LA MANDRÁGORA
I
Maquiavelo escribió La mandrágora, y muchos han supuesto que este astuto escritor del Renacimiento no solo conocía las propiedades nefastas de esta planta, sino que las utilizaba en contra de sus enemigos, que eran muchos. Lo horrible de la mandrágora empieza con su imagen, pues sus raíces semejan propiamente a un hombre desnudo, a una especie de homúnculo, y de ahí el nombre antiguo de antropomorfon y de semihomo con que también se la conocía. Sus propiedades son mágicas y eróticas, y han dado lugar a numerosas interpretaciones folklóricas, especialmente italianas, como la que se da en una canción piamontesa, que empieza:
Canta il gallo,
risponde la gallina,
madonna Donesina
si mette alla finestra
con mandrágora in testa.
Otra versión nos cuenta tristemente la pasión amorosa de Rosina, que murió por amor a causa de un brebaje de mandrágora con azucarillos y aguardiente. La canción termina diciendo:
Egli è il fior de la Rosina
che l’è morta per amor.
El nombre de mandrágora deriva del griego: mandras (establo) y agrauros (dañoso), esto es, dañoso a los establos. Circe y otras hechiceras la empleaban muy a menudo para sus artes secretas y non sanctas. Existen dos especies de mandrágoras: la hembra y el macho (Mandragora officinarum y Mandragora vernalis) y, según afirma Plinio, la primera era negra y la segunda, blanca. Los antiguos atribuían maravillosas virtudes, aparte de las diabólicas, a la Panax quinquefolium —otro nombre de la mandrágora—; por ejemplo, hacer fecundas a las mujeres estériles. Los judíos la llamaban “Jabora”. Las más prodigiosas de estas raíces eran, según Collin de Plancy, las que habían sido regadas con la orina de un ahorcado, pero no se podían arrancar sin morir. Para evitar este peligro había que obrar con mucha precaución y trazar tres círculos a su alrededor con la punta de una espada. También había otros procedimientos: se ahondaba la tierra en torno a la raíz, se ataba el extremo de una cuerda de cáñamo en ella y el otro extremo al cuello de un perro negro, al cual propinaban unos buenos latigazos para que, al huir, arrancara la raíz de mandrágora. El autor del Diccionario infernal dice que el pobre bicho moría en esta operación; “mientras tanto, el dichoso mortal que poseía esta raíz era dueño de un poderoso talismán, un tesoro inestimable, puesto que con ella lo conseguía todo”.
La mandrágora es un poderoso condensador de fuerzas astrales y los brujos chinos emplean esta planta, llamada por ellos Gingseng, para producir la locura o causar terribles sufrimientos. Asimismo, se utiliza en la composición del ungüento de los brujos para asistir al aquelarre. En su Glosario teosófico H. P. Blavatsky afirma que en ocultismo la mandrágora es utilizada por los magos negros para varios fines malvados, y algunos “ocultistas de la mano izquierda” hacen homúnculos con ella. Según creencia popular, lanza gritos cuando se la arranca de la tierra. Blavatsky dice que sus raíces no tienen aparentemente tallo, y de su cabeza brotan grandes hojas, como una gigantesca mata de cabello. Presentan alguna semejanza con el hombre cuando se encuentran en España, Italia, Asia Menor o Siria; pero en la isla de Candía y en Caramania, cerca de la ciudad de Adán, tienen forma humana que asombra y son sumamente apreciadas como amuletos.
Según Mynauld, con la mandrágora no solo se hace el ungüento que usan los brujos para ir al aquelarre volando con una escoba, sino también el que los transforma en animales y les posibilita así correr por los campos. En su composición entran también partes del cuerpo de un sapo, de una serpiente, de un erizo y sangre humana. El consejero d’Eckartshausen, que vivió a finales del siglo XVIII, da la siguiente fórmula para provocar apariciones: cicuta, beleño, azafrán, aloes, apio, mandrágoras, adormidera, asafétida y perejil, todas estas plantas secas y quemadas.
