Aunque éste no es un cuento para niños, tengo que empezar escribiendo “Había una vez”, porque precisamente una vez había un niño. Había un niño que tenía un dolor del que nunca quería separarse. Se lo llevaba a todas partes, atravesaba con él el pueblo para ir a la escuela todas las mañanas. Cuando llegaba al salón de clases, el dolor se acurrucaba a sus pies y, durante cinco horas, ahí se estaba, calladito. En el recreo, el niño se lo llevaba al patio, y al salir de la escuela, volvía a atravesar el pueblo en sentido contrario, con el dolor a su lado. Cuando llegaba a su casa se lavaba las manos, porque así le habían enseñado su madre y su padre. Luego abría la puerta del refrigerador, buscaba si había algo preparado, y si no había nada, se preparaba espagueti con salsa de tomate. Entonces ponía un mantel en la mesa y comía. El dolor se subía a la silla de al lado, y mientras el niño comía, lo acariciaba. Si estaban sus padres, en cambio, el dolor se quedaba entre los pies de su amo. De vez en cuando, el niño escondía la mano bajo la mesa y le ofrecía un pedazo de pan. El dolor acercaba el hocico a la mano, y después le lamía los dedos. Hasta cuando el niño andaba en bicicleta por los bosques, el dolor corría a su lado. No necesitaba correa porque nunca se habría escapado, y no necesitaba bozal porque no le habría hecho daño a nadie. El dolor le era fiel al niño, y sólo quería jugar con el niño. Mientras el niño pedaleaba, el dolor a veces corría más rápido que él con la lengua que le colgaba entre los dientes. Otras veces, al contrario, se quedaba un poco atrás para retomar aliento y después regresaba de un salto junto a los pedales de su amo. Cuando llegaban al arroyo, el niño apoyaba la bicicleta en el tronco de un árbol. Luego buscaba pedazos de madera y hojas, y con ellos construía una barca y dejaba que zarpara hacia el mar. El dolor le llevaba las hojas y las ramitas y se acercaba a la orilla para verla partir. Entonces regresaban a casa pasando por los bosques. En el pueblo, a veces encontraban compañeros de la escuela. Se quedaban viéndolos jugar con un balón en medio de la plaza. El niño pensaba que también él habría querido jugar, pero nada más se quedaba mirando.
En la noche el niño se lavaba, porque así le habían enseñado. Después se ponía la pijama. Su madre y su padre veían televisión, y cuando él se asomaba descalzo para darles las buenas noches ni siquiera volteaban. Levantaban la mano desde atrás del sofá. El niño y su dolor recorrían el pasillo, que en la noche parecía infinito. Entonces abrían y cerraban la puerta del cuarto, y el niño se metía entre las cobijas. Había un tapetito junto a la cama para que el dolor tuviera su propio lugar y una cobija para taparse. Pero el dolor nunca dormía ahí. Saltaba a la cama y se dormía apoyando la cabeza en los pies de su amo. En medio de la noche se metía debajo de las cobijas con el niño y lo calentaba respirándole en la cara hasta la mañana. Y cuando sonaba el despertador, lo primero que hacía el niño, aun antes de abrir los ojos, era buscar al dolor con el brazo.
