”Una ciudad que huele a mierda”, se queja el chofer armado mientras sube los vidrios del Chevy. A ninguna autoridad le ha parecido necesario entubar el canal de aguas negras que rodea la parte baja. Como un recordatorio de que esto no es la capital. Si viniste hasta acá, ni modo. Pero ese río de agua podrida arrastra además el horror que hizo un día famosa a Ecatepec.
A nadie se le escapa que ahí, además de heces, basura y algún animal muerto, navegan en círculos decenas de cadáveres de mujeres.
—¿A dónde vamos?
—A la morgue.
El tipo que maneja como desquiciado es un policía. El único en esta localidad con un objetivo estampado en la frente: agarrar a esos hombres, esos que matan mujeres. El problema —carajo— es que esos hombres pueden ser cualquiera. Y él solo puede cazarlos cuando esos cabrones ya las cercenaron a machetazos, las quemaron vivas junto a sus hijos, las arrojaron al río o las asfixiaron con una cuerda y fingieron un increíble, pero a veces efectivo, suicidio. […]
Suena el celular. Le habían avisado de que fuera rápido a la morgue. Y corre hasta allá mientras habla, con el coraje y el olor a podrido que se cuela sin remedio por los cristales del coche. Entonces, se acuerda de los malditos chamacos.
Sin la épica de la guerra del narco ni un lugar estratégico de tráfico de nada, nomás el de trabajadores rendidos que van y vienen de la capital a cambio de un puñado de pesos, en Ecatepec se mata igual que en los municipios de la frontera.
La mayoría llegó a este extremo noreste de Ciudad de México a partir de los ochenta huyendo del hambre del campo, acercándose lo máximo que permitían sus carteras a la capital. Y poco a poco, sin control, se fueron comiendo los cerros. Casitas empinadas sin luz ni agua ni futuro cada vez más arriba. Sin más sentido de pertenencia que el de chambear durante el día y dormir por la noche.
Cuando en la Ciudad de México miles de mujeres protestan contra la violencia machista, Ecatepec representa las coordenadas exactas que catalizan la rabia: el lugar donde más mujeres son asesinadas; el único rincón de México capaz de desbancar, desde hace más de una década, a Ciudad Juárez. Incluso para un país que soporta altas dosis de horror al día, diez feminicidios cada 24 horas son muchas muertas, carajo.
Las feministas mexicanas no tienen nada más urgente. A diferencia de sus hermanas en otras partes de la región, nada más inminente, más primario: ni el aborto, ni la igualdad salarial, ni la conciliación familiar, ni la violencia obstétrica. Dejen de matarlas.
Las muertas del canal ni siquiera figuran en las listas de los feminicidios. Sin cuerpo, no son más que números que se suman a los casi cien mil desaparecidos que buscan sus madres en el país. Silenciadas por la violencia del narco y el compadreo de las autoridades, circulan a la deriva, como si los grandes cárteles de la droga hubieran tenido algo que ver con su destino fatal. Como si el que la mató no hubiera sido su pareja, su exmarido celoso, un vecino que le tenía ganas, un tipo —que lo hubo— que confesó asesinar al menos a veinte de ellas por el puro gusto de verlas morir.
La violencia machista no solo es mexicana, pero es en este país y en este rincón marginado con una impunidad casi total donde ha encontrado un buen sitio para instalarse.
“Hallan 16 cuerpos de mujeres en los canales de aguas negras del municipio de Ecatepec”. Los titulares en 2015 sobre uno de los drenajes del río de los Remedios no fueron ninguna noticia en la ciudad. Todo el mundo sabía, y sabe, que aquello era un tiradero de cuerpos. […]
La morgue de Ecatepec es un garaje en la parte trasera del Ministerio Público, el “emepé”. Pero su entrada principal parece un matadero clandestino de puercos. La persiana hasta arriba y un hombre con delantal de carnicero que limpia con una manguera la sangre de las únicas dos planchas que maneja. Un líquido marrón escurre hacia la calle hasta llegar a una alcantarilla. El hombre es el forense de guardia: “No, jefe. Se confundieron”.
