Vivimos tiempos fragmentados y saturados: todo pasa en un solo espacio y en un solo momento. Pero esta sensación de hiperconectividad, generada por la aceleración de internet, es contradictoria, porque estamos aquí, ahora, prestando atención a lo que ocurre en otro lugar y otro tiempo. El cambio climático funciona así en cierta manera. Lo vivimos como un fenómeno fragmentado, diferido, como el presagio de tragedia siempre por venir y, a pesar de que no llega, que se atrasa en su consumación, nos rebasa. O, en palabras de Timothy Morton: “es el momento más significativo para todas las formas de vida en el planeta desde que los dinosaurios fueron extinguidos por el asteroide y no podemos verlo directamente, sólo lo percibimos en fragmentos espaciotemporales: nosotros somos el asteroide”. Sentimos que caemos, pero no sabemos hacia dónde. Esto a pesar de que, debido a los avances científicos y tecnológicos, los humanos tenemos, como nunca, una medida exacta de nuestro impacto en el medio ambiente; pero este conocimiento crea una culpa inconmensurable, es el nuevo pecado original. En lugar de inspirar reacciones, soluciones y solidaridades, esa conciencia ambiental sólo parece suscitar angustia y añoranza por un futuro mejor. El filósofo ambientalista Glenn Albrecht ha llamado a este sentimiento de impotencia y ansiedad generado por el cambio climático solastalgia. Las noticias sobre la crisis climática que inundan las redes sociales corroboran ese sentimiento cuando muestran y exhiben las pruebas de que el impacto antropogénico en el medio ambiente ha sido apocalíptico y está más allá de nuestra comprensión, incluso de una reparación. El más reciente y que causó conmoción, fue el artículo firmado por cuatro geógrafos de las universidades de Londres y Leeds titulado “Earth System Impacts of the European Arrival and Great Dying in the Americas after 1492”, publicado en Quaternary Science Reviews. El artículo presenta varios problemas que intentaré explicar, pero primero es necesario conocer el argumento. A saber, arguye que el genocidio cometido por los españoles y el régimen ecológico que establecieron —incluyendo sus microorganismos patógenos— durante el proceso de conquista y colonización tuvo un impacto tan profundo en el clima global que empeoró las bajas temperaturas de la llamada Pequeña Edad de Hielo (PEH). Consideran que después de 1492 la muerte de unos 55 millones de nativos —90% de la población— condujo a la liberación de 56 millones de hectáreas en el continente que antes eran usadas principalmente para la agricultura. La consecuencia fue una reforestación de todas esas hectáreas. Este renacimiento vegetal absorbió tanto dióxido de carbono de la atmósfera entre 1520 y 1610 que el clima global, de por sí frío, alcanzó un punto máximo de enfriamiento, sobre todo en el hemisferio norte en 1628, “el año sin verano”. No sería sino hasta la llegada de la Revolución Industrial en el siglo XVIII cuando el planeta habría entrado en un periodo de calentamiento debido al exceso de CO2 en la atmósfera. “Estos cambios [concluyen los autores] demuestran que las acciones humanas tuvieron un impacto global en el sistema de la Tierra.” Además, en otro artículo sólo firmado por dos de los geógrafos, Simon L. Lewis y Mark M. Maslin, debido a este proceso, consideran 1610 el año que inicia un nuevo periodo geológico: el Antropoceno. Periodo en el que el planeta ya no es la casa (oikos) o el contenedor de la vida, sino que ahora el planeta y todos sus sistemas climáticos y biológicos están contenidos en un medio ambiente totalmente antropogénico. Las reacciones al artículo fueron de incredulidad y también de horror: lo que los humanos hacen en y a un lugar afecta a otros humanos situados a miles de kilómetros de distancia. A este espasmo añádase la alarmista divulgación que los medios hicieron al aseverar que el genocidio fue la causa directa de la PEH. Los autores no dijeron tal cosa, de ahí que yo haya puesto en cursivas empeoró. El enfriamiento global fue un fenómeno que se experimentó desde al menos dos siglos antes de la llegada de los europeos a América y las causas fueron varias, como señala el historiador ambientalista Dagomar Degroot en The Frigid Golden Age: Climate Change, the Little Ice Age, and the Dutch Republic. Por ejemplo, la poca actividad solar entre 1420 y 1570, periodo conocido como mínimo de Spörer, y las erupciones de volcanes como el Nevado del Ruiz, en Colombia, en 1595, y el Huaynaputina, en los Andes peruanos, en 1600. Las fechas de inicio