¿Cómo vive una mujer en el siglo XXI en una sociedad democrática? ¿Qué formas puede tomar su libertad? ¿Y su vida política? La cuarta novela de Cristina Morales (Granada, 1985) reformula un mecanismo de escritura que ya había ensayado con anterioridad: narrar en primera persona femenina. Tras publicar su primer libro de cuentos, La merienda de las niñas, y una novela que ya prefiguraba su agudeza crítica, Los combatientes, la autora aceptó el encargo de la editorial Lumen para escribir la vida de Santa Teresa de Jesús y usó el recurso del diario para hacerlo; el resultado fue Malas palabras, una peculiar hagiografía en la que un feminismo razonado y contestatario arroja una nueva luz sobre la figura de la monja filósofa. Unos años más tarde trabajó en Terroristas modernos, otra novela de base histórica que, sin embargo, era una feroz mirada sobre el presente. En la que ya se perfila como una constante de su obra, la autora dedicó su nuevo libro (que le valió el premio Herralde 2018) a explorar la vida de cuatro mujeres —Nati, la Marga, la Patri y Ángels— en una Barcelona que, a pesar de su aparente progresismo y su afán de independencia, replica formas de opresión que aparecieron con la invención del Estado y se han perfeccionado con la ayuda del neoliberalismo y la globalización. Morales eligió contar la historia a través de géneros, literarios o no, que se focalizan en cada una de las personajes: la escritura biográfica, los documentos de un juicio legal para una esterilización forzada, un monólogo en WhatsApp, las minutas de una asamblea y una revista de bajo presupuesto que irrumpe a la mitad del libro y abarca cuarenta páginas. De tal manera, para entender la trama conviene familiarizarse primero con algunas formas discursivas de la protesta. Se requiere tener también disponibilidad para gozar y abandonar los presupuestos con los que se acerca a una novela y dejarse llevar por la prosa arriesgada de Morales. En ese sentido, “lectura fácil” es una expresión irónica para el lector que está por sumergirse en el libro. Sin afán de revelar la historia, diré que el tema central es la resistencia (en muchos casos involuntaria, por el simple hecho de existir) que estas cuatro mujeres ejercen frente a un Estado paternalista que, tras expedir un certificado oficial de discapacidad mental, cerca su libertad y las trata como seres que no pueden tener autonomía ni libre determinación. Cada una a su ritmo y con su estilo, se niega a cumplir con el rol social que se le ha asignado y encuentra su libertad. Conforme la personalidad de estas mujeres se desarrolla en la trama, la etiqueta que cargan se presenta más como una forma de “desactivar” a sujetos incómodos para el orden preestablecido que como resultado de una discapacidad real. Ellas no están dispuestas a callar sus opiniones, a reprimir su necesidad de expresarse por medio de la danza o la palabra ni a dejar que el Estado se haga cargo de su sexualidad. En otras palabras: se rehúsan a una domesticación justificada bajo el argumento del “bienestar” y por ello son llamadas discapacitadas mentales.
El síndrome de las Compuertas es […] como una depresión con manía persecutoria de toda la vida, pero que en vez de quedarte quieta en tu casa como todos los deprimidos y los maníacos, te da por decir que tú tienes soluciones para todo, que te hagan caso porque tú tienes soluciones para todo y te pones y se las cuentas a todo el mundo.