El aviso que había recibido el Comandante había sido uno de esos errores que suceden pocas veces. La mujer casi la había librado, y se había ido con siete puñaladas al hospital. El marido, detenido en flagrancia. La noche se asomaba tranquila por primera vez en muchos meses. Y qué bueno, jugaba el América.
El emepé era probablemente el lugar más concurrido a esas horas en Ecatepec. Convertida en una ciudad fantasma a partir de las once de la noche, esto era como una cantina de pueblo. Un griterío de hombres encerrados tras unos barrotes que trataban de adivinar a lo lejos el marcador de unas pantallas colgadas en la recepción. El centro era un hervidero de gente que llegaba a denunciar un robo, un asalto a punta de pistola, un niño desaparecido y, en frente, una decena de tipos mal encarados esperando su audiencia con un fiscal y gritando: “¡Penaaaaaal!”.
Merodeaban unos cuantos tipos duros vestidos de civil, de esos que no son policías pero lo parecen. “Son las madrinas”, aclara el Comandante. Un cuerpo de hombres, muchos de ellos expresidiarios, que conocen como nadie el trajín de los cerros, te encuentran a un culpable de homicidio en cuestión de horas y seguro un traficante es primo de algún amigo suyo. Que se la saben. A cambio, les cae una feria por cooperar con la autoridad. Todos ahí juntos protagonizaban el lamentable espectáculo de la justicia mexiquense. […]
Se monta de nuevo en el Chevy y se lanza directo a la colonia Jardines de Morelos, sección Playas. Ya es bien entrada la madrugada y quiere comprobar si los municipales no andan chingando por ahí. No se parte el lomo agarrando a feminicidas de medio pelo en callejones oscuros, los corretea por el centro de la capital sin permiso de las policías de allá, memoriza las placas de sus motos, sabe si se compraron una bici nueva o si su mamá está enferma y puede que hayan regresado por fin a casa, para que venga un pendejo y se cuelgue el mérito de hacerse con el caso más importante de toda su carrera.
Él detuvo al viejo, le dio sus apretones, le hizo cantar hasta el himno. Le sacó una confesión de once páginas que atrajo a la crema y nata de la prensa nacional e internacional. Las cámaras 24 horas de las televisoras esperan en la puerta. Los focos lo alumbran a él. Nadie, nadie, le toca el caso del Monstruo de Ecatepec. […]
“Asimismo quiero señalar que asesiné a más de veinte mujeres”
Los hechos que se narran a continuación pueden parecer una película macabra. O también, ser completamente ciertos. Sea como sea, en estas líneas hay detalles que no cualquiera puede llegar a inventar, a menos que se haya metido hasta la cocina del infierno de Ecatepec.
Esto es una transcripción de una confesión ministerial, sin los nombres reales de las víctimas ni direcciones.
“Nombre: Juan Carlos Hernández Béjar. Sexo: Hombre. Fecha de nacimiento: 01-03-1985. Edad 33. Nacionalidad: Mexicana. Originario de Michoacán. Calidad: Imputado. ¿Sabe leer y escribir?: Sabe leer y escribir. Grado de escolaridad: Bachillerato trunco y Técnico en Programación trunca. Ocupación: Reparación de celular. Estado civil: Unión Libre. Salario semanal: 1,000 pesos. Alias: el Terror Verde. Trabajo anterior: Segundo batallón de Guardias Presidenciales. Adicciones: No toma, no fuma, sin droga, odia a las mujeres”.
Adicción: odiar a las mujeres. El técnico que transcribe su confesión quería remarcar ese dato desde la primera página. Hernández sabe por qué está ahí. Es más, es su “deseo aclarar en relación a los hechos que se le acusan”. Quisiera que le conozcan como el Terror Verde. Pero se tendrá que conformar con el nombre que ya le ha puesto media prensa nacional: el Monstruo de Ecatepec.
