Los terrenos fronterizos son espacios de transformación cultural: las convicciones de un grupo humano deben confrontarse con las certezas de quienes viven al otro lado, tras la frontera. ¿Quizá la naturaleza artificial de las fronteras genera una separación innecesaria de colectividades que anhelan comunicarse?
Quizá la presentación de un caso es el punto de partida necesario para hablar acerca de la narrativa clínica. JC era un hombre zurdo de 39 años, católico, casado, originario y residente de la Ciudad de México, con escolaridad primaria completa. El padecimiento empezó con un dolor de cabeza intenso (el peor que había sufrido en la vida) y una pérdida de la visión. En el Instituto de Neurología se identificó una hemorragia intracraneal; la causa fue la ruptura de un aneurisma. La cirugía fue exitosa y JC sobrevivió. El aspecto técnico de esta ficha clínica resulta frío. Nada tan lejano de la riqueza del lenguaje literario. Según el expediente, JC tropezaba con los muebles de la casa tras la cirugía. “Tienes un desorden aquí”, le decía a su esposa. Fue traído al hospital. El servicio de oftalmología dictaminó que tenía una pérdida total de la visión. Pero el paciente, según la familia, actuaba como si fuera capaz de ver y negaba la ceguera. Esto empeoró durante la segunda semana posterior a la cirugía. El paciente decía que sus familiares ponían objetos en su camino para que se hiciera daño. “Me quieren volver loco”, afirmaba. Uno de los temas centrales de la narrativa clínica es la conciencia humana y, en particular, su lado problemático. La historia del señor JC tuvo un final feliz prematuro cuando la cirugía le salvó la vida. Pero quedó ciego; sus estudios de neuroimagen mostraron una destrucción de la corteza visual y los oftalmólogos registraron hemorragias en ambos ojos. Aunque su incapacidad para la visión era evidente (se golpeaba con los muebles al caminar y no podía localizar objetos cotidianos), JC exigía las llaves del auto para ir a la tienda a comprar cervezas y en alguna ocasión golpeó a su esposa cuando ella se negó a entregarle las llaves. En tales condiciones fue traído al servicio de neuropsiquiatría. En este caso, el problema toma la forma de un viejo síndrome. A finales del siglo XIX, el doctor Gabriel Anton observó a personas ciegas o sordas que no tenían conciencia de su privación sensorial. Años después se acuñó el epónimo “síndrome de Anton” para hablar de ese problema. Pero el patrón clínico no es una invención de la medicina moderna. En sus Cartas a Lucilio, elaboradas hace dos mil años, Séneca escribió la historia de una mujer que quedó ciega pero no sabía que no podía ver. La gente se burlaba de su condición. El romano dijo que no deberíamos reírnos de ella porque “nosotros también acostumbramos a negar los problemas y a dar excusas frente a nuestros pecados y nuestros defectos”.
La ciencia contemporánea usa la palabra anosognosia para describir la falta de conciencia de un problema neurológico evidente para los demás, como la ceguera o la parálisis. Es algo muy atípico, casi todos los enfermos sufren cuando aparecen esos problemas y piden ayuda. La anosognosia es un tema central para discutir el problema de la experiencia fenoménica dentro del arco que va de la filosofía a la neurociencia. Y, con Séneca, se puede preguntar: ¿hay una continuidad entre la anosognosia de los pacientes neurológicos y nuestra tendencia a negar los problemas cotidianos? Según el psicoanálisis, la negación es un mecanismo de defensa inconsciente. Sigmund Freud pensaba que los procesos inconscientes surgen del conflicto entre el deseo y la ley, mediante la represión. Pero la teoría psicoanalítica no explica por qué la negación del defecto clínico ocurre a menudo cuando se daña el hemisferio derecho, pero casi nunca sucede cuando el daño se presenta en el hemisferio izquierdo. En el caso de JC, se registra una lesión cerebral en los dos lóbulos occipitales, indispensables para la experiencia de la visión. Incluyo en este escrito la imagen cerebral de JC porque quiero dejar claro que la narrativa clínica usa imágenes y recursos gráficos: la epistemología de la medicina es multisensorial y no se limita a un paradigma logocéntrico.1
