este recorrido a través de distintas posibilidades porque creo que todas estas subcategorías comparten características temáticas. Si N. K. Jemisin define “ciencia ficción” como las historias sobre cambios tecnológicos, científicos y sociales que acercan al humano a lo desconocido para replantearse lo familiar, el robot es una metáfora que cuestiona los límites de lo humano. ¿Qué hace que las personas sean personas? ¿Cuál es la diferencia fundamental entre lo animado e inanimado si le damos movimiento, vida o incluso conciencia a esto último? ¿Dónde se esconde realmente nuestra humanidad: en el cuerpo, en los pulgares, en el cerebro, en la conciencia, o es más escurridiza que eso?

​ El robot nos permite dar un paso más, puesto que no solo coloca al ser humano ante el predicamento del espejo, sino también ante el de la creación. Nos pone en el lugar de Dios, de quien es capaz de dar vida y, por tanto, es responsable de sus criaturas. Además, dado que ocupa el lugar de un “otro”, el robot permite abordar temas relacionados con la otredad racial o étnica, con la deshumanización e incluso la esclavitud, pues en la mayoría de los casos este es un sirviente, el trabajador perfecto que remplazará o destruirá a la humanidad.

​ Frente a tantas derivas, no sorprende que todos los escritores importantes de ciencia ficción hayan explorado esta figura a su manera. Una de las primeras historias de este género fue “Helen O’Loy” (1938) de Lester del Rey, publicada en Astounding Science Fiction, sin embargo, a quien podemos agradecer buena parte de nuestros imaginarios sobre los robots es Isaac Asimov, autor de “El hombre bicentenario” (1976) y otros relatos sobre este tema, los cuales están mayormente antologados en el libro Yo, Robot (1950). Su mayor contribución al género son, sin duda, las tres leyes de la robótica, que aparecieron por primera vez en el cuento “Círculo vicioso” (1942) y que continuó corrigiendo a lo largo de su vida, hasta añadir una ley cero: “Un robot no puede dañar a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daños” (1985).

Fotograma de la película *2001: Odisea del espacio*, de Stanley Kubrick, 1968Fotograma de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, 1968

​ Stanislaw Lem también escribió historias de robots, varias de las cuales aparecen en el libro Fábulas de robots (1964), donde describe un mundo poblado por seres mecánicos que temen a los humanos y les consideran criaturas legendarias. En varios libros posteriores Lem revisitó este universo, cuyos relatos tienen un tono parecido al de los cuentos de hadas. Fue por esos años que Philip K. Dick escribió su famoso libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), que inspiró la primera película de Blade Runner. En la Convención de Ciencia Ficción de Vancouver de 1972 Dick ofreció una conferencia titulada “El androide y el humano”, donde habló de la ilusión tecnológica del ser humano de crear vida para solo reproducir sus propios prejuicios, algo evidente en las diversas IA que intervienen en las redes sociales. Otras referencias importantes del género son Supertoys Last All Summer Long (1969), de Brian W. Aldiss, que inspiró la película de Steven Spielberg A.I. Inteligencia Artificial (2001), y la novela The Iron Man (1968) de Ted Hughes, en la que se basó la película animada The Iron Giant (1999).

​ Desde la ciencia ficción feminista el robot ha permitido tratar la idea de los cuerpos artificiales e interrogar los roles de género, sobre todo después de la década de los sesenta. Entre las escritoras que exploraron este tema están Joanna Russ con su novela El hombre hembra (1975), James Tiptree Jr. (nombre de pluma de Alice Bradley Sheldon) con el cuento “The Girl Who Was Plugged In” (1973), y Marge Piercy con He, She and It (1991).

​ El robot nunca ha dejado de ser un tema importante en la ciencia ficción, de manera que los libros donde se explora la intimidad de la relación entre humano y máquina continúan sumando títulos. El género cyberpunk, que comenzó con la obra Neuromante (1984) de William Gibson, presenta un universo cibernético donde el ser humano va alejándose del cuerpo y se enfrenta a una poderosa IA. Otros ejemplos más actuales son la serie Justicia auxiliar (2013) de Ann Leckie; el relato “Fandom for Robots” (2017) de Vina Jie-Min Prasad y “Goodbye, My Love” (2022) de la coreana Chung Bora.

​ En español podemos tomar de ejemplo a Celeste, una conciencia humana guardada en una computadora, del libro de Alberto Chimal La noche en la zona M (2019), y también el cuento “Burbuja de humedad” de Libia Brenda, o la trilogía noir de Rosa Montero que comienza con Lágrimas en la lluvia (2011), donde la protagonista es una detective tecnohumana.

​ Finalmente, me gustaría mencionar otro tipo de literatura: la que ha sido creada por IA. En 2016 una novela escrita por una IA, El día que una computadora escriba una novela, pasó varias fases de un concurso literario en Japón. Apenas cuatro años después se dio a conocer el sistema GPT-3, una IA que aprende a través de deep learning y puede imitar el estilo de cualquier autor mientras tenga acceso a sus libros.

​ Los robots poseen una historia larga y rica en la imaginación humana. Nuestra relación con ellos oscila entre el control, la identificación y la paranoia. Queremos que nos sirvan, pero tememos que nos reemplacen y, sobre todo, nos reflejamos en ellos. Conforme nuestras vidas se van mecanizando y experimentamos vínculos cada vez más íntimos con las máquinas que nos rodean, los temas de este género literario abandonan la ficción y se presentan en nuestro día a día. Al menos eso es lo que pienso cada vez que Alexa me escucha entrar y me saluda por mi nombre.

Imagn de portada: Fotograma de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, 1968