“Sé que estoy aquí porque el día de hoy mi esposa Patricia Martínez Bernal y yo salimos de nuestro domicilio y mientras nos encontrábamos caminando por la calle, siendo que mi esposa se encontraba empujando la carriola de mis hijos, en la cual llevábamos cargando tres bolsas negras que contenían algunas partes de restos humanos de los cuerpos a quien le había quitado la vida, siendo de Elisabet y de Nayeli, y otra bolsa con huesos humanos calcinados, los cuales fuimos a tirar a un baldío cerca de mi casa y fue el momento en el cual los policías nos descubrieron, ya que al encontrarnos tirando las bolsas en el baldío, una se abrió y de la cual se veían los restos humanos, y por eso la policía pudo ver lo que llevaba en una de las bolsas, y fue cuando nos detuvieron en ese momento para llevarnos a la agencia del Ministerio Público, porque estábamos tratando de ocultar restos humanos, pero fuimos descubiertos, asimismo quiero señalar que asesiné a más de veinte mujeres”.
Así, de corrido. El Monstruo sonreía plácidamente mientras relataba cómo, dónde y por qué había cometido los crímenes más atroces. Uno de los policías que lo entrevistaba también sonrió ante la reportera al percatarse de que quizá más de veinte feminicidios que no habían logrado resolver, por fin, tendrían una maldita explicación.
Elisabet. Directamente a la yugular
“Por lo que respecta a Elisabet es a quien vi en una combi, escuché su plática, me dio la idea para engancharla, después la vi en una dulcería y le pedí su celular y la enganchamos con el pretexto de venderle ropa para su hijo, la vi en la avenida, ahí nos quedamos de ver, acudí temprano, yo fui por ella en un lugar específico donde no había cámaras, la traje a mi casa, ella ingresa al domicilio, sube hasta mi vivienda, que vivo en el tercer piso y ahí la amago inmediatamente, estaban mi esposa y mis hijos, con una llave directamente al sillón, le apliqué una llave que aprendí en la milicia, trabajé en la milicia menos de nueve meses, ella cooperó en todo momento, le expliqué que era un secuestro, que su marido me había mandado a matarla, después de que ella cooperó en los amarres, procedí inmediatamente a ver qué tenía de valor, me quedé con su celular, siendo un Samsung J5 prime color blanco o dorado e inmediatamente, le canté el choro para no perder más tiempo porque mis hijos se iban a despertar, la metí al baño, no abusé sexualmente de ella, mi esposa estaba presente en ese momento sin apoyar, no la necesitaba, después de meterla al baño procedo a matarla con un cuchillo, un corte directamente en la yugular y la carótida, era un cuchillo café, mango de madera ergonómico, yo lo mandé hacer con un herrero hace aproximadamente diez años, después procedo a hacerle cortes desde los pies, cabeza, manos, comencé a seccionar partes, grasa, músculos, huesos con diferentes fines, la grasa la iba a tirar en los baldíos y los camellones, el músculo era para alimentar a mis perros, los huesos eran para la renta de un santero, las demás partes del cuerpo me quedó la rabadilla y el tórax, mismos que fui a tirar al baldío cercano a mi casa, Elisabet iba vestida con unos zapatos color café de piso, mallón negro, chamarra cazadora negra y blusa negra, esas ropas las tiré en la basura, en el baño de mi domicilio desmembré el cuerpo de Elisabet, mi esposa se encontraba presente, insegura, indispuesta y enojada, estaba cuidando a mi bebé y dándole pecho. […]”.
Arely. Dos veces gritó “vecina, auxilio”
“Era mi vecina, muy payasa por cierto, muy reservada, nos caía gorda, vivía en la parte de debajo de la vecindad, vivía sola pues su marido emigró a los Estados Unidos, esa chica, Arely, me interesó para un bisne porque le vi su celular Moto de cuarta generación y procedí a planearlo unos cuantos días, hasta que en una ocasión estaba muy necesitado de dinero, ese miércoles temprano mandé a mi esposa a seguir a esta chica porque había salido a la calle, de repente veo que mi esposa ya viene con ella, se la sube con el pretexto de que le mostraría un pantalón arriba, ella no quería pasarse pero se le convenció y se sentó en el sillón, le aventé el mismo choro que a todas, que su marido me había mandado matarla, que cooperara, que nada le iba a pasar, pero dos veces gritó vecina auxilio, auxilio, yo no podía exponer a mi familia, tenía el mismo cuchillo listo y se lo aventé a la yugular, después de muerta estuvo cinco horas en el baño, después lo mismo que a todas […]”.