de la PEH siguen discutiéndose, mas algo es seguro: para 1315, afirman Jason W. Moore y Raj Patel en su A History of the World in Seven Cheap Things, las cosechas en Europa fueron devastadas por una inesperada temporada de lluvias que se tradujo en la conocida gran hambruna que redujo la población un 20%. Este enfriamiento alteró los patrones de agricultura de Europa e impulsó las primeras empresas de exploración no tanto porque los europeos estuvieran muriendo de hambre, sino porque las aristocracias dueñas de la mayoría de territorio ya habían exprimido los suelos y a los campesinos de sus reservas biológicas. Los cuatro geógrafos tampoco toman en cuenta que los europeos, urgidos por encontrar nuevas rutas y productos de comercio, apenas se establecieron en el continente americano, comenzaron a alterar el medio ambiente de manera brutal con actividades como la minería, que consumía cantidades extraordinarias de energía y árboles, la ganadería, las plantaciones de azúcar, hasta la introducción de especies no nativas que modificaron para siempre biomas enteros. Doy dos ejemplos. Potosí, Bolivia, y el norte de México —los mayores centros mineros de extracción de plata de la época— proveyeron 80% de la plata que circulaba en el mundo, desde China hasta Ámsterdam, lo que requería una cantidad de madera tan impresionante que la frontera forestal se abrió hasta las montañas de Paraguay para comienzos de 1700. Asimismo, para finales del siglo xvi, dice Elinor G.K. Melville en A Plague of Sheep: Environmental Consequences of the Conquest of Mexico, las enormes manadas de ovejas españolas ya habían colapsado el medio ambiente del Valle del Mezquital, una de las zonas agricultoras más importantes para los pueblos nativos. Estos dos ejemplos cuestionan la supuesta reforestación que siguió a la Conquista, pues los métodos usados por los españoles eran menos amigables con los suelos que las milpas de Mesoamérica.
Asimismo, se pone en entredicho la conclusión del artículo: los humanos antes de la Revolución Industrial fueron capaces de alterar el clima global. Una conclusión peligrosa porque, por un lado, es una generalización: no fueron todos los humanos sino los europeos específicamente en una misión colonizadora; por el otro, absuelve hasta cierto punto el papel del capitalismo incipiente en el cambio climático. Una cosa es modificar el medio ambiente y otra desestabilizarlo hasta un grado en el que la vida ya no es sostenible. Una cosa es la agricultura como la practicaban los pueblos nativos y otra el modo de acumulación primitiva que llegó con los españoles. En cambio, lo que sí es un hecho, es que todo este proceso climático, humano y colonial convergió en un país determinante: los Países Bajos. La PEH congeló y frustró en las costas neerlandesas los barcos españoles que iban a aplacar la revuelta contra Felipe II y la fuga de plata y otros recursos de América impulsaron el crecimiento neerlandés, convirtiéndose en 1648, con la firma del Tratado de Münster, en la primera economía capitalista. Por esta razón, a partir de estas objeciones, habrá que preguntarse: ¿en realidad debe llamársele a nuestra época Antropoceno y no Capitoloceno? ¿Es una tendencia meramente humana destruir el medio ambiente o es un sistema económico que concibe la naturaleza como un recurso barato para la acumulación ilimitada de riqueza el culpable de la crisis climática? ¿Una costurera en Bangladesh que trabaja en una fábrica de ropa contamina lo mismo que la mujer europea que compra la ropa que aquélla cose? Si Coca-Cola produce tres millones de botellas de plástico al año —casi seis botellas por minuto—, ¿de verdad hace la diferencia dejar de usar popotes? Plantear estas preguntas obliga a repensar el problema del complicado binomio humanidad-naturaleza porque, en primer lugar, nos aleja del derrotismo —la solastalgia— y las elucubraciones decadentes sobre la naturaleza humana; en segundo lugar, poner énfasis en los procesos económicos y políticos nos compromete a la crítica y a la acción para redefinir el problema. El Antropoceno en este sentido es un relato incompleto de la historia, mientras que el Capitoloceno, desde su poco elegante sonido, describe la condición del planeta a partir no sólo de lo humano, sino también de conceptos como colonialismo, industrialización, globalización, racismo y patriarcado. Tomando en cuenta todo esto, podemos reescribir no sólo nuestro pasado, sino también nuestro futuro como especie.
Imagen de portada: Arco minero de Orinoco, 2016. CC BY-NC