La transformación tenía su punto de elaboración. Fiona pronunciaba para sus adentros, como mantras, las máximas que la llevaran a concebir su plan. “Por suerte no soy de tetas abultadas”, se consolaba al enfundar la camiseta con la imagen del Cristo amarillo ensangrentado: KILL YOUR IDOLS, rezaba la leyenda bajo el rostro de sufrimiento eterno. Después se recogía el cabello para que cupiera dentro de la gorra colocada hacia atrás; enseguida se ponía los lentes sin aumento. Los pantalones de mezclilla holgados se sostenían mediante un cinturón de cuero sintético. Los Converse negros culminaban el viraje de su identidad. Estaba listo para salir a continuar con su cometido.
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Los cinco pasos para una buena confesión:
- Examen de conciencia: es cuando revisamos nuestra conducta para saber cuáles son nuestros pecados.
- Dolor de los pecados: es sentir arrepentimiento de las cosas malas que hicimos.
- Honestidad: es decir todos los pecados al confesor.
- Aprendizaje por el castigo: es cumplir la penitencia asignada por el confesor.
- Propósito de enmienda: es tener voluntad para no repetir nuestros pecados.
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—¿En qué quedamos la semana pasada, hijo mío? La voz del padre Alfredo rechinaba como si estuviera siendo estrujada por los intersticios de la malla del confesionario. —Ya se me olvidó, padre. —Manuel, ¿no te he dicho que de todas las mentiras que lastiman a Jesús, las que se dicen en la confesión son las más pecaminosas? —Cierto. —¿Entonces? —Me da pena decirlo. —No tengas miedo. Lo que aquí se diga es un secreto entre tú, yo y Dios. ¿O es que no me tienes confianza? —No es eso… —Dime, pues. —Recuerdo que le conté que me masturbo pensando en mi maestro de guitarra. Poniendo particular atención en no olvidar la voz grave, Manuel disfrutaba el silencio anterior al carraspeo con que el padre se animaba a proseguir. —¿Tu maestro de guitarra? —Así es, padre. —¿Y en qué piensas cuando comienzas a tocarte? —¿Si le digo la verdad no me voy al Infierno? —Nunca, hijo. No hay pecado que supere a la misericordia del Señor. —Bueno. Me imagino que durante las clases mi guitarra se transforma en una gran verga, la verga del maestro, y de pronto la tengo inmensa frente a mí, entre mis manos, ansioso por metérmela en la boca. Únicamente lograba contener la risa mordiéndose el labio inferior. —No me atrevo a decirle las demás cosas que imagino desde ahí. Es como si dejara de ser yo mismo para convertirme en un toro salvaje que no consigue ser domado hasta que exploto en el orgasmo. El silencio ahora rasgaba en sentido inverso el telar del confesionario hasta dejar helado al padre Alfredo, que vacilaba para recomponerse: —Reza diez Padres Nuestros y quince Aves Marías. Reflexiona sobre el significado de tus actos y no faltes por favor a la misa de ocho del próximo domingo. Te voy a estar esperando.
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“Mis gallos andan sueltos”, había pronunciado su padre con la voz rasposa por los varios brandis con coca-cola. Estaban en una comida familiar, tan exaltada como mandaba la costumbre. La abuela había relatado, ultrajada, el reciente caso del nieto de una amiga suya que debía casarse con una muchachita a quien había dejado embarazada. “¿Te imaginas que nos pase a nosotros, viejo? ¡Yo me muero!” Mientras escuchaba el relato, Fiona transponía en su mente, sobre el rostro de arrugas surcadas de la abuela, aquel que tantas veces recibiera en la forma de estampitas, con la efigie de Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. La voz con que la abuela acentuaba los pormenores pecaminosos contrastaba con la expresión de sabiduría inmaculada de monseñor: pequen todo lo que quieran, hijos de su chingada madre, que ya arderán por siempre en las llamas del fuego eterno. Los gallos en cuestión eran los hermanos de Fiona, más jóvenes que ella. Ante el talante henchido de orgullo de su padre, a consecuencia de la libertad recién anunciada para entregarse a las proezas sexuales correspondientes a su género y estatus, los dos chicos se resguardaban tras una risilla estúpida, ahogada por sucesivos tragos de cerveza. “¿Ah, sí? Pues amarra bien a la gallina”, sentenciaba el abuelo desde su gesto momificado. Tras dar un sorbo a su tequila con la mano temblorosa, gesticulaba con el dedo en dirección de Fiona para indicarle que debía acercarse. El beso acartonado en la frente le comunicaba que se trataba de una broma. Además, para eso la habían enviado a los colegios católicos a donde sólo acudían las gallinas de mayor alcurnia. Desde el sitio donde se encontraba sentada la abuela, monseñor Escrivá de Balaguer contemplaba con beneplácito el instante de comunión familiar.