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Todos los días, el niño sacaba a pasear al dolor por lo menos tres veces. Después de un rato en casa, el dolor empezaba a morderle el pantalón hasta que el niño le hacía caso. Entonces le acariciaba el hocico y el dolor se tranquilizaba unos minutos. Sin embargo, si oía que en la cocina la voz del padre subía de tono, el dolor volvía a morder el borde del pantalón. Lo primero que hacía el niño, en ese caso, era cerrar la puerta. El dolor se hacía bolita en el piso y el niño se quedaba sentado en el suelo mirando por la ventana. Luego el dolor volvía a quejarse. Si el niño hacía como si nada, el dolor se paraba delante del vidrio, para que el niño no viera nada más que a él. Cuando ya no podía más, el niño se levantaba, alejaba al dolor y se ponía los zapatos. Bastaba con que agarrara un zapato para que el dolor empezara a dar de brincos. Abrían la puerta del cuarto, recorrían el pasillo infinito y salían. El niño nunca quería atravesar la plaza, pero para llegar al bosque era el camino más corto. Procuraba no acercarse a las bancas donde estaban los otros niños. Los varones estaban sentados en el respaldo, con los pies en el asiento de la banca. Las niñas cerca de los pies de los varones. El niño iba cabizbajo, el dolor caminaba a su lado. La mayoría de las veces nadie les hacía caso. Los varones seguían gritando, las niñas riendo a cada grito de los varones. Así, el niño podía atravesar la plaza y después dar vuelta a la derecha y llegar a los bosques. Cuando veía el kínder, el dolor empezaba a gruñir con el pelo del lomo erizado. Algunas veces se lanzaba corriendo hacia el portón y ladraba hasta ahogarse. El niño no entendía si era porque odiaba aquel lugar o porque, al contrario, quería volver ahí. Entonces se ponía en cuclillas, lo acariciaba y el dolor, contento, movía la cola. Luego, volvían a caminar en dirección de los bosques, y poco después empezaban a correr. Así como el niño era un cachorro de ser humano, el dolor era un cachorro de dolor. Tenía el pelo corto y unos ojos que todo pedían. Por eso el niño lo acariciaba y le daba todo lo que tenía. Cada vez que pasaba frente al kínder, el niño veía los dibujos pegados con diúrex en los vidrios de las ventanas y se acordaba de los que había dibujado años antes. Siempre dibujaba un niño y su dolor, y cuando la maestra le preguntaba por qué no intentaba dibujar algo distinto, el niño decía que lo intentaría. Así, dibujaba árboles, casas, el cielo lleno de pájaros, el sol y un coche sin color. Pero todo lo que dibujaba se parecía a su dolor. La maestra se daba cuenta y no decía nada. Le ponía la mano en la cabeza y le decía al niño que su nuevo dibujo era muy bonito porque estaba también el resto del mundo. Cuando sentía la mano de la maestra en la cabeza, a veces le corría una lágrima por el lado derecho de la cara. Bajaba rápido y sin titubeos porque ya conocía el camino. En todo esto pensaba el niño cuando pasaba frente al kínder rumbo al bosque. Y viendo al dolor que brincoteaba a su lado, se acordaba de cuando era más pequeño y casi le cabía en una mano. Pero entonces se decía que en el fondo su dolor también era bello así, aunque se hubiera vuelto más torpe. Siempre era fiel y el niño sabía que nunca lo iba a dejar solo. Y dentro de ese pensamiento buscaba refugio todos los días.
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Cuando el niño nació, era un día de mediados de verano, aunque quizá fuera más exacto decir que cuando el niño nació el verano empezaba a terminar. Había sol afuera de la ventana y todos estaban en la playa. Todos los niños que venían al mundo en esos días eran rojos y ardientes. Los enfermeros y los doctores les enseñaban a las mamás y a los papás a enfriar a sus recién nacidos. Las mamás más expertas sabían que la solución más simple era la de juntar los labios y soplar suavemente en la cabeza de sus niños llevándolos en brazos. También se lo enseñaban a las mamás recién llegadas. Los cuartos de los hospitales eran todo un soplar en esas cabecitas ardientes, mientras un poco más abajo las bocas de los hijos succionaban los pechos. El pelo se levantaba y volvía a bajar, empujado por el viento que las madres producían. Luego terminaban de mamar. Los recién nacidos extendían los pies y las manos, soltaban los pezones, y las madres seguían soplando aire en la frente y sonreían por las muecas que hacían sus hijos. Las manos del niño nunca se calentaban. No tenía la cabeza sudada ni se ponía rojo como los otros niños. Los doctores se preguntaban qué hacer. No tenía problemas de circulación, pesaba lo que debía pesar. Todos los exámenes decían que era un niño con buena salud. Los médicos y los enfermeros le hacían preguntas a la madre, pero la madre daba respuestas de pocas palabras. Tenía mucho sueño y en cuanto podía se dormía. Así, el niño estaba en una cuna de metal junto a su cama y esperaba que pasara algo. De vez en cuando se asomaba algún enfermero, le tocaba las manos, y veía que además de frías, las manos estaban amarillas. Cuando tenía hambre, el niño lloraba, la madre se despertaba y le daba de comer lo que le habían recetado los doctores. En un principio había intentado ofrecerle el pecho al niño y el niño se le pegó. Pero el pecho estaba vacío, y era sólo vacío lo que el niño tomaba del pezón de su madre. Sentía que le raspaba por toda la garganta y luego bajaba. El niño succionaba voraz, y vorazmente se llenaba de vacío. Estaba inflada de vacío la panza, estaba inflado de vacío todo su cuerpo. El vacío mojaba el camisón de la madre, y por más que ella se secara quedaba siempre empapada. Pero el vacío no le quitaba el hambre al niño, y por eso los doctores le habían dado otra leche a la madre. Así, el niño había vuelto a comer. Mientras comía, la mamá no le soplaba en la cabeza porque no estaba morado, y no le sonreía porque era una mujer infeliz.
