Hunter S. Thompson decía que en esta sociedad el único delito es que te atrapen. Y a mí me atraparon. En domingo. A las diez y media de la noche. A media cuadra de mi departamento.
Me detuvieron por la espalda. Me acusaban de haber orinado unos metros atrás. ¿Ven ese edificio que está en la esquina?, les dije. Pues ahí vivo yo. No estoy tan pendejo como para arriesgarme a mear si me encuentro a treinta pasos de mi domicilio. Te tomamos una foto, me dijo uno de ellos. Muéstramela, le exigí. Sacó su celular y me enseñó la foto de un árbol. Ahí miaste, dijo triunfante. Antes de que pudiera alegar que los ciudadanos estamos hartos del acoso policial, me esposaron y me subieron a la patrulla. Quince minutos después ingresé a los separos.
Solo en la televisión se romantiza la idea de caer en la cárcel. Mi experiencia para nada fue tan glamorosa como la de Hank Moody en aquel capítulo de Californication. Después de quitarme celular, cartera, cinto y agujetas, me metieron a la celda. Estaba tan encabronado del abuso policial que me tiré a dormir en el primer hueco que encontré: una porción de banca más dura que el bolillo añejo. En algún momento de la madrugada me despertó el ruido. Uno de los presos pateaba a otro. Sus gritos atrajeron a los celadores. “Ai viene la lluvia de gas pimienta”, pensé, y me acurruqué de cara a la pared y volví a quedarme jetón.
Cuando desperté pensé que todo había sido un sueño, pero unos segundos me bastaron para adecuarme a mi porción de realidad. Me hallaba encerrado junto a otros doce varones. ¡Rancho, rancho, rancho!, comenzaron a gritar mis compañeros. Me recordaron a los animales de Rebelión en la granja cuando cantaban “Bestias de Inglaterra”. El rancho es el desayuno. O la comida. O la cena. Depende de la hora. Mis sentidos comenzaron a desperezarse. Sentí el patadón de la peste proveniente del baño. El excusado parecía un barquillo copeteado con cuatro bolas. Un mojón más y la mierda besaría el piso.
Tres celadores nos sacaron a todos de la celda y nos formaron sobre una línea amarilla pintada en el suelo. El juez se presentó ante nosotros y comenzó a regañarnos como si estuviéramos en el kínder. A ver, cabrones, no quiero mamadas. Fue la frase con la que abrió su discurso. Quítense la idea de que vienen a dormir y a comer. Están en la cárcel. Quiero que se porten bien y se dirijan a los celadores con un “sí, señor” cada vez que les hablen. Aquello me pareció una provocación. Si de verdad quería orden, no era la manera de conseguirlo.
A ti por qué te trajeron, me preguntó. Por sus güevos, respondí. Pero qué estabas haciendo. Nada, me inventaron que oriné en la calle. Bueno, dijo, paga tu fianza y sales. Nos regresaron a todos a la celda y comenzó la interminable danza del Güero. Fue él quien había pateado al otro pobre de madrugada. Caminaba como león enjaulado por los tres metros que medía nuestra suite. Su madre le había echado a los policías. Le habían puesto las esposas en su cama mientras dormía.
Se paró en la puerta de la celda y comenzó a gritar que se estaba cagando. Que por favor le dejaran echarle agua al baño. Los celadores lo ignoraron. Hasta que veinte minutos después vino uno de tez blanca, su cara parecía una tortilla de harina mal cocida, y le ordenó que se callara. Jefe, le dijo, hágame el paro, me ando cagando. Déjeme llenar una tina de agua, le rogó. No, le rezongó el celador. ¿Por qué?, se quejó. Por llorón, le respondió el cara pálida, y se fue. Hijo de su puta madre, vociferó, pero nada más que me lo tope en la calle le voy a partir su madre.
Campear unas horas en los separos (24, 36 o 72, dependiendo de los cargos) es residir en un espacio donde la ley te pisotea a su antojo. Su diversión es degradarte. Tus necesidades más básicas no importan. Quieres beber agua, jódete. Quieres lo que sea, que te jodas. Hasta que a los guardias se les hinche. No puedes ni pagar tu fianza, en caso de que cargues lana en la cartera que te quitaron. Que venga alguien a sacarte. Y si nadie lo hace, te quedas en esa especie de limbo donde no eres persona. Donde ni siquiera alcanzas a ser un estorbo. Donde eres un animal más que maltratar.
Sin decir agua va, como impulsado por un resorte, un cholo tatuado de la cara se puso a hacer lagartijas. Las conté. Hizo 46. Para demostrar que estaba en forma y que si alguien se metía con él estaba listo para rifarse un tiro.
A las ocho de la mañana vino el celador con un teléfono. Teníamos derecho a una llamada. El primero en marcar fue el Güero. Y, en cuanto le contestó su mamá, toda su fiereza desapareció. Parecía un chamaquito de ocho años llorándole para que le comprara una paleta. Le rogaba que por favor lo sacara, que se estaba cagando. Que en su pantalón había mil cuatrocientos pesos, que le acompletara la fianza con seiscientos y lo sacara. La doña le colgó. Me pasaron el teléfono a mí y le marqué a la mamá de mi hija. Me mandó a buzón. Volví a llamar y otra vez se fue a buzón. Solo tienes derecho a dos intentos. Si no te contestan, te chingaste. Tienes que esperar hasta las ocho de la noche para que vuelvan a soltarte el teléfono. Es el único número que me sé de memoria. Y mi preocupación era que tenía que recoger en la escuela a mi hija a las cuatro treinta. Tenía todavía varias horas por delante para resolverlo.