En cuanto a las propiedades eróticas de la mandrágora, copiamos a continuación de un viejo grimorio lo siguiente, referido al arte de seducir:
Manténgase castamente bebiendo licor de mandrágora a lo menos cinco o seis días, y el séptimo, que será viernes, si puede ser, coma y beba alimentos naturalmente calurosos que le exciten al amor, y cuando se sentirá en este estado procure tener una conversación familiar con el objeto de su pasión, y hágala de modo que pueda mirarlo fijamente por el espacio de un Avemaría; pues encontrándose los rayos visuales mutuamente, serán tan poderosos vehículos del amor que penetrarán hasta el corazón, y la más grande presunción y la más grande insensibilidad no les podrán resistir. Es bastante difícil persuadir a una doncella honesta y que tiene pudor de mirar fijamente a un hombre joven durante algún espacio de tiempo, pero se puede obligar a ello diciéndole, chanceando, que se ha descubierto un secreto de adivinar por los ojos si debe casarse dentro de poco, si se vivirá mucho tiempo, si se estará feliz en su matrimonio o alguna otra cosa semejante que lisonjee la curiosidad de la persona y que la determine a mirar fijamente.
La verdad es que esta fórmula está un poco pasada de moda en lo que se refiere al pudor femenino y a la oposición de mirar a los ojos. Nada tiene de particular que hoy una joven mire fijamente a los ojos sin importarle un comino nada, ni que sean las funestas y eróticas consecuencias del licor rebajado de mandrágora.
II
Cuando el coronel Atkinsons, en una brumosa noche londinense de 1870, abrió la puerta de la biblioteca de su mansión, algo debió sorprenderle, pues se detuvo receloso por unos momentos. El coronel, antes de estar en la reserva, había servido en la India, especializándose en los procesos de brujería, y su oído se hallaba acostumbrado a ciertos ruidos y rumores. La verdad es que el ataque fue muy rápido, seguramente después de dejar el quinqué sobre la mesa del despacho, y el coronel dio unos gritos espeluznantes, cada vez más débiles y ahogados. Acudieron precipitadamente Cudworth, el mayordomo, y George, sobrino del coronel, con quien este había estado jugando una partida de ajedrez después de la cena. El espectáculo que presenciaron los dejó inmovilizados. El coronel yacía en el suelo con la cabeza medio oculta por un extraño follaje que se agitaba pausadamente en torno a su garganta. En realidad, era como una enorme raíz apelotonada que, después de abandonar el cuerpo de su víctima, rodó oscuramente por los rincones y saltó por el gran ventanal que daba al parque. Días después, el jardinero declaró a la policía que una planta desconocida, regalada al coronel por un príncipe hindú, había desaparecido misteriosamente después de los hechos.
La relación de este suceso causó gran estupor a los lectores del Times, y Stanislas de Guaita, el gran ocultista, lo atribuyó a la mandrágora, declarando que el mundo animal y el mundo vegetal son más inseparables aún en la magia que en la naturaleza. ¿No era natural suponer desde un principio que el primero ha nacido del segundo, que lo nutre? Con el auxilio de la analogía y de la metáfora, todo ser vegetante se ha encontrado dotado de vida; todo ser animado ha recibido una forma y caracteres vegetales. Es más: los aryas de la edad védica conocían la potencia de las raíces. El empleo de estas daba lugar a las prácticas de un arte mágico llamado mulakarman (obra de las raíces); el mulakrit era el personaje versado en la ciencia de las raíces. El Atharveda atribuye este arte y el poder que resulta del mismo a un genio malo llamado Muladeva o dios de las raíces. En el Ramayana, el Rakshasa, el monstruo, recibe el nombre de Mulavat. De todo ello resulta la existencia de un ser artificial derivado de la mandrágora. Comúnmente, los magos admiten cuatro clases de seres