La geografía revelada por el estudio de neuroimagen explica por qué JC ya no puede ver, pero también nos ayuda a entender por qué ignora la ceguera: hay un daño extenso en la corteza frontal y parietal del hemisferio derecho. Según Vilayanur S. Ramachandran, en su libro Fantasmas del cerebro, el hemisferio derecho contiene neuronas que detectan anomalías, es decir, datos que se apartan de las predicciones cerebrales. Si hay una lesión en el hemisferio izquierdo, el “detector de anomalías” permanece intacto y el paciente reconoce claramente cuando está ciego o no puede moverse. Pero si la lesión está en el hemisferio derecho, el “detector de anomalías” puede estar dañado y el paciente no reconoce la ceguera o la parálisis. Esto implica la muerte de millones de neuronas en una región necesaria para construir eso que llamamos metacognición: la advertencia, monitoreo y análisis crítico de nuestros procesos mentales. La narrativa clínica no es un privilegio exclusivo de médicos o psicólogos. Hay exploraciones desde la perspectiva en primera persona, como sucede en Aurelia (1855), el relato clásico de Gérard de Nerval. El poeta ingresó a un hospital psiquiátrico durante un episodio de manía, según el diagnóstico de la época, y falleció como víctima del suicidio —con un ejemplar de Aurelia en el bolsillo—. El texto revela su perspectiva del episodio: narra el ascenso a la experiencia mística, a una eternidad iluminada en la cual entendía el habla de los pájaros; eran sus ancestros, que tomaron la forma de animales y le enviaban mensajes. Algunos libros evocan la vivencia de estar enfermo y la resignifican mediante la ciencia contemporánea. En tales obras, el estudio de la autoconciencia no se funda en la ficción, sino en la patología cerebral. Así sucede en Brain on Fire: un estado alucinatorio disloca la orientación cotidiana de una periodista, Susannah Cahalan. Despierta en un hospital sin recordar los sucesos recientes y descubre que una enfermedad autoinmune ataca su propio cerebro; un tratamiento inmunológico le ha devuelto la lucidez. Brain on Fire es una autobiografía científica que reinterpreta el mito de la locura a través de las neurociencias. Resulta más desconcertante el testimonio de Jill Bolte Taylor, neuroanatomista de Harvard, quien padece una hemorragia en el hemisferio izquierdo y desarrolla una experiencia mística; no puede comunicar el éxtasis porque la hemorragia le ha quitado el lenguaje. Tras la recuperación, escribe My Stroke of Insight (2006).
Un momento fundacional en la narrativa clínica aparece con Antón Chéjov, en La sala número seis (1892). El doctor Chéjov construye una ficción literaria a partir de su vivencia como médico en asilos psiquiátricos del siglo XIX. En La Castañeda —libro a propósito del manicomio más célebre de la historia mexicana— Cristina Rivera Garza escribe:
Mientras chocaban y negociaban, los internos del hospital psiquiátrico y sus médicos produjeron narraciones tensas y volátiles de la enfermedad mental, textos de múltiples voces en los cuales ambos actores implicaron y entretejieron sus propias concepciones relacionales de cuerpo, mente y sociedad.
Algo similar ocurre en La sala número seis: el autor-doctor nos muestra un retrato de las cosas humanas en cada rincón del hospital y crea un tejido literario donde la perspectiva médica se entrelaza con el discurso de los enfermos. La narrativa clínica aparece en un espacio que colinda, hacia el oriente, con el estudio literario de casos imaginarios, donde la autobiografía se transfigura mediante un ejercicio de anamnesis creativa. Ana Karenina y Madame Bovary están en el centro de esa tradición decimonónica, que generó una cultura de la intersubjetividad, anterior al psicoanálisis freudiano y a los estudios cualitativos de las humanidades. Al occidente, la narrativa clínica colinda con las descripciones médicas del siglo XIX. En sus fases pioneras, la medicina elabora reportes de caso para describir convergencias entre la fenomenología clínica y la patología subyacente. Eso que llamamos amnesia, agnosia, afasia, alucinaciones, delirios, obsesiones, son un conjunto de estados clínicos que corroen nuestra certeza acerca de la mente, el cuerpo y la condición humana. Casi todos los problemas neuropsiquiátricos fueron documentados mediante reportes de caso, es decir, narraciones cuidadosas sobre la dimensión patológica de individuos específicos. El análisis de los casos neuropsiquiátricos a lo largo de un siglo generó una ciencia de las relaciones entre la estructura del cerebro y la función mental: una solución imprevista por René Descartes y otros filósofos del problema cuerpo-mente. Sin embargo, entidades psiquiátricas como la manía, la melancolía, la esquizofrenia y el mal llamado “campo de las neurosis histéricas y obsesivas” no pudieron explicarse mediante la anatomía patológica de los siglos XIX y XX. Éste fue el factor decisivo para partir en dos a la medicina neuropsiquiátrica: se formaron la neurología y la psiquiatría. En la praxis, la frontera entre ambas especialidades es inestable: un padecimiento subjetivo puede tener una base neurológica y, a su vez, las experiencias de vida y los factores sociales pueden modificar el sustrato neurológico de la mente. El cuerpo y el alma no son sustancias independientes que se unen en la glándula pineal, como lo planteó Descartes con imprudencia.
