Una breve historia de los efectos especiales en el cine —el sonido, el color, las imágenes generadas por computadora— debe remontarse varios siglos antes de la aparición del cinematógrafo de los hermanos Lumière. Tomando prestadas las ideas de Jean Epstein, el cine es, después del microscopio y el telescopio, un paso evolutivo más en las tecnologías de la observación a través de las cuales el ser humano busca incrementar su percepción óptica más allá de sus propias posibilidades orgánicas. El objetivo que mueve este horizonte es el de “ver más y mejor”, y los efectos visuales son un motor importante para la culminación de este fin. En su famoso artículo “El mito del cine total”, André Bazin complejizó el asunto: según el crítico francés lo importante, más que los hallazgos técnicos que permitieron el surgimiento de este arte, son las ideas predecesoras que alimentaron su invención. El mito del cine total vendría a ser la ilusión perseguida por la humanidad de la restitución integral de la realidad. Así, para Bazin —cuando menos en 1946, año de la publicación de su artículo— el cine en su forma definitiva no había sido inventado todavía, pues aguardaba impaciente los progresos técnicos que posibilitaran su completa realización. Mientras la conceptualización de Epstein es materialista, la de Bazin se erige idealista. Mal entendidas ambas, sin embargo, derivan en una obsesión técnica y separan al cine de su signo vital: la realidad. ¿Acaso ver en pantalla a un personaje volando es suficiente para cumplir el viejo anhelo que nos inculcaron los pájaros de alcanzar el cielo? La pequeña película Francia contra los robots (La France contre les robots, 2020) de Jean-Marie Straub, que retoma el libro homónimo de Georges Bernanos, nos concede una lección invaluable en ese sentido.
En tan sólo dos planos idénticos que siguen a un hombre mientras habla y se pasea por un parque a orillas de un lago, con la diferencia de que el primer plano ocurre en el día y el segundo de noche, somos testigos de una repetición donde lo notable es el azar que difiere en cada toma. No hacen falta naves espaciales, paisajes distópicos ni simuladores con inteligencia artificial para dispensar un bloque de imágenes y sonidos auténticos. El diálogo último sentencia: “Un mundo donde ha ganado la Técnica, ha perdido la Libertad”. Es una posición que, desde que fue escrita por Bernanos en el contexto de la Segunda Guerra Mundial hasta ser recientemente filmada por Straub, no pierde su vigor: que la técnica sea un medio que nos haga pensar, no un fin que piense por nosotros. Si alguien ha explorado obsesivamente esa demarcación es sin duda Jean-Luc Godard. En sus Historia(s) del cine (Histoire[s] du cinéma, 1989-1999) expresa: “el cine: ni un arte ni una técnica sino un misterio”.
Aunque esperó muchos años a la aparición del video para llevar a cabo esta obra, es evidente que logró desbordar por completo la tecnología del soporte. Con sus siguientes películas reformuló continuamente su respuesta a este desafío: en Elogio del amor (Éloge de l’amour, 2001), donde grabó en digital, consiguió un color que vale por todos los efectos especiales del mundo; y en Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014), donde juega con el cine 3D, reinventó por completo las prescripciones de uso del mecanismo.
En ese sentido, es un cineasta que siempre va por delante de la realidad, antes de que los significados y sus significantes hagan parejas indisolubles. Desde 1965, con Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution), ya buscaba —incluso en sus temas— una técnica que tomara en cuenta el factor humano: “La gente se ha vuelto esclava de la probabilidad”, “Su ideal, aquí en Alphaville, es una sociedad técnica”, se escucha decir.
