Fragmentos desde el encierro

Especial: Diario de la pandemia / suplemento / Junio de 2020

Gabriela Ardila Chausse

No quiero hablar del encierro, llevo días negándome. Parece absurdo dedicarle mis palabras. ¿Qué palabras? Como si tuviera algo que decir, como si más de la mitad del mundo no estuviera ya diciendo. ¿Qué tengo que agregar? ¿Qué digo? Nada, no hay nada. Pero el encierro me ronda, me instiga, di algo, di(me) algo.


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Dice Beckett: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, nada desde dónde expresar, ninguna capacidad para expresar, ningún deseo de expresar, junto con la obligación de expresar”. Vaya absurdo, todos gritamos y la única respuesta es el silencio irrazonable del mundo.


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En México vivimos “Esperando a Gatell”, santo patrón de nuestras noches. Tenemos lo que nos ha dado por llamar La novela de las 7. El pueblo se detiene y escucha, atentamente, la cantidad de infectados, la cantidad de sospechosos y la cantidad de muertos, seguidas de un Quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa. Y eso hacemos algunos, dejar resonando las palabras en nuestra conciencia, y quedarnos en casa.


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Por primera vez el mensaje bélico es cierto: el otro es peligroso, cuidado con tus deseos, eres el otro de alguien más.


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La peste hecha carne humana, propagamos enfermedad y muerte tan sólo con salir de casa (y algunos todavía salen).


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Leí: “Nos toca inventar otro afuera” y me hizo pensar en las palabras de Belén Bermejo: “Ya no tenemos el mar, pero tenemos voz para inventarlo”, eso nos queda hoy: las palabras.


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Parece como si en estos días nuestro delito mayor fuera existir. Como dijo Calderón de la Barca: “El delito mayor del hombre es haber nacido”, necesitamos cumplir en vida con un segundo nacimiento, el definitivo, que implica un largo proceso de búsqueda y conocimiento de sí que sólo concluye con la muerte. La humanidad necesita redimirse, pero no podemos redimir algo que está mal desde el principio, debe ser destruida totalmente.


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Hace más de un siglo que rompimos con Dios, una relación que nuestros tiempos denominarían tóxica. Como toda ruptura de esa índole, fue violenta, destructiva y condenó nuestra existencia. Decidimos suplantar a ese Dios que nos abandonó y tomamos en nuestras manos el destino de la raza humana. Pero elegimos la guerra y la muerte, y nuestro cansado, juzgado y destruido espíritu aceptó esto como prueba irrefutable del abandono de Dios. Así perdimos nuestra identidad, nuestra razón de ser, dejamos de poder afirmarnos como un yo. Este hueco dejado por Dios se convierte en nada y desencadena la búsqueda fallida del hombre moderno para encontrar el modo de llenarlo. La nada que a pesar de todo es y será siempre, y que se resiste a tener una definición concreta.


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Hoy en día le demostramos al mundo que somos escribiendo y sacando fotos, la imagen y la palabra son deformaciones de nuestro yo. ¿Dónde está nuestro yo? ¿Quién es yo?


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Todos conocemos la historia de Narciso y Eco, pero existe otra versión: Pan, envidioso del amor de Eco por Narciso, la manda a hacer pedazos y la esparce por toda la tierra, así que sólo queda de ella su voz resonando en el mundo. Somos nuestra voz, ésa que estamos haciendo resonar en los aparatos electrónicos. Cada día somos menos seres, más voces, más presencias.


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El afuera, ése que ya no podemos visitar, nos impide escapar de nosotros mismos, nos somete físicamente a encontrarnos. Nuestras palabras nos definen más que nunca, ¿realmente tenemos algo que decir?


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Vivimos en un mundo en el que Godot nunca llega y todos somos Vladimir preguntándonos ¿qué hacemos aquí? ¿Qué hacemos aquí, frente a nuestras computadoras, mientras al mundo de afuera sigue sin importarle nuestra ausencia?


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Lo único que no ha podido quitarnos la pandemia es la voz (aunque hay gente que debería elegir el silencio), una voz que sólo puede seguir hablando de lo intocable: sí misma. Quizá por eso todo lo que leemos parece tan egocéntrico. ¿De qué hablo si no es de mí? ¿De qué hablo?


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Las palabras como símbolos de la fragilidad convertidos en cimientos indestructibles, dirá Cioran.


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En Textos para nada Beckett afirma: “Suerte que ha fracasado, que nada ha empezado, nunca hubo nada más que nunca y nada, es una verdadera suerte, nada nunca, más que palabras muertas”, tenemos una fascinación inútil por las palabras.


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No dejo de pensar en Beckett, el absurdo, la espera, su primer personaje: Belacqua, nombre que toma de La divina comedia, castigado por perezoso a las puertas del purgatorio, como un personaje de Kafka, esperando a que el ángel lo deje pasar. Cuando es cuestionado, Belacqua justifica su haraganería citando a Aristóteles: “Sentado y en reposo el espíritu se hace más sabio”. Pero este tiempo nos pide incansablemente que nos movamos, que aprendamos chino, bailemos ballet, leamos a Joyce. ¿Por qué no podemos ser la espera, la eterna y la constante espera? ¿De qué?, no puedo saberlo, intuyo que de la muerte.


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Estamos solos y en nuestra soledad reflexionamos, nos atenemos a nuestra condición humana, pero estamos inconformes e incómodos con ella, somos expulsados sociales y, aunque siempre renegamos de la sociedad, necesitamos de un mínimo acercamiento con ella para seguir vivos.


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El encierro son los otros, ¿o cómo era?


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El silencio nunca llega, nuestras discusiones con nosotros mismos y con los demás son dialécticamente imperfectas, en ellas toda síntesis parece excluirse a priori. La síntesis es la conclusión, el fin último e irrebatible de un proceso dialéctico, la síntesis como momento del silencio, donde ya nada puede ser dicho, donde nada puede añadirse, pues ya no queda nada que decir. La síntesis sería la llegada de Godot o la muerte. La ausencia de síntesis es la ausencia de tesis, ni tesis ni antítesis aparecen en la dialéctica de este encierro, de esta pandemia, no sabemos nada de ella. Solamente naderías que ocupan nuestros diálogos, infinitas palabras sin ton ni son que nos dirigimos unos a otros.


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Todo parece estarse destruyendo, es cierto, pero la destrucción no es total, siempre queda algo, ya sea la duda sobre nuestra propia muerte, la promesa de volver en algún momento al mismo sitio al que antes fuimos, o la certeza de despertar al día siguiente y retomar esta nueva y extraña rutina.


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Yo no quería hablar del encierro, el encierro quiso hablar de mí.

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Imagen de portada: Barbara W., Silencio matinal, 2016. CC