La detención del Monstruo no terminó tampoco con la masacre de mujeres en Ecatepec. Tal y como predecían las mujeres que rezaban el rosario, hubo después otros hombres, la mayoría de ellos cercanos a las víctimas, que las asesinaron con la misma saña en el interior de sus casas. La ciudad se convirtió de nuevo, durante la pandemia y los primeros meses de 2021, en el centro del horror de la violencia machista. Violadas, apuñaladas, asfixiadas; ellas no mueren —como lo hacen ellos— de un balazo rápido y certero.
Esto no se acaba, vaticinó también el Comandante. ¿Y si los huérfanos de estas son los feminicidas de mañana? Se pregunta cada noche convencido de que cualquiera —el mesero, el del valet parking, el de la tienda, su vecino— puede convertirse en el siguiente.
“Yo quería llegar a cien chicas o más, las que maté son muy pocas, quiero que quede asentado, primero, que se me conozca como el Terror Verde, ya que así me pusieron en la milicia y, segundo, no tengo remordimiento alguno, lo hice y lo volvería hacer otra vez siendo todo lo que deseo manifestar. […]”.
Te voy a matar, culero
Explíqueme usted cómo no voy a romper este vidrio. Cómo calmo las ganas que tengo de incendiarlo todo. De verlo arder. A usted, a la catedral, a la puerta del Palacio, al mismísimo Ángel de la Independencia. Que encima es mujer, ¿sabe? Dígame que me calle otra vez y le abro la cabeza a martillazos. Hoy yo no voy a tener miedo, lo va a tener usted. No me importa que me lleven, que me amenacen, que me torturen. Se cruza un pendejo más en nuestro camino y lo madreamos. Así está el pedo, ¿cómo ve?
Dígame, si puede, qué hizo para impedir todo este desmadre. ¿Ah, que no, verdad? No hicieron nada. Nos cazan como ganado en las calles, nos violan, nos matan y nos desaparecen. Y entonces ni siquiera somos una muerta más en sus cifras piteras. No somos nada. Pero hoy no, señor, ora sí se acabó el cuento.
Que protestemos quedito, su pinche madre. Un vidrio, una tienda, una baldosa, una cabrona pared vale más de lo que valgo yo. ¿Se da cuenta?, ¿lo ha pensado? Que se asfixie hoy tantito, jefe, que nosotras el resto del tiempo no podemos respirar. Ándele, diga que somos violentas, diga que somos unas malcriadas alborotando como una plaga de cucarachas sus callecitas del Centro, digan lo que quieran. Si me permite, voy a madrear este semáforo.
Dale, duro, hermana. No sé qué poner. Córrele, pon lo que sea. Al fin que esa tienda también es patriarcado. Todo es patriarcado. Hasta las mismas mujeres policías que nos corretean lo son. Órale, qué esperas. No mames, ¿eso qué?. “El feminismo te hará libre”. Vamos, que nos quedamos solas y ya casi llegan al Zócalo.
¿Te diste cuenta de que nos tienen miedo?, ¡cómo nos miran! No sabes el gusto que me da. Cuando cruzo esta calle de noche me cago de miedo. Tan obscuro, tan solo. Tan qué será mejor, correr, gritar o hacerse la dura. ¿Estoy exagerando? ¿Si me sigue alguien? Y caminas y aprietas los nudillos y los dientes. Y te aprietas tú enterita. Y al cruzar la esquina ya volteas para ver que no viene nadie. Carajo, si yo solo quería regresar a mi puta casa.
Mándame mensaje cuando llegues. Con cuidado. ¿Ya llegaste? ¿Dónde estás? Cinco llamadas perdidas.
Alerta, alerta, alerta el que camina, que esta calle hoy es mía y la reviento si se me antoja. Por todas las noches que no puedo reventarle los huevos al cabrón que me viene cazando desde el pesero. Dejaron todo listo, ¿ya viste? Tapiado el banco, la tienda, el restaurán, la entrada del hotel. Y tiemblen, y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista. […]
Fragmento inédito del libro Rabia, que será publicado en noviembre de 2022 por Editorial Anagrama. El libro cuenta con textos de varios autores y fue editado por Javier Lafuente y Eliezer Budasoff.
Imagen de portada: ©Anaí Tirado Miranda, Contra el olvido, las nombramos (detalle), 2021. Cortesía de la artista