La autora parece hacerle un guiño a aquel Foucault que veía en la academia, el hospital y la cárcel estructuras similares, enfocadas en vigilar y castigar para conservar el monopolio de la “razón” y la “verdad” por medio de relaciones de sumisión y opresión. Lo que esta novela añade a esa vertiente filosófica es la posibilidad de subvertir esos ejercicios de poder por medio de habitar entre las grietas del sistema con decisiones cotidianas y mínimas, como aceptar dinero de beneficencia pública pero falsear los tickets de compra para gastarlo en cigarros o en una cerveza; entrar a un salón de danza subvencionado por el gobierno pero hacer con el cuerpo lo que venga en gana y cuestionar sus presupuestos coreográficos, o seguir un método para escribir recomendado en un manual para desde allí criticar su propia factura, que no cumple con los principios que propone. El fin último de una vida así, que se cimienta en acciones a menudo sutiles, va acumulando su efecto y apunta hacia la abolición del Estado en aras de una organización autogestiva en pequeñas comunidades. Por eso también podría decirse que esta novela es sobre los límites y sobre su indispensable disolución. Ése es el factor Morales: la capacidad creativa y de acción ante políticas de identidad provenientes de una estructura que busca la homogeneidad entre individuos diversos y ha justificado históricamente crímenes de lesa humanidad, como el colonialismo o la esclavitud. Otro elemento que aleja a Lectura fácil de la crítica de la modernidad que se desarrolló a partir de los años setenta es su perspectiva de género. Morales no habla de una revolución en el sentido clásico de la palabra, ni propone un anarquismo abstraído del cuerpo. La suya es una postura feminista que confirma la necesidad de una organización política de mujeres que defienda a toda costa su escepticismo crítico. Esta novela invita a reflexionar sobre los alcances que tendría una hermandad de mujeres dispuesta a cuestionar todas las dimensiones que toma el privilegio (de clase, de raza y, por supuesto, de género). ¿Pueden mujeres de distintas clases sociales o nacionalidades unirse con un fin común? Sí rotundo. ¿Pueden obviarse entre ellas las preguntas por la desigualdad y la violencia que operan en esas otras dos dimensiones, una vez que se comienza a cuestionar los privilegios del género masculino? Jamás. La vida de estas cuatro chicas disidentes invita a replantearse el feminismo sobre la base de una sororidad crítica que constantemente dude y revise sus propios modos de pensar y de actuar. El factor Morales implica que una abolición de género sin una abolición del Estado será incapaz de escapar a tener contradicciones graves. Por ejemplo, extrapolándolo a México, es difícil plantearse la lucha contra la violencia feminicida cuando se acepta que los derechos civiles estén garantizados por medio de un ejercicio monopolizado del uso de armas (pensemos en narrativas, como la de la “guerra contra el narcotráfico”, que justifican la presencia del ejército en las calles con una lucha contra el crimen organizado). Quizás en esos casos se esté pasando por alto que la existencia de ese Estado es precisamente la que posibilita y, muchas veces, ejecuta la violencia generalizada y la violencia específica contra las mujeres. No me refiero, desde luego, a un Estado en particular, sino a la existencia misma de esa noción. En una reseña sobre Un apartamento en Urano de Paul B. Preciado, Morales señala al DNI (lo que en México equivale a la credencial de elector) como un artefacto terrorista que condensa información determinante para violentar cuerpos concretos, debido a que restringe y acota la dimensión sexual y nacional de las personas. Al proponer categorías como “sexo”, “nacionalidad”, “nombre propio” e incluir una fotografía (que invariablemente registra el fenotipo y la apariencia de las personas, sin hacer excepciones frente a las costumbres culturales o a las vestimentas que exigen algunas religiones), el documento de identificación establece las reglas más básicas de control del Estado sobre los ciudadanos, y reduce su identidad a unas categorías legibles para la burocracia, que desprecian y vuelven invisibles elementos constituyentes de la experiencia humana, como la lengua materna, que muchas veces no coincide con la oficial (sobre todo en países como México, en donde el idioma estatal ignora la diversidad lingüística). Dicho esto, sin una revolución que al menos interrogue las estructuras del Estado, ¿cómo sería posible imaginar un mundo sin patriarcado? Ejes como el territorio y el género clasifican a las personas para poder asignarles tratamientos de acuerdo con su estatus. Sin ir muy lejos, éstos se traducen en inclusión dentro de programas de asistencia social, ciertos servicios médicos, apoyo legal y cualquier otro acuerdo de convivencia que implica vivir en una democracia. ¿Qué pasaría si planteamos una subversión que se desborde de los lugares “adecuados” para el ejercicio político ciudadano (las casillas de votación o las manifestaciones, por ejemplo) y la lleváramos a nuestra vida diaria, en la forma de movernos, de vestirnos o de hablar? Morales decidió presentarnos cuatro modelos femeninos que abren categorías y ejercitan la flexibilidad de la resistencia desde una narrativa que resuena en la escritura de otras latitudes, como la de Nona Fernández (en Chile) o Mariana Enriquez (en Argentina). Esta resonancia es temática y se manifiesta también en una atención aguda al lenguaje: en la precisión de los adjetivos y el filo de la prosa.
Anagrama, Ciudad de México, 2019
Imagen de portada: Aloïse Corbaz, Collar de serpientes, 1957