La narrativa clínica desarrolla un horizonte artístico al registrar la tensión entre dos perspectivas contrapuestas: se funda en la objetividad de la ciencia, pero frente al concierto intersubjetivo de los enfermos logra ver algo más que una mera materialidad descompuesta. ¿Y qué hay más allá de esa materialidad? No se busca la esencia sobrenatural al estilo de las tradiciones religiosas: se trata de reconocer que los actos y los estados mentales se comprenden mejor cuando la neurobiología se abre al estudio histórico, cultural, biográfico, familiar. Parafraseando a Germán Berríos, los pacientes neurológicos tienen causas para sus patologías, pero también motivos para sus síntomas; las enfermedades acontecen en personas reales, “y por lo tanto tienen contextos semánticos. Esto agrega una nueva capa de significado, hermenéutica y respuesta terapéutica”. El caso del hombre ciego que quiere ir por cervezas y golpea a su esposa cuando ella no le entrega las llaves del auto revela las estructuras sexistas de nuestra cultura, las relaciones de poder al interior de la familia y el conflicto entre el deseo y la ley. La narrativa clínica no elige entre una explicación neurológica de las causas y la hermenéutica de los motivos: la integración de ambas perspectivas aumenta el poder científico y literario del relato. Cuando las ciencias médicas realizaron grandes estudios epidemiológicos y experimentales, el viejo reporte de caso quedó convertido en un formato devaluado por la epistemología científica; se le considera el nivel más bajo de evidencia dentro de las ciencias, aunque los grandes descubrimientos de la neurología y la psiquiatría fueron construidos con ese método. La epidemiología y la estadística son indispensables para crear una ciencia médica válida y precisa; pero la tecnificación de la ciencia automatiza los diagnósticos y deja fuera la dimensión cualitativa de la experiencia subjetiva: eso que llamamos conciencia fenoménica y que es el corazón de la filosofía de la mente. Al resguardar el valor de los hechos objetivos y de los aspectos corporales y, de manera simultánea, el valor del conocimiento intersubjetivo, la narrativa clínica se convierte en una herramienta que explora la conciencia humana mientras transita entre el arte y la ciencia, entre la semántica de la mente y la semántica corporal. Su aportación ética al gran debate filosófico radica en que toma como punto de partida ese lado problemático de la conciencia marcado por el dolor, las emociones aflictivas y la descomposición cognoscitiva. Así ocurre con un texto fundacional de la narrativa clínica contemporánea: Mundo perdido y recuperado, de Alexander Románovich Luria. Al empezar el libro, el doctor Luria tiene frente a sí una montaña de apuntes breves, fragmentarios, escritos por un soldado de la Segunda Guerra Mundial. Una bala penetró su cráneo y el militar recupera lentamente la conciencia: descubre que perdió la capacidad de manipular los objetos cotidianos; a veces siente que le falta medio cuerpo y ya no puede ver el lado derecho del espacio. Advierte con horror que ya no sabe leer. Pero es capaz de escribir. El doctor Luria debe ordenar los escritos generados por su paciente a lo largo de los años, agregar un prólogo, un epílogo, algunos párrafos para hacer legible, mediante puentes verbales, el testimonio caótico de un soldado que anhela comunicarse. La bala destruyó el sustrato orgánico de la lectura, en su hemisferio izquierdo, y ese efecto colateral de la guerra es la ocasión para una simbiosis creativa: un enfermo explora paisajes desconocidos de la mente y su médico asigna puntos cardinales a la experiencia. Si la ciencia médica tiende a la estandarización y a buscar verdades generales sobre la salud y la enfermedad, la narrativa clínica suele hacerse cargo de los huecos en la teoría clínica, los casos atípicos, las excepciones a la regla: todo lo que queda como marca de la diversidad y que resiste la reducción a esquemas biológicos o sociales basados en claves monolíticas para explicar la condición humana.
Imagen de portada: Simon Andreas Krausz, Estudio de retrato de una mujer, ca. 1825. Rijksmuseum Collection. Imagen de dominio público
En esta imagen se observa el estudio de tomografía computada de cráneo del paciente JC, en el que se aprecia una lesión en el lóbulo frontal del hemisferio derecho, junto con otra en la corteza occipital de ambos hemisferios cerebrales, con extensión a la corteza parietal del hemisferio derecho. ↩