El tercer día la mamá le dejó al dolor. Lo puso en la cuna de metal y se volvió a dormir. Por instinto, el niño lo tomó entre las manos y comenzó a jugar con él. Así, dejó de esperar que su madre se despertara para jugar. Mientras la mamá dormía en la cama, el niño reía y su temperatura aumentaba. En aquellos días, nadie visitó a la madre ni al recién nacido. Los parientes de las otras mujeres inflaron y desinflaron la habitación a ritmos regulares. A ritmos regulares la madre despertó y se volvió a dormir, y el niño durmió y jugó con su dolor. En aquel tiempo, los ojos del niño sólo veían sombras confusas. La mamá era una gran sombra tumbada en una cama, el dolor, una sombra más pequeña que el niño trataba de enfocar. El dolor le hacía cosquillas en los pies, y el niño abría la boca y reía. Mientras tanto, los doctores se dieron cuenta de que las manos habían cambiado de color y poco a poco se estaban calentando. Así, le dijeron a la madre que podía regresar a casa con su hijo. Ella les agradeció, y acomodó en una bolsa todas sus cosas. Después tomó en brazos al dolor y entendió que también a él debía llevárselo a casa. Luego se despidió de las demás mujeres de la habitación con una sonrisa que era un tajo en medio de la cara. Por fin llegó también el padre. Entró al hospital para llevarse al niño y a su mujer. Y como otras veces, también aquel día fue evidente para todos lo que iba a pasar. Porque también el padre tenía un dolor, pero era un dolor mucho más grande que el que la madre le había dejado al niño. Era tan grande que, por muy fuerte que fuera el padre, difícilmente podía sujetarlo con una correa. Por eso, con frecuencia se liberaba de un jalón y agredía a cualquiera que pasara cerca. Abría las fauces, ladraba y después se oía el grito de quien había sido atacado. Así, también el día en que el niño debía salir del hospital todos se enteraron cuando el padre entró al edificio. Primero se oyó un azotar de puertas en los pisos, y después, un silencio que como un pelotón subía las escaleras. Pasaba y se comía todo ruido, toda voz, toda risa, incluso todo chirrido de carritos o chocar de platos. Tras su paso no quedaba nada, un mundo de sonidos amordazados por el miedo de aquel dolor que se abría camino. El padre se asomó a la habitación, saludó a su mujer, y ella le entregó al niño. Poco después estaban en el coche. Aquel día de verano, el pueblo estaba tan vacío como los pechos y los ojos de la madre. Sobre ellos se extendía la silueta del dolor del padre. Mordía los asientos, gruñía pegado a la ventanilla, los miraba como si quisiera comérselos, y luego no se los comía.
Adelanto cortesía de Elefanta Ediciones. Traducción del Laboratorio Trādūxit.
Imagen de portada: Fotografía de Simone Ramella, 2017. BY