El desayuno llegó. Unas gorditas todas frías y resecas. Me negué a comer por miedo a que me dieran ganas de defecar. Tampoco tomé agua. Uno de los celadores permitió que un voluntarioso llenara varias botellas de agua directo de la llave. Botellas que circularon de uno en uno. Preferí languidecer de sed. El agua del centro de Torreón es famosa por su arsénico. Y aunque unos tragos no me matarían, no quería tentar a mi suerte. Además, tomar agua por las mañanas me activa el intestino.
A la una de la tarde la peste se recrudeció. Como nadie quería orinar en la taza, comenzamos a hacerlo en el piso a un lado del inodoro. Un charco de miados tomó forma y cada que alguien tiraba el agua, lo cual sucedía con bastante frecuencia, éramos doce, quedaba un camino de huellas de orina por toda la celda. Echado frente a mí estaba Alejandro. Un morro veinteañero al que habían apañado junto con su novia vendiendo cristal. Ella estaba en la celda de mujeres. De repente se escuchó un grito. Aleeeeee, era su chava. Queeeé, le respondió él de celda a celda. Te amoooo, gritó ella. Yo también te amo, le respondió Ale. Así se la pasaron toda la tarde.
Arriba de Ale estaba el Ruco. Un chavo de diecinueve años que había caído por riña. Su cara me recordó un chingo a Phil Daniels, el actor que interpreta a Jimmy en Quadrophenia. Era idéntico. Nomás le faltaba su gabardina mod. Minutos después llegó su mamá, una chava de 32 años, madre soltera. Le dijo que el juez le había concedido pagar solo la mitad de la multa, pero que no tenía dinero, así que se quedaría encerrado. Le dejó una sudadera y se fue. Todo ocurrió sin la menor exaltación. Como si estuvieran dentro de una obra de teatro.
A las tres de la tarde el Güero entró en desesperación y comenzó a gritar que quería hacer una llamada. Un celador vino enojado y le dijo que se callara. El cholo de las lagartijas increpó al guardia. Déjalo hacer su llamada, le gritó. Denle el servicio. Qué te cuesta. El celador le dijo que cerrara el hocico. Tú qué te metes, güey, le gritó. Yo me meto porque quiero, puto, le dijo el cholo y el celador le chifló a otro guardia. Sacaron al cholo de la celda y enfrente de todos le pusieron una calentadota. Uno de los celadores medía más de uno ochenta y pesaba como ciento treinta kilos. El cholo apenas si alcanzaba los sesenta. Hecho un trapo se lo llevaron a una celda aparte y lo metieron solo.
Minutos más tarde el Güero volvió a gritar que quería hacer una llamada. Cállese, güey, le dijo otro preso. No ves que por tu culpa madrearon a aquel. Minutos después llegó la novia del Güero, que repitió que se andaba cagando y que había dejado dinero en su pantalón. Le pidió que fuera a su casa por él y pagara la fianza. La novia fue en un taxi y regresó a decirle que no había nada. Que seguro se lo había piñado la mamá. El Güero volvió a gritar que quería hacer una llamada y una señora vino con un teléfono y se lo prestó. El Güero le habló a su madre. Aproveché para hacer una llamada y me volvieron a mandar a buzón. Me preocupaba que no podía avisar que no iría por mi hija a la escuela.
Minutos después llegó la mamá del Güero a cagotearlo porque el dinero no lo tenía ella, se lo había robado la novia. Madre e hijo se hicieron de palabras. Y es que la mamá del Güero les había hablado a los policías, pero no para que lo arrestaran, sino para que lo llevaran al anexo. Quería internar al Güero por su problema de adicciones. En lugar de eso, la tira lo llevó directo a los separos. El Güero le rogó a la doña que lo sacara, que por su culpa estaba ahí. La señora le dijo: Espérame, voy a hablar con el juez. Y nunca volvió. El Güero saldría hasta cumplir las veinticuatro horas, a las doce de la noche. Y todavía no lo dejaban echarle agua al baño.
Ya hacía rato que había oscurecido cuando un celador cantó mi nombre. Al no recoger a mi hija en la escuela empezaron a buscarme y un vecino chismeó que había visto cómo me levantaba una patrulla la noche anterior. Salí después de veinte horas. Era lunes a las siete de la tarde. Permítame abrirle la puerta, me dijo el cínico del celador, cuando me disponía a salir a la calle. Claro, como ya había pagado la multa.
Ya en la calle divisé varias torretas de patrulla pasar por la avenida. Era hora de la cacería. Con suerte esa noche habría otros doce inquilinos en la celda comunal de los separos.
Imagen de portada: Fotografía de Rajesh Raiput, 2021. Unsplash