Se dice que, durante una cena con amigos, el poeta romántico John Keats hizo un brindis extraño. Pidió, con la copa en alto, que se confundiera la herencia de Isaac Newton y su trabajo quedara en el olvido. Cuando su amigo William Wordsworth se inclinó para preguntarle qué tenía contra Newton, Keats le contestó que el científico “había destruido la poesía del arcoíris, reduciéndolo a un prisma de colores”.
A Ada Lovelace, hija del más célebre colega de Keats, no le hubiera agradado escuchar ese brindis impetuoso. Es cierto que aún no había nacido, que nunca tuvo memoria de su padre, Lord Byron, y que su madre se encargó de alejarla lo más posible de ese linaje de palabras. Sin embargo, de haber estado ahí, Ada no habría acercado los labios a la copa, pues desde muy pequeña supo que el prisma de colores es solo el contrapeso matemático del milagro, no su revocación.
A los 14 años, mientras padecía un caso de viruela tan grave que la tuvo recluida en cama durante un año, escribió una carta a un amigo, procurando entender el funcionamiento detrás del arco de colores: “¿por qué el arcoíris siempre aparece ante el espectador como el arco de un círculo? ¿Por qué es […] un círculo y no cualquier otra curva?”. No se entendía del todo su principio geométrico en esa época, pero la especulación de la niña fue acertada: “¿Se supone que el ojo del espectador está en el centro del círculo del cual el arco del arcoíris es una porción?”. Ada entendió muy pronto que no solo la palabra era capaz de contener belleza. La matemática, ese lenguaje espigado de fórmulas y algoritmos, también hace su hogar en el asombro.
Nació en 1815, producto del infausto matrimonio entre Lord Byron y Anna Isabella, una condesa educada y proclive a los números. Lord Byron, cuyas dificultades matemáticas eran tantas que no atinaba a hacer bien las cuentas, apodó a su esposa “la princesa de los paralelogramos”. El matrimonio entre el chico malo de la Inglaterra de inicios del siglo XIX y la princesa de los paralelogramos duró poco. Se separaron cuando Ada tenía apenas un mes de nacida y, desde entonces, Lady Byron se empeñó en que su hija fuera lo opuesto a su marido e intentó con éxito cultivar en ella un amor por el pensamiento lógico y las matemáticas.
Su interés temprano por las máquinas se volvió una fijación durante el verano de 1833, cuando fue presentada por primera vez en sociedad. En una fiesta, columbró a Charles Babbage, un hombre de unos 40 años y gran nariz, que manoteaba animadamente frente a los asistentes y parecía hablarle casi con cariño al gran aparato de cobre que tenía al lado. Ada Lovelace, de apenas 19 años, se abrió paso entre la multitud para mirar de cerca sus columnas y engranajes engarzados capaces de calcular funciones polinómicas. Aquello fue amor a primera vista. Cautivada por ese armatoste de metal, decidió retomar sus estudios de matemáticas para entender mejor el funcionamiento del artilugio.
A los 24 años, comenzó a estudiar matemáticas con Augustus de Morgan, un catedrático de la University College de Londres. Ya que no podía asistir a la universidad por ser mujer, su labor consistió en el estudio solitario de The Elements of Algebra (1837), libro escrito por su tutor, y en intercambiar cartas con él. En estos documentos se hace patente la atención de Ada a problemas profundos del álgebra y su capacidad de notar incongruencias desde la lógica.
Mientras estudiaba “el principio de permanencia”, concepto creado por su tutor, Ada le escribió diciéndole que una de sus suposiciones no la convencía del todo. Le resultaba demasiado general y ambiciosa, y necesitaba, apuntó, “mucha más demostración”. De Morgan defendió el concepto como si en ello le fuera la vida y Ada no dijo más. En otra carta, mientras estudiaba trigonometría, ella predijo la existencia de los cuaterniones, una forma tridimensional de los números complejos. Dos años más tarde, el matemático irlandés sir William Rowan Hamilton anunció el descubrimiento de estos números, que no obedecen las reglas de la aritmética. Los cuaterniones le dieron la razón a Ada: su existencia demostró que la suposición sospechosa del “principio de la permanencia” de De Morgan estaba, en efecto, equivocada.
Mientras Ada Lovelace se casaba, tenía hijos y se ponía al día con sus estudios matemáticos, Charles Babbage buscaba apoyo económico para construir un segundo artefacto. Se trataría de la llamada “máquina analítica”, que podría realizar todas las operaciones matemáticas conocidas y sería capaz de modificar sus propios cálculos a mitad de la ejecución. Planear la máquina demostró ser menos complejo que encontrar el apoyo económico para hacerla. Después de años de buscar fondos sin éxito en Inglaterra, Babbage viajó al extranjero para conseguir financiación. Así, durante un viaje a Turín en 1842, conoció a Luigi Menabrea, quien también quedó prendado de la máquina y publicó un artículo en francés sobre ella. El artículo sentó varios de los principios de una disciplina que aún no existía, pero no precisamente gracias al texto redactado por Menabrea, sino por las notas al pie incluidas en su versión inglesa, todas escritas por Ada Lovelace.