artificiales: los terafines, los gólem, los androides y los homúnculos. Los primeros son pequeños ídolos automáticos, que hablan en determinadas ocasiones, como los que entre nosotros construye el mago y escultor Aulèstia; los segundos (hoy popularizados por el cine) son estatuas de barro, animadas por una inscripción secreta grabada en la frente, cuyo único inconveniente radica en su descomunal y rápido crecimiento, el cual embaraza al mago y lo perturba, pues no sabe dónde meterlo; los androides, a semejanza de los terafines, son construcciones mecánicas, tal los que poseían Roger Bacon y Alberto Magno, siendo el de este último destruido por santo Tomás de Aquino en un rapto de religioso furor. El homúnculo, por último, es un ser creado no por medios mecánicos, sino por medios enteramente fisiológicos. Pues bien, a estos seres hay que añadir el hombre-raíz de la mandrágora. Han hablado modernamente de este ser, entre otros, Papus y Eliphas Lévi (cuya identidad era, para ser más exactos, la del abate Alphonse-Louis Constant), y Paracelso, manifestado esplendorosamente en su Libro de las ninfas, los silfos, los pigmeos, las salamandras y los demás espíritus. A tenor de ella, diremos que la mandrágora, una vez arrancada del suelo con la técnica especialísima que expusimos a nuestros lectores, debe ser trasplantada muy ligeramente en “tierra roja”, expuesta a los rayos del sol y cotidianamente regada con la sangre de un animal consagrado a Saturno. A partir de este instante, el mago no debe abandonar jamás a la mandrágora, y verá cómo, poco a poco, suspirará y respirará débilmente, aumentando de tamaño y desarrollando su cuerpo. Previamente habrá trazado un círculo mágico en la “tierra roja” para protegerse y quemará perfumes secretos. Al cabo de una semana, la mandrágora tendrá ya completa forma humana y su desarrollo durará cuarenta días, al final de los cuales el pequeño ser se arrancará por sí mismo de la tierra, dotado de fuerza, palabra y razón.
Sin embargo, hay casos en que, por distracción o descuido del mago, un elemental puede introducirse en el cuerpo de la mandrágora en su proceso de crecimiento. Gustave Le Rouge dice que esto es muy peligroso, no solo para el mago, sino para la sociedad entera. Si no se muestra muy enérgico y, sobre todo, si no ha descubierto, desde el primer momento, “quel genre d’être il a évoqué, il sera victime de l’elemental qui lui est propre” [a qué clase de ser ha evocado, será víctima del elemental que le es propio]. Charles Nodier, que había sido iniciado en el ocultismo y realizado profundos estudios sobre Saint-Martin, Cazotte, Swedenborg, Fabre d’Olivet, etcétera, nos dejó escritos, a propósito de esta terrible situación, los siguientes fatídicos versos:
C’est moi, c’est moi, c’est moi!
Je suis la Mandragore,
la fille des beaux jours qui s’éveille à l’aurore
et qui chance pour toi.
Todo esto es muy desagradable. A pesar de la aurora y de los cantos que salen en estos versos intuimos una risa convulsionada y abominable que arrastra tras de sí la mandrágora. Como en el caso del coronel Atkinsons, mejor será dejar que salga por los ventanales al aire limpio y fresco de la noche.
LAS HABAS
Siempre han tenido mala reputación las habas, y aunque Diógenes Laercio nos dice que Aristóteles escribió un tratado sobre ellas, lo cierto es que ya la diosa Ceres las excluyó de entre los ricos productos de la agricultura. Pitágoras, que era un vegetariano furibundo y cascarrabias, afirmaba que las habas tenían sangre y pertenecían por lo tanto al reino animal. Esto le costó la vida, pues un día, cuando era perseguido por sus enemigos, no quiso atravesar, en su desenfrenada carrera, un plantío de habas por no pisar a estos enigmáticos seres con sangre, y se dispuso a dar un rodeo. Pero lo alcanzaron y lo asesinaron miserablemente junto a las habas.