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—Dime, hijo, ¿has pensado qué te gustaría estudiar ahora que termines la preparatoria? —No lo sé bien, padre, pero he pensado en algo como psicología. —Muy interesante, sin duda. ¿Nunca has considerado la vocación del sacerdocio? Es igual que la psicología, pero en vez de que lidiemos con algo tan corrupto como la mente, somos médicos del alma. Yo podría encargarme en persona de supervisar de cerca tu instrucción en el seminario. —Pero si el Demonio me tienta hasta en mis sueños, ¿cómo podría yo dedicarme a salvar almas? —¿Por qué dices eso, Manuel? —Volví a tener el sueño que le confesé hace unas semanas. —Soy un hombre algo mayor, hijo. Refréscame la memoria. —Con gusto. Me encuentro desnudo en una isla desierta. Corro y grito desesperado por todas partes, sin que nadie pueda ayudarme. De pronto, parece como si la isla entera fuera a estallar, pero resulta que se eleva por los cielos y volamos por el Cosmos como si fuera una nave espacial. Sólo que me doy cuenta de que la nave es en realidad una verga gigante, y yo soy el capitán al mando. Corro hacia la punta y la agarro con todas mis fuerzas. A lo lejos se ve una luz brillante y nos acercamos hacia ella a toda velocidad y… —Basta, hijo. Es suficiente por hoy. —Manuel permanecía inmóvil para disfrutar de la respiración entrecortada del padre Alfredo—. Reza lo que ya sabes y nos vemos sin falta la semana que viene. Me interesaría profundizar sobre algunos de estos temas. —¿Padre? —Dime. —Saldré de fin de semana con mi familia y volveremos el domingo después de la comida. ¿Cree que pudiera venir a confesarme terminando la misa de las siete? —Ay Dios, hijo mío. Aquí te espero.
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“Qué bonita estás. Tú y yo podríamos intentar algo”, le dijo, visiblemente borracho, el tío de cariño: un amigo íntimo de la familia desde hacía décadas, quien literalmente la cargara en brazos al poco tiempo de nacer.
“La vida previa es como la preparación y el embarazo es la graduación de la mujer”, dijo un primo cuarentón con aire de gran autoridad, en otra de aquellas comilonas familiares.
“Las mujeres de provincia son mejores porque son más sometidas, y alguien se tiene que someter siempre”, dijo la tía a quien le extrajeron la matriz bajo pretexto de unos quistes, pues su marido había decidido que cinco hijos eran suficientes.
“De esta casa sales para casarte”, le dijo su padre luego de unos cuantos brandis con coca-cola. “Sólo las solteronas y las golfas viven solas. Primero caigo muerto que permitir que seas cualquiera de las dos”.
“Hay que conseguirle novio a Fiona, cabrón, no mames. Es guapísima, lindísima y no es nada tonta… no entiendo por qué está sola”, oyó decir a dos de sus amigos más queridos tras volver del baño, un día que se tomaban unas cervezas por ahí.
“Porque tu hermano es hombre y es muy diferente. Tú no vas a ser de las que los muchachos como él y sus amigos se van a buscar en esos viajes, justamente”, le dijo su padre al negarle el permiso para ir con sus amigas a pasar unos días a Acapulco.