En la ciudad donde las palabras bellas están prohibidas y donde a las “cosas incomprensibles” se les conoce como poesía, Godard nos transmite que una historia alternativa de los efectos especiales sería la que entiende el cine como un arte más relacionado con ocultar que con mostrar. Al respecto, el cineasta alemán Alexander Kluge comparte una idea bellísima. La cámara cinematográfica captura imágenes en 1/48 de segundo, y en la siguiente fracción captura oscuridad. De modo que si una persona ve una película de dos horas, una hora habrá sido de oscuridad. Según Kluge es este principio el que nos permite soñar tanto en el cine. Así, lo que para algunos está constituido por efectos especiales, para otros se conforma de imaginación. No se trata de oponer realidad y técnica sino de encontrar las posiciones justas: que la técnica esté siempre al servicio de la realidad y no al contrario; que la posibilite, enriquezca y complejice. Es lo que Chris Marker plantea en su cortometraje 2084, exhibido en el significativo año de 1984. Conjetura tres hipótesis sobre el futuro: la gris, una crisis de la que no es posible salir; la negra, donde los tecnototalitarios han tomado el poder y la técnica ha sustituido a la ideología; y la azul, que nos permite “imaginar la posibilidad de aprender a dudar juntos” y en la que la tecnología “es una fabulosa fuerza de transformación del mundo”. La Jetée (1962), ese otro cortometraje de Marker elaborado casi por completo con fotografías fijas, es un ejemplo perfecto de cómo los intervalos, las ausencias y las inquietudes pueden más que el énfasis, el hiperrealismo y las certezas.
Cuando Alfonso Cuarón estrenó Gravedad (Gravity, 2013), algunos críticos elogiaron la forma en que consiguió una “democratización” de la experiencia en el espacio exterior mediante un plano secuencia.
Como si la ilusión de continuidad y la pulcritud técnica bastaran para confeccionar una propuesta estética. No cabe duda de que, en casos como éste, los cineastas emprenden una odisea hacia los límites de la técnica; la estiran al grado de sustituir la expresividad por el virtuosismo. Un plano secuencia que toma cuerpo como una forma que respira y no como un énfasis en su ingeniería sería El arca rusa (Ру́сский ковче́г, Aleksandr Sokúrov, 2002), un recorrido por el Museo del Hermitage donde la cámara se encuentra con otras formas artísticas que cobran rostro y ponen en relieve un interés que va de lo histórico a lo personal, de lo fantasmal a lo material, del movimiento al tiempo.
En términos de viajes espaciales podemos contrastar la costosa producción de Cuarón con una película como Willi Tobler y la caída de la 6ª flota (Willi Tobler und der Untergang der 6. Flotte, 1972), del ya mencionado Kluge, que con apenas unos cuantos elementos nos lleva hacia un laberinto de ideas y emociones inéditas.
Hay cineastas que usan lo increíble para ganar en credibilidad. Los mejores, al contrario, usan lo creíble para arribar a lo increíble. Tomemos La palabra (Ordet, 1955) de Carl Dreyer.
Desde una visión simplista diríamos que su religiosidad es antónima del mundo “banal” de los efectos especiales, consagrado únicamente a la acción, las aventuras, la guerra y los superhéroes. Tal vez debimos iniciar este texto diciendo que, en sentido estricto, el cine mismo es un efecto especial, y lo que estamos discutiendo es el grado en que se toca con la magia o, para decirlo con la descripción del crítico Jonathan Rosenbaum respecto a la puesta en escena de la secuencia que nos ocupa, con el milagro. Pasada la hora y diecisiete minutos, en La palabra hay un plano donde Maren pregunta a Johannes sobre la vida de su propia madre, que pende de un hilo. La conversación es sobre el cielo, la resurrección y, en particular, sobre la creencia. La cámara empieza a girar en círculos alrededor de ambos personajes; el decorado también se pone en movimiento; pero sorprendentemente, una vez que la cámara ha recorrido 360 grados, caemos en cuenta de que nunca vimos las espaldas de Maren y Johannes, siempre los tuvimos de frente. El truco no debe ser tan complicado de desentrañar, pero lo importante de este “plano imposible”, nos dice Rosenbaum, es la manera en que, sin apenas notarlo, estamos en presencia de un milagro. Y los espectadores, como los personajes, terminamos por creer en él. En un contexto como el actual, repleto de películas con añadiduras digitales y virtuales, no está de más evocar las palabras de Gérard Lefort y Olivier Séguret, redactores del periódico Libération: “lo que importa es la fuerza poética que un cineasta da a su efecto especial”. Si algo nos interesa de la técnica es, antes que cualquier cosa, su enigma: el que arrastra pero también el que produce. Su belleza se revela cuando nos lleva a imaginar lo inasible, no cuando tiene resuelto cómo ver la realidad: sería una pregunta que, más que contestarse satisfactoriamente, ofrece una respuesta que transforma la propia pregunta y, con ello, nos acerca un paso más al placer de lo desconocido.
Imagen de portada: Fotograma de Chris Marker, 2084, 1984.