En Roma, estas eran miradas con muy malos ojos, y no se podía tocarlas ni nombrarlas siquiera. Dícese que los “lemures”, o sombras vagabundas impías, arrojaban por las noches puñados de habas dentro de las casas con el objeto de acarrear el infortunio y la desgracia a sus moradores. Tuvieron, no obstante, una función política, pues las votaciones para decidir un asunto se hacían con habas blancas y habas negras. Hay lugares en que era y es costumbre encender hogueras de San Juan en campos de habas para que estas maduren pronto. En la España de Cervantes también se hacía así; y las mozas se ponían en la ventana con el pelo suelto y un pie dentro de un balde de agua, atento el oído al primer nombre de varón, pues este sería el soñado marido:
Yo, por seguir mi intento,
los cabellos doy al viento,
y el pie izquierdo a una bacía
llena de agua clara y fría,
y el oído al aire atento.
Las habas han tenido una importancia decisiva en el celebrado Gateau du Roi, y M. Cheruel escribe que en Francia era costumbre, desde tiempo inmemorial y por una tradición que se remontaba hasta las saturnales de los romanos, servir, la víspera de Reyes, una torta en la cual se encerraba un haba, que designaba al rey del festín. La torta de Reyes se comía en familia, y era ocasión de estrechar los afectos domésticos. Las memorias de madame de Motteville afirman que sacábase la torta de Reyes incluso en la mesa de Luis XIV.
Esta noche —escribe— la reina nos dispensó el honor de enviarnos una torta a madame de Bregy, a mi hermana y a mí: la partimos y bebimos a la salud con el hipocrás que nos hizo traer. Otro día, para divertir al rey, la reina quiso separar una torta, y nos dispensó el honor de hacernos tomar parte con el rey y con ella. La hicimos reina del haba, porque el haba se encontró en “la parte de la Virgen”. Mandó que nos trajeran una botella de hipocrás, que bebimos delante de ella, y le obligamos a beber también un poco. Quisimos satisfacer las extravagantes locuras de aquel día y gritamos: “¡La reina bebe!”.
En Botánica oculta, la decocción del haba (Faba vulgaris) es buena contra el mal de piedra. El emplasto de su harina resuelve los tumores de las partes sexuales. La harina de habas es excelente, según Paracelso, contra las quemaduras del sol y las escaldaduras producidas en las entrepiernas. Para ello se restriega la parte enferma, durante diez minutos o más, y luego se aplica una compresa de la propia harina. Las flores de esta planta llevan la marca de los infiernos, según la escuela de Pitágoras. Las habas, recolectadas a fines de octubre, están bajo los auspicios de Escorpio con Mercurio. El fruto es de Saturno y de la Luna.
En el Testamentum Fraternitatis Roseae et Aureae Crucis puede leerse lo siguiente:
Ahora tomad las cenizas de unas habas, o bien las cenizas de un animal, pájaro o lagarto, o bien las cenizas del cadáver en descomposición de un niño; quemadlas al rojo, introducidlas en una vasija grande de cristal, de modo que cubra bien toda la materia, y cerrada herméticamente la vasija, que colocaréis en sitio cálido. Al cabo de tres veces veinticuatro horas, la planta aparecerá con sus flores; el animal o el niño con todos sus miembros, resultados que algunos utilizan para vastos experimentos. Estos seres son, no obstante, criaturas puramente espirituales, ya que al agitar o enfriar la vasija no tardan en desaparecer. Si se deja el recipiente en reposo, vuelven a aparecer, lo cual resulta un espectáculo maravilloso digno de admirarse. Un espectáculo que nos permite asistir a la resurrección de los muertos, y nos muestra cómo todas las cosas de la Naturaleza volverán a tener figura después de la resurrección universal.
Aparte de sus propiedades mágicas, las habas son guisadas divinamente en Cataluña, como casi todo el mundo está dispuesto a reconocer. Hay también un decir: “Son habas contadas”, y una canción —“Las habas verdes”— muy popular durante la segunda guerra carlista:
Ayer me dijiste que hoy;
hoy me dices que mañana,
y mañana me dirás
que de lo dicho no hay nada.
Como pueden ustedes ver, es esta una canción desengañada y amarga, de un aplastante pesimismo. Hoy la llamaríamos una canción comprometida.
Selección de Botánica oculta, Edhasa, Barcelona, 2020. Disponible aquí. Se reproduce con la autorización de la editorial.