“¿Ay, pero cómo no nos reconoces? ¡Somos tu abuelo y yo de jovencitos!, con nuestro mero grupo de amigos”, dijo la abuela para poner en contexto una fotografía en blanco y negro del álbum familiar: mostraba a cuatro hombres elegantes formando de pie un cuadrado, mirando con altivez a sus cuatro esposas arrodilladas frente a ellos, contemplándolos con la mirada hacia arriba.
“¿Volviste a fornicar con tu noviecito luego de haberlo ya confesado tantas veces, Fiona?”, le dijo el padre Alfredo. “Eres un caso perdido, hija mía, lo tuyo no tiene remedio. ¿Qué es lo que quieres, arruinar para siempre el decoro de tu familia? Para qué vienes aquí a confesarte si no observas el principio básico del propósito de enmienda. ¡Muchachita hipócrita! ¡Doblemente pecadora! ¿Sabes qué?, ¡vete de aquí y no vuelvas hasta dentro de dos meses! A ver si entonces has reflexionado y te arrepientes de verdad por cometer con tanto cinismo el mayor de los pecados carnales”.
“Está perfecto, padre, no volveré a aparecerme por aquí hasta dentro de dos meses”, pensó Fiona mientras se marchaba a toda prisa de la iglesia. Ya se ocupaba de imaginarse durante esos dos meses, entrando furtivamente al confesionario, haciéndose pasar por un chico de lentes y gorra, de aspecto un tanto desgarbado, llamado Manuel.
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—A esta hora está todo más oscuro y solo que de costumbre. —Así es mejor… podemos hablar con más intimidad, hijo mío. —Padre, esta vez he cometido un pecado indescriptible. Sólo usted es capaz de aliviar mi culpa. —Te escucho. —No pude dejar de masturbarme en toda la semana. No sé qué me pasa. —Manuel, pero eso no es tan grave. ¿Quieres contarme en qué estuviste pensando? —No me atrevo. Esta vez estoy seguro de que el Diablo se ha alojado en mi alma para siempre. —Confía en la misericordia del Señor. No hay nada que temer. —Fantaseaba de todas las formas posibles con usted, padre. Me poseía una y otra vez. A veces con ternura. A veces con violencia. —Manuel echó mano de su más esmerado repertorio histriónico para romper en llanto—. Soy un caso perdido, no tengo remedio. Dios quiere que arda para siempre en las llamas del Infierno. Se produjo un silencio puntuado por las respectivas exhalaciones ofuscadas. —Es cierto que nos encontramos ante un caso extremo, hijo mío —enunció el padre Alfredo—. Pero hay que confiar en que Dios sabrá perdonarnos si guardamos un secreto. Acompáñame tantito a mi despacho. Esto requiere medidas más drásticas. —Lo sigo, padre. Antes de salir, Manuel se despojó de los lentes y la gorra. Con un movimiento de la mano procuró alborotarse el cabello. Al quitarse la habitual camiseta holgada, quedó al descubierto una blusa negra de licra que permitía ver su ombligo. Amparado por la noche que caía, se había arriesgado a presentarse en la iglesia con unos pantalones de mezclilla igualmente ajustados. Cuando Fiona emergió del confesionario, la sotana del padre Alfredo parecía haberse petrificado, incluyendo el bulto que se marcaba en la zona de la entrepierna. —¿Cómo le va, padre? Recién pasaron los dos meses en los que me prohibió venir a confesarme. Pero no se preocupe, que traigo muy renovado mi propósito de enmienda. Ante lo impasible de la postura del padre Alfredo, Fiona dejó que su mirada se extraviara en los contornos, desplazándola a algún sitio un tanto ajeno a lo espacio-temporal. Gradualmente, se le fue dibujando ese rostro que podía evocar hasta con los ojos cerrados: ahora contemplaba, con una mueca de sorna, a la efigie siempre impasible de monseñor Escrivá de Balaguer.
Imagen de portada: Ilustración de Pedro Strukelj