La joven se encargó de traducir el artículo al inglés y, mientras lo hacía, Babbage le sugirió que agregara algunas anotaciones. Esa marginalia se convirtió en la piedra de toque de la informática moderna. Lovelace trabajó en sus notas durante meses, en los cuales se mantuvo en comunicación con Babbage y se valió con frecuencia de su propio esposo como copista. Después de un arduo trabajo y varias fricciones con Babbage, el artículo traducido se publicó en agosto de 1843 (“Sketch of the Analytical Engine Invented by Charles Babbage by Luigi Menabrea with notes by Ada Lovelace”). De sus 66 páginas, 41 eran los apéndices de Ada.
Me detengo en la ironía de estos escolios. La extrañeza de que sean justamente los apéndices o las notas al pie dos formas que tienen en común su marginalidad, donde se abren con violencia las flores raras del genio. No es casual que Ada Lovelace nos hable desde los márgenes. En todo caso, la existencia de las notas pareciera ser un comentario sobre el sitio que ocupaban las mujeres, incluso aquellas tan privilegiadas y evidentemente geniales como ella, en el universo intelectual de la época. Eran presencias fronterizas, marginales en el sentido más literal del término. Pero, incluso desde ese sitio, la voz de Ada resuena con sus anotaciones pioneras sobre la computación y sus vaticinios y reflexiones escalofriantes acerca del poder de lo que hoy llamaríamos “inteligencia artificial”.
La Nota G, el último y más famoso apéndice, demuestra cómo la máquina calcularía los números de Bernoulli. Para ello, Ada confeccionó una gran tabla cuyas columnas contenían variables y resultados intermedios para representar los pasos que llevaría a cabo el artefacto en sus cálculos. El diagrama, que en sus palabras “presenta una visión simultánea completa de todos los cambios sucesivos”, suele ser llamado “el primer programa de computadora”. La Nota G, además, demuestra la inteligencia especulativa de su autora, quien sugiere por primera vez que una máquina similar sería capaz de computar información no matemática siempre y cuando esta pudiera ser reducida a una serie de principios matemáticos o lógicos. Intuyó, por ejemplo, que podría escribir brillantes piezas musicales. En la misma nota sugirió que, a partir de una serie de fórmulas, la máquina podría obtener resultados a los que sería imposible llegar con la mente humana.
Ada Lovelace se planteó una versión de la pregunta que nos hacemos hoy en día sobre la inteligencia artificial. Empezó reflexionando en torno a la capacidad de la máquina para producir pensamiento original y negó esta posibilidad en lo que décadas después Alan Turing llamaría “la objeción de Lady Lovelace”:
La máquina analítica no tiene de ningún modo la pretensión de originar nada. La máquina puede hacer cualquier cosa que sepamos cómo ordenarle llevar a cabo.
Poco después de la publicación del artículo, su salud frágil y el poderío del escándalo la alcanzaron. Se dispersaron una serie de rumores sobre la forma laxa en la que entendía el matrimonio. Además, la matemática contrajo una serie de deudas onerosas apostando en carreras de caballos. Debido a los dolores agudos que padecía, heraldos de un cáncer de útero que pronto acabaría con su vida, los doctores le prescribieron altas dosis de narcóticos acompañadas de alcohol. Sus cartas, siempre intensas, se volvieron entonces feroces y febriles, y se caracterizaron por una serie de afirmaciones ambiciosas sobre su futuro en las matemáticas. En una misiva dirigida a su madre, le reprocha: “No me has concedido la poesía filosófica. ¡Invierte el orden! ¿Me concederás la filosofía poética, la ciencia poética?”. Durante esos últimos años, en un gesto que podría recordarnos a otra mujer brillante, Margaret Cavendish, Ada Lovelace quiso escribir poemas matemáticos, “un tipo de poesía único, de naturaleza mucho más filosófica y elevada que ninguna otra cosa que el mundo haya visto hasta ahora”, una “visión astronómico-matemática de los cielos”. También por aquel entonces se fijó como propósito algo que ciertos científicos todavía buscan: quiso desarrollar un “cálculo del sistema nervioso” para plantear “los fenómenos cerebrales […] en forma de ecuaciones matemáticas” con la finalidad de que pudieran ser replicados por una máquina.
Ada murió cuando apenas tenía 36 años. Quiso ser enterrada en el camposanto de la iglesia de Santa María Magdalena, en Hucknall, junto a su padre, y allí se encuentra. Su tumba está inscrita con un poema que le escribió al arcoíris a los 16 años, poco tiempo después de descifrar su funcionamiento matemático.
Imagen de portada: Franz von Stuck, Paisaje